A diferencia del kirchnerismo, el macrismo no cuenta con un relato movilizador. Los globitos amarillos son lindos, pero pronto se pinchan y, de todos modos, la Argentina no es un jardín de infantes. Sucede que el discurso oficialista es negativo: Mauricio Macri y los miembros de su equipo, entre ellos Miguel Ángel Pichetto, están en contra de la corrupción, la irracionalidad económica, la miopía populista, el autoritarismo caprichoso, el pasado. No les gusta la retórica altisonante. Hablan como tecnócratas sobrios, no como soñadores.
¿Y lo positivo? Los voceros gubernamentales dicen esperar que, andando el tiempo y luego de soportar muchos sacrificios, la Argentina se convierta en un “país normal”, lo que es muy sensato pero que, por desgracia, no sirve para entusiasmar a nadie.
En cambio, los kirchneristas dan a entender que están por reanudar una revolución nacional y popular que, además de hacer realidad de la justicia social, la inclusión de todos y todas y muchas otras cosas buenas, significaría la marginación definitiva de los sectores que en su opinión son responsables de la miseria en que vive más de la tercera parte de la población y de la frustración que sienten los hartos de lo que toman por la ineptitud de un gobierno supuestamente centrista.
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La deficiencia emotiva de la oferta macrista puede considerarse típica de los tiempos que corren, ya que, con la excepción notable del presidente norteamericano Donald Trump, los líderes actuales de los países democráticos más desarrollados son reacios a hablar como los de generaciones anteriores que vivían en épocas más turbulentas.
Entienden que, de todos los esquemas políticos que se han ensayado, la democracia liberal ha resultado ser, por un margen muy amplio, el mejor. Así y todo, el que hasta sus defensores más fervorosos, como Winston Churchill, hayan calificado el sistema del “menos malo”, hace comprensible la voluntad de tantos de reemplazarla por algo que a su juicio sería más estimulante. Es que la democracia liberal, en la que gobiernos como el macrista procuran aprovechar el dinamismo de los mercados sin dejar de proteger a quienes no están en condiciones de valerse por sí mismos, carece de un relato que daría un sentido a la vida.
Muchos están dispuestos a morir por credos como el comunismo, los fascismos, los nacionalismos y, últimamente, el islamismo, Para ellos, la democracia liberal, caracterizada como está por la moderación pluralista y acuerdos parciales que no satisfacen plenamente a nadie, es aburrida. Luchar por la democracia puede ser una empresa épica con sus héroes y mártires, pero una vez consolidada, administrarla parece propio de mediocridades. Será por tal motivo que es tan frecuente oír lamentos en que se comparan los pigmeos actuales con las grandes figuras del pasado reciente.
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Pues bien, mientras estaba en Osaka, Mauricio Macri recibió lo que más necesitaba; el borrador de un relato que le permitiría conseguir el apoyo decidido de quienes comprenden que, a menos que mucho cambie, su propio futuro, y aquel de sus hijos, será muy triste. Puede que el acuerdo del Mercosur con la Unión Europea no produzca resultados concretos hasta mediados de la década venidera, pero con tal que lo aproveche desde el vamos, brindaría al gobierno un mapa del futuro deseado menos borroso que el que ha usado hasta ahora.
Es que para enfrentar con éxito los desafíos planteados por el compromiso a integrarse al mercado enorme, de 800 millones de personas, que se ha propuesto construir, será forzoso llevar a cabo una multitud de reformas nada sencillas. Será cuestión de modernizar no sólo la cultura económica del país sino también leyes e ideologías políticas para que se asemejen más a las europeas –o sea, a las de los países más avanzados del Viejo Continente–, y menos a las que, a juzgar por lo sucedido en el país a partir de inicios del siglo pasado, son incompatibles con el desarrollo nacional.
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¿Sería para tanto? El ejemplo brindado por la madre patria, España, sugiere que las grandes mutaciones socioculturales sólo son posibles cuando los beneficios parecen innegables. De no haber sido por la poderosa atracción magnética de lo que en aquel entonces era la Comunidad Económica Europea, hubiera fracasado la reconversión emprendida por el gobierno del presidente Felipe González. Fue gracias en buena medida al entusiasmo engendrado por el Acta de Adhesión de junio de 1985 que González logró hacerlo a pesar de que durante muchos años la tasa de desempleo, en parte atribuible a la competencia externa, excediera el 20 por ciento.
