Pudo sonar a advertencia, pero la súbita escasez de combustibles es un fiel reflejo de que las esperanza de poder llegar a las elecciones con las principales variables macroeconómicas relativamente controladas no acusó recibo. La razón esgrimida por los estacioneros es que luego del virtual congelamiento posterior a las PASO y la suba del valor mayorista (casi 20% más caro que el que accede el usuario particular en las estaciones de servicio), se produce un desfasaje y genera escasez de ciertos productos (nafta súper y gasoil) en algunas zonas. En realidad, no podría haber una figura más adecuada para diagnosticar la suerte del esquema de controles y transferencias que el Gobierno puso en marcha para poder arribar a las elecciones con una sensación de normalidad. El “Plan Llegar” se quedó sin combustible.
Alertas. El tablero de control hace rato venía mostrando señales de peligro. Cómo no podía ser de otra manera, las dos variables íntimamente conectadas entre sí mostraron las señales de agotamiento del plan. La devaluación a horas de las elecciones de agosto sólo reflejó el retraso del dólar comercial con relación a los financieros, generados por la segmentación del mercado y la proliferación de cepos. Pero disparó el precio de los alimentos y otros productos con más sensibilidad con el tipo de cambio, que se reflejó en el 12,4% de aumento del IPC para agosto y un arrastre posterior de 5% para septiembre. Los analistas privados estimaron que en septiembre la inflación minorista fue del 11% (C&T Asesores Económicos) pero que el precio de los alimentos volvió a estar por encima del promedio, como también el índice mayorista.
En su Relevamiento de Precios Minoristas (RPM), la consultora Eco Go estimó para septiembre una variación mensual del 11% y 12,9% para Alimentos y bebidas. “Los alimentos consumidos dentro del hogar mostraron este mes un incremento de 12,7%, mientras que los consumidos fuera del hogar se ubicaron por encima con un aumento de 13,8%. Así, en los últimos 12 meses acumulan alzas de 143,3% y 170,5% respectivamente y dejan un arrastre para el mes de octubre de 2,6%”, señala.
Esta efervescencia se verificó a pesar de la multiplicación de controles, acuerdos sectoriales y la continuidad de seguir pisando, sobre todo, un tipo de cambio oficial, cada vez más alejado de los libres y financieros.
Precisamente, las expectativas de una devaluación futura que el mercado juzga inevitable en la medida que el tipo de cambio del “Mercado único y libre de cambios” (MULC) sigue de atrás a la inflación: la devaluación del 22% del 14 de agosto se ya se consumió antes que terminara septiembre. A partir de este mes, la pregunta vuelve a ser cuándo el Gobierno deberá devaluar nuevamente, ya no para ganar competitividad sino para no perderla. Los sucesivos planes de estímulo a las exportaciones con un dólar más alto o quitándole las retenciones que persistían, trajeron algo de oxígeno a las menguadas reservas del Banco Central pero también está dando señales de agotamiento.
El otro gran indicador, una vez más, es el dólar. Si para fin de septiembre los tipos financieros y libres (contado con liquidación -CCL- y blue) ya pasaban los $800 ($830 para el CCL), resultaba más alto, incluso del dólar de la salida de la convertibilidad (otoño de 2002) que según el cálculo del economista Fernando Marull era un valor actualizado de $776. Pero la primera semana de octubre se escapó y la pregunta hipotética ya empieza a tener forma de meme: ¿cuándo el dólar valdrá $1.000? A nadie le extrañaba que fuera a fin de año, pero ahora con el CCL por encima de los $900 no se descarta que roce ese valor antes de las elecciones generales del 22 de octubre. Al respecto, el economista Martín Rapetti, director ejecutivo de la consultora Equilibra, no dudó: “bajo incertidumbre electoral y con un gobierno sin capacidad de anclar expectativas, forzar una devaluación sólo iba a acelerar la inflación sin generar mejoras del tipo de cambio real. Un mes duró”.
Secuencia. Por si acaso, el Banco Mundial ya cambió las perspectivas de la economía argentina que había realizado hace unos meses: informó que el país registrará una recesión del -2,5% este año (antes era -2%) pero logrará tener un rebote del 2,8% (antes, 2,3%) en 2024. La aguda sequía aplastó la última campaña agrícola con mermas de hasta 50% en los saldos exportables y quitó a las ya escasas reservas del BCRA US$20.000 millones que forzaron la continuidad de cepos, motorizaron los swaps con China y abrieron las puertas de cuando organismo internacional tuviera algún dólar para prestar.
Para el economista Esteban Domecq, presidente de Invecq, los indicadores de fin de septiembre (brecha del 135% con el dólar financiero, US$ 900 millones de perdida de reservas netas, un riesgo país 20% más alto que en agosto, 10% de caída en los bonos dolarizados y 14% menos en el caso de las acciones en pesos) no hizo más que reflejar la huida masiva del peso y la búsqueda de refugio financiero con la dolarización generalizada de carteras. “El descontrol fiscal del Plan Platita que activaron post PASO, en un contexto de desborde monetario (por emisión fiscal y cuasifiscal), falta de dólares y de extrema incertidumbre política, agravado por propuestas inconsistentes y desestabilizantes, profundizó la crisis de confianza y derivó en una búsqueda de refugio desesperada”, explica.
Con las elecciones en el medio y sin poder de fuego, el Gobierno para no herir de muerte las chances de su candidato presidencial, anunció que postergará para fin de mes los pagos al organismo, unificándolos. Es decir, con el resultado en y la próxima hoja de ruta política en la mano. La otra solución, nada original en el manual de crisis cambiarias argentinas, es el de realizar operativos en las “cuevas” y extrabursátiles del microcentro. Un remedio ochentoso sólo efectivo por una jornada y para la tribuna electoral.
El tesoro incaico. En este contexto no pasaron desapercibidas dos hechos. El primero, el anuncio del ministro-candidato durante el primer debate presidencial que lanzaría como parte de su política (presidencial) de estabilidad monetaria del “peso digital”. Sin mucha más precisión que un anuncio de campaña, la especie tuvo su propia derrota dialéctica cuando se lo linkeó con el intento fallido del régimen chavista de establecer su propia criptomoneda, el Petro, que terminó languideciendo, justamente por la poca fiabilidad que el mercado le dispensaba a la autoridad económica venezolana para respaldarla. Además, sonó como una ironía que el mismo ministro que tiene que convivir con un dólar desbocado y dice rechazar la dolarización, abrace una moneda que en realidad, oficia de salvavidas del peso pero que obligaría a lo que no pudo, no quiso o no supo la gestión Guzmán-Massa: no usar al Central como caja propia.
Horas más tarde, durante el Coloquio Anual de IDEA, la estrella de la reunión fue el presidente del Banco Central de Perú, Julio Velarde, que no hizo más que recordar la política llevada a cabo por el organismo que preside, desde hace un cuarto de siglo que resume en cuatro prohibiciones que le marcan la cancha sin discusión: 1) financiar al Tesoro; 2) desdoblar el tipo de cambio 3) comprar bonos del Estado más allá del límite fijado y 4) establecer parámetros para que los bancos presten dinero a determinados sectores por sobre otros. Esta receta básica en un país que es vecino y que tiene la mayor tasa de inestabilidad política de la región. Lo esencial, esta vez, sí es visible.
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