Como en la clásica comedia de Hollywood protagonizada por Bill Murray, todos padecemos cada mañana de cuarentena la sensación de vivir atrapados en un eterno Día de la Marmota. Todo igual, a pesar de nuestros cándidos esfuerzos por cambiar el rumbo de las cosas. Esa maldición de repetir, a desgano y forzados por el Coronavirus, una cotidianeidad calcada de la anterior, sin chance de progreso, también infecta al Gobierno.
“No somos ladrones ni corruptos”, aclaró ayer el Presidente, fastidiado por el dejá vu de tener que explicarle a una sociedad insomne y encerrada que la corrupción kirchnerista no-es-tan-así. Justamente Alberto Fernández, cuyo avatar digital pasado no puede dejar de repetir, en el archivo impiadoso de Youtube que reproduce sus entrevistas de cuando estaba peleado con Cristina