La industria de la indumentaria representa una actividad emblemática en el mundo y en nuestro país. Junto a la industria textil, a la que se halla productiva e históricamente vinculada, ha sido simultáneamente una de las fundantes de la revolución tecnológica y económica operada en Europa en el SXIX, y un símbolo de las luchas obreras como la de aquel 8 de marzo de 1857 en que las mujeres costureras de New York pasaron a la historia luego de una brutal represión policial. Es además una industria con sus propios mártires, como las casi 150 trabajadoras (casi todas mujeres inmigrantes) que en 1911 murieron bajo fuego en la “Triangle Shirtwaist” neoyorkina; las más de 1.100 que perecieron en el derrumbe de Rana Plaza en Bangladesh en 2013 o los 6 niños y mujeres del taller de calle Viale que fallecieron en Caballito (Buenos Aires) en 2006.
En Argentina la industria de confección es además, un emblema de los problemas estructurales de la industria nacional y también del ascenso y el fracaso de las políticas públicas en cada uno de sus recurrentes ciclos económicos. Desde las máquinas de coser distribuidas por la Fundación Eva Perón hasta los actuales talleres clandestinos, oscilando entre la sustitución de importaciones y las periódicas aperturas comerciales liberalizadoras, los distintos actores productivos y el Estado han conducido a esta actividad hasta la situación presente: una industria fragmentada, deslocalizada y en vilo frente a la competencia internacional, que emplea a unos 150.000 trabajadores (la industria que genera más puestos laborales), de los cuales aproximadamente un 70% son trabajadores o emprendedores informales con trabajos de baja calidad.
Si bien las condiciones de trabajo de quienes hacen nuestra ropa suelen emerger esporádicamente en la agenda pública en forma de hechos aislados y con culpables directos identificables, la realidad es mucho más compleja y estructural, extendiéndose a todos los segmentos de la industria. Así es posible reconocer, por ejemplo, como una constante del sector sus altos niveles de intensidad laboral, con largas jornadas (a veces de más de 12 horas) y alta presión para producir, en particular en los meses de mayor demanda. Lo demuestran por ejemplo los estudios de Ariel Lieutier y Carla Degliantoni (2020) y Paula Salgado (2020) estimando que en los talleres “formales” sólo 60% de los trabajadores tienen una jornada laboral normal, mientras que entre los no registrados esto sucede sólo para el 30% de los costureros (razón por la cual suele denominarse a estas unidades productivas como "talleres del sudor").
Desde el punto de vista de los ingresos, el salario básico del sector formal se ubica siempre en el país entre los dos más bajos de la industria, representando apenas un 60% del promedio industrial. Esta cifra es menor para los trabajadores no registrados lo que genera que aproximadamente la mitad tengan ingresos inferiores al salario mínimo. Esto se relaciona a su vez con la forma de efectuar el pago, ya que usualmente implica el trabajo a destajo, y en situaciones extremas, como lo señala la investigación de Ayelén Arcos (2020), la retribución se hace con vales o especies, e incluso a cuenta de brindar alojamiento y servicios.
A todo esto hay que agregar otras condiciones laborales vinculadas a la salud y la seguridad, como las señaladas por Antonella Delmonte (2020): mala iluminación, equipamiento no ergonómico que con el tiempo genera problemas en la columna y las extremidades, cableados eléctricos en malas condiciones, hacinamiento y ausencia de medidas para prevenir y apagar incendios.
Todas estas situaciones se ven facilitadas por estar inmersas en una trama productiva conformada por complejas redes de subcontratación. Las marcas, verdaderos fabricantes sin fábricas, apelan a la tercerización laboral como herramienta que apunta a debilitar a los trabajadores del sector para poder así reducir costos de contratación. Se han relevado casos de empresas con más de 40 proveedores directos, los que a su vez, suelen derivar parte de su producción a talleres más pequeños o costureros domiciliarios. Tanto la Ley de Contrato de Trabajo (20.744) como la ley de Trabajo a Domicilio (12.713) que constituyen garantías mínimas a los derechos laborales, se vuelven así de difícil aplicación para identificar y sancionar a los máximos responsables de la informalidad y de las condiciones de trabajo -y de vida- en los “talleres clandestinos”. Más aún, desde las denuncias penales iniciadas por el incendio del taller de la calle Viale, las cámaras empresariales insisten en la necesidad de “aggiornar esta ley a la realidad actual”, lo que en la práctica implicaría desligarse totalmente de la responsabilidad por las condiciones de trabajo en los talleres y fábricas a los que subcontratan.