Aunque en muchas áreas España sigue rezagada en comparación con sus vecinos, el consenso es que ha sido exitoso el proceso de modernización de un país que hasta hace no tantos años muchos consideraban, para citar al británico W. H. Auden en un poema que se hizo célebre, “ese pedazo árido, ese fragmento arrancado del África caliente, pegado tan crudamente a la Europa ingeniosa”, que por lo tanto era irremediablemente condenado al atraso.
No cabe duda de que, para los españoles, la visión del futuro que fue abierta por la decisión del gobierno socialista de participar de un proyecto mayor en que ya colaboraban conservadores y progresistas de otros países resultó ser más importante que las inversiones o la ayuda material y técnica que recibirían de sus socios. El nuevo relato que pronto adoptaría la mayoría los indujo a modificar sus actitudes, alejándose de la intransigencia tanto de los franquistas que se aferraban a lo viejo como de izquierdistas reacios a abandonar su fe en esquemas igualmente anacrónicos.
Por supuesto, sería absurdo suponer que la Unión Europea, una confederación novedosa cuyo propio futuro está en peligro al agravarse los conflictos entre los ideólogos de Bruselas que quieren la uniformidad, de ahí el euro, y quienes reclaman más respeto por las diferencias nacionales, fuera destinada a servir de partera del eventual renacimiento argentino, pero sí podría ser capaz de hacerlo la conciencia de que, a menos que el país haga un esfuerzo auténtico por integrarse al mundo desarrollado, las consecuencias serían a buen seguro nefastas. Si bien las dimensiones territoriales y las riquezas que contienen son impresionantes, como unidad económica la Argentina dista de serlo; en su conjunto el país produce menos que Nueva York, una ciudad cuyos habitantes nunca soñarían con vivir exclusivamente de lo suyo.
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Para que la Argentina salga de la decadencia ya casi secular en que se ve atrapada, los encargados de gobernarla tendrán que superar los obstáculos que fueron erigidos por un sinfín de grupos vinculados con intereses creados. No les será fácil. Tanto ha sido el poder de persuasión de los lobbies corporativos que se las han arreglado para encorsetar el país en un chaleco de fuerza sumamente rígido que hoy en día es uno de los menos competitivos del mundo occidental.
El proteccionismo instintivo afecta no sólo al comercio internacional, renglón en que, dicen, los únicos países más cerrados son Sudán y Nigeria, sino también a la relación entre los distintos sectores internos. Aun cuando tales grupos no hayan querido paralizar la Argentina para que sea incapaz de progresar como han hecho otros países de raíces culturales parecidas, han disfrutado de tanto éxito en sus esfuerzos por acumular privilegios de diverso tipo que es lo que han hecho.
Hasta ahora, todos los intentos de desmantelar las trabas que impiden el desarrollo han fracasado. Los defensores de lo que para ellos es un statu quo satisfactorio confiarían en seguir frustrando a los reformistas si no fuera por la conciencia cada vez más difundida de que, cuando uno dice que el “modelo” es inviable, ello quiere decir que dentro de poco se desplomará por completo.
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Tal vez sobreviviría por algunos años más si el resto del mundo se negara a cambiar, pero no hay señales de que algo así esté por suceder. Por el contrario, todo hace prever que China y Estados Unidos continuarán haciéndose más competitivos y que los europeos, japoneses, coreanos del sur, israelíes y otros asegurarán que la irrefrenable revolución tecnológica que está en marcha siga modificando drásticamente los procesos productivos. Mal que a muchos les pese, no habrá forma de bajarse de la carrera frenética que se ha desatado.
Por fortuna, la Argentina tiene ciertas ventajas que envidiarían otros países en una situación similar. Además del campo y Vaca Muerta, hay muchas personas que en términos culturales se asemejan a sus contemporáneas del mundo desarrollado. Con todo, quienes se suponen capaces de prosperar en un país más competitivo tendrán que vencer la resistencia muy fuerte de tradicionalistas apoyados por una parte sustancial de la población. Para hacerlo, requerirían contar con un relato que sirva para que la gente tenga la sensación de que, por fin, el país está avanzando a paso firme hacia un objetivo bien claro, y que les corresponde a todos colaborar con los esfuerzos por adecuar las reglas y practicas aún vigentes a las de sociedades, en este caso las de Europa occidental, que, como la española, ya han dejado atrás el conservadurismo extremo que hasta hace poco las había caracterizado.
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