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Un concurso de estilistas (más o menos barrial) se enfrenta al hecho de que uno de ellos ha sido asesinado de manera bastante horrible. A partir de allí, la película cuenta la historia de una comunidad completa, con sus altas y sus bajas, siempre en un tono de humor que remite un poco a la clase B pero que, en general, se aleja de “lo policial” para bucear más en una especie de costumbrismo.
La regla es pintar la aldea para volverla universal, y para eso todo está filmado en lo que aparenta ser un solo plano sin cortes: la cámara bucea entre los personajes para detenerse en lo que resulta pertinente a ese mundo mucho más que al “misterio” que funciona como excusa.
Una película original no tanto por las elecciones formales (que también lo son) sino por la combinación de ellas para generar un lazo con el espectador. De la clase de películas que se estrenan cada vez con menos frecuencia porque -hay que decirlo- también se hacen con menos frecuencia.
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