El tema aumenta su relevancia además, frente a la existencia de recientes iniciativas (como las de la gestión nacional 2015-2019) que relajaron los controles a la informalidad, que intentaron utilizar a este sector como laboratorio de políticas de flexibilización laboral (como el banco de horas y el fondo de desempleo) y que entendieron que una mayor formalización de la mano de obra sólo se lograría a través de la disminución de los costos laborales y la legitimación de las condiciones aquí resumidas.
Si bien esta problemática ha atraído la atención de distintos especialistas, diseñadores de política y académicos, puede decirse que el sector no ha recibido una atención proporcional a su relevancia, y que los conocimientos sobre esta industria son parciales y fragmentarios. En primer lugar, porque tanto los estudios realizados a partir de información estadística agregada como las investigaciones cualitativas, no permiten entender las vinculaciones que se dan entre todos los fenómenos analizados y pensarlos de modo estructural. De hecho, al partir de diferentes fuentes de información, con frecuencia llevan a conclusiones divergentes. En segundo lugar, porque los análisis y el debate público se caracterizan por un marcado sesgo entre quienes promueven la apertura comercial y quienes recomiendan la protección del mercado interno. Los primeros consideran que esta industria es inviable en su estado actual, y que precisa entonces de una profunda reconversión, sin explicar qué debe hacerse con los cientos de miles de puestos de trabajo que hoy se ocupan. Los segundos, en cambio, no logran explicar cómo luego de una década de políticas activas, las mejoras en el nivel de actividad, la generación de valor y la recuperación del empleo asalariado no han sido suficientes para modificar las cifras de empleo no registrado, la baja calidad de los puestos de trabajo y la desigualdad de una cadena productiva en la que conviven el mundo glamoroso de la moda con la clandestinidad y la reducción a la servidumbre.
La dimensión de todos estos problemas citados y su larga trayectoria acumulativa no admiten análisis simplistas, ni tampoco el ocultamiento de las contradicciones en las que habitualmente se incurre en los discursos sobre el sector. Si se quieren elaborar respuestas para estos complejos problemas que tiene la actividad, se hace necesario explorar por tanto las múltiples dimensiones que atraviesan su trama de actores, relaciones y procesos y trascender las perspectivas de corto plazo para reflexionar sobre las problemáticas estructurales que atraviesan a nuestro desarrollo industrial.
Cómo funciona la industria de la confección
La industria de indumentaria está marcada por una fuerte prociclicidad, lo que la vuelve extremadamente dependiente de la evolución de la demanda agregada, sufriendo como pocas las caídas en el consumo que han caracterizado a distintos períodos recesivos como el que se dio entre los años 1996- 2002, o entre 2015-2019. El “habitus” (disposiciones) desarrollado por los agentes económicos a lo largo de esta cambiante historia productiva, sumada a la estructura “flexible” de la cadena, explica que en estas situaciones los empresarios encuentren mayores incentivos y oportunidades para reemplazar la mano de obra local por la importación.
Es por esta razón que una liberalización del comercio, eliminando las barreras arancelarias y para-arancelarias a las importaciones, tendría como primer consecuencia la pérdida de empleo en los eslabones más frágiles de la cadena (talleres, costureros domiciliarios) y en una segunda etapa también de los fabricantes (quienes no suelen ser siempre conscientes de su colaboración con esta consecuencia). Esta dinámica puede comprobarse fácilmente al observar lo ocurrido en otros países productores y existen sobrados motivos para pensar que en el contexto internacional actual este escenario se vuelve aún más probable. También puede verse una muestra de este efecto en Argentina, ya que desde 2016 la combinación de la apertura inicial de las importaciones y la baja del poder adquisitivo generaron no sólo la disminución del empleo y el cierre de unidades productivas, sino el desplazamiento del consumo hacia otros actores, como los supermercados, quienes en su mayoría comercializan prendas importadas de bajo costo y bajo valor simbólico.
El discurso que suele naturalizar estas reglas de juego y promueve de esta forma la desindustrialización al considerar a esta actividad como poco competitiva posee muchos adherentes, pero oculta diversos problemas que pueden señalarse con datos empíricos provenientes en muchos casos de los modelos productivos a los que se suele poner como ejemplo. El primer aspecto que merece cuestionarse es el de la legitimidad de la “competencia” a la que se enfrenta esta industria, algo que suele minimizarse o enmascararse con frecuencia. Sólo puede explicarse como una consecuencia de una adhesión convencida o forzada a las reglas de la nueva división internacional del trabajo impuesta por los países centrales, que un país que garantiza legalmente ciertos derechos básicos a sus trabajadores admita como justa la competencia de productos que según los organismos internacionales competentes son elaborados bajo estándares que serían inadmisibles localmente. La producción global hoy se encuentra en países donde no sólo hay salarios bajos o economías de escala, sino donde el capital minimiza el riesgo de que se interrumpan las cadenas de suministro limitando la movilización y organización de los trabajadores. Así, al importar prendas de estos países aceptamos regímenes de control laboral y restricciones en la libertad sindical por el control de partido único (como Vietnam o China) o donde existen múltiples violaciones a los derechos laborales mediante el uso de la intimidación y la violencia por parte de los empleadores (como Honduras, El Salvador o Colombia) (Anner, 2015). En muchos de estos países los costureros han sido apresados durante las huelgas organizadas para reclamar mejoras salariales e incluso muchos han sido asesinados durante su represión, como los 5 trabajadores camboyanos en 2014 o el trabajador bengalí muerto en enero de 2019. También importamos prendas de regímenes donde el control se ejerce por el alto desempleo y los bajos salarios que se encuentran muy por debajo de las necesidades básicas de un hogar (en Etiopía, una de las nuevas estrellas de la industria, los trabajadores pueden llegar a obtener US$ 25 mensuales de salario mínimo).
Si bien han existido numerosas iniciativas privadas encaradas desde la filosofía de la responsabilidad social empresaria, el monitoreo unilateral ha demostrado no ser suficiente para regular estos procesos. Es indudable por tanto que los Estados deben tener una presencia activa en este punto, no sólo dentro de su jurisdicción sino también impulsando la incorporación de cláusulas de protección de los derechos laborales en los acuerdos comerciales internacionales (una alternativa sobre la que ya existen antecedentes en el sector). Por cierto, esto es no sólo algo reprochable para los Estados, sino también para los consumidores que merced al proceso de “fetichización” largamente estudiado son capaces de separar el acto de compra de una “buena oferta”, de las condiciones de producción a las que probablemente considerarían inaceptables (como se observa en muchas campañas globales orientadas a mejorar las prácticas de los consumidores).
Además de ser una competencia claramente injusta en términos éticos, un segundo aspecto se relaciona con el impacto directo que genera en el empleo local y en especial en poblaciones particularmente vulnerables (sobre todo mujeres pobres y migrantes) que han sido históricamente la fuerza de trabajo de esta industria. En Argentina este sector es el más relevante de toda la industria en términos de empleo y, en general, quienes abogan por que el país se especialice en actividades para las que existen “ventajas comparativas” suelen plantear que la solución al desempleo se encuentra en la “reconversión” de la fuerza laboral ocupada en esta actividad. Para contrastar este argumento, resulta interesante observar el efecto ocurrido en otros países que ya han pasado por la destrucción de su industria de indumentaria, en los que, aún con políticas específicas, esta reconversión no resulta más que un término eufemístico para denominar el desempleo y la precarización de los trabajadores ocupados (como puede observarse por ejemplo a partir de la “Displaced Workers Survey” de Estados Unidos).
Finalmente, el proceso de destrucción de la industria, además de sus consecuencias de corto plazo, tiene otros efectos que también suelen minimizarse entre quienes desconocen que en la economía no todas las decisiones son “reversibles”. Si es dificultosa la reconversión de los individuos, mucho más lo es en el caso de las capacidades organizacionales de los eslabones que se pierden en una cadena productiva. Esto sucedió, por ejemplo, en la década de 1990, cuando no sólo se consolidó el régimen sociotécnico actual sino que además se perdieron eslabones fundamentales como la producción de ciertos insumos (telas, hilos, etc.) y también la fabricación de bienes de capital. Un caso notable es justamente el de las máquinas de coser: a los inicios de la década de 1950 había diez empresas que las fabricaban (Gardini, Talleres Metalúrgicos San Francisco, Establecimientos Sequenza, Necchi Argentina, entre otros), la mayoría de las cuales desaparecieron en la década de 1970 y cuya última representante Macoser SA (que comenzó fabricando sus propias máquinas y en los 80s se hizo representante de Singer), dejó de hacerlo en 2019 (Girbal-Blacha, 2006).
Una consecuencia adicional de esta desaparición de empresas en diversos eslabones de la cadena, es el consiguiente aumento de la dependencia tecnológica. Si no fuera posible o deseable recomponer estos segmentos productivos, hay que aceptar que esto vuelve más compleja la administración de las variables relacionadas con el comercio internacional (política arancelaria, tipo de cambio, etc.) obligando a balancear de manera inteligente la protección de los productos finales con la apertura frente a los intermedios.
Todos los argumentos expuestos hasta aquí, revelan que en un escenario macroeconómico como el actual, y siempre que no se generen cambios radicales en la tecnología o en el consumo (que podrían modificar el sistema sociotécnico), la importancia que este sector tiene en términos de empleo requiere de medidas capaces de sostener la demanda interna, promover el surgimiento de fabricantes de insumos y una política inteligente de protección frente a las importaciones.
No obstante, estas iniciativas son necesarias pero no suficientes para generar un proceso genuino de desarrollo industrial. Una prueba cabal de estas limitaciones de las políticas macroeconómicas señaladas es lo sucedido en el país en la posconvertibilidad. En efecto, la combinación de ambas estrategias (aumento de consumo, medidas de protección selectiva) lograron reactivar la producción nacional de indumentaria, pero no generaron impactos relevantes en aspectos como su capacidad exportadora, su dependencia tecnológica, la mejor distribución de los ingresos (concentrados en un grupo de agentes proveedores de insumos, grandes marcas, sectores comerciales y financieros) o la mejora de la calidad del trabajo en la cadena (Schorr, 2013).
Una de las hipótesis que sostenemos aquí es que esto ha sucedido porque entre 2003 y 2015 hubo probablemente una confianza excesiva en los efectos de la política macroeconómica, sumada a la ausencia o a las limitaciones de las políticas a nivel mesoeconómico. Así el sector creció, pero sin modificar aspectos estructurales de su régimen sociotécnico (en particular aspectos claves como la desarticulación productiva o la debilidad de las instituciones colectivas) ni desplegar su potencial innovador en aquellos segmentos que podían hacerlo. De este modo, no sólo no se avanzó en la mejora de los problemas señalados, sino que la consolidación del régimen sociotécnico dominante generó un reforzamiento de su sistema productivo y la reproducción de sus consecuencias negativas.
Probablemente por esta concepción limitada, incluso en el período citado no puede decirse que haya habido una política integral de desarrollo industrial sino más bien un conglomerado heterogéneo y no siempre coherente y articulado de programas e iniciativas públicas y privadas. Por ello, dado que la fragmentación y desarticulación es uno de los problemas del sector, pero también lo es para las políticas y programas de apoyo, un primer lineamiento para las mismas debería incluir la constitución de espacios multiactorales institucionalizados que permitan articular y orientar los distintos programas e iniciativas, tanto a nivel nacional como territorial. Estos espacios deberían incluir a las principales agencias del Estado pero también a representantes de los trabajadores y de los distintos segmentos que conforman la industria y deberían tener como objetivo diseñar y evaluar estrategias de desarrollo de mediano y largo plazo.
Estas líneas de acción podrían encontrarse con grandes barreras, pues algunas implican cambios radicales que requieren de una fuerte voluntad política para enfrentar sus costos. Sin embargo, cambiar una situación estructural como la descripta y orientarla en una senda de genuino desarrollo industrial con trabajo decente, requiere de medidas multidimensionales y multiactorales decisivas. Creemos que una actividad emblemática como esta, por su contribución a la generación de empleo y a la satisfacción de necesidades básicas de la población, pero también por su potencial para el desarrollo de la creatividad, el diseño y la innovación, así lo merecen.
-Andrés Matta es doctor en Ciencias Económicas, docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba. Jerónimo Montero Bressán es doctor en Geografía, investigador y docente. Son compiladores del libro “¿Quién hace tu ropa? Estudios sobre la industria de la indumentaria en Argentina” (Prometeo).
por Andrés Matta y Jerónimo Montero Bressán
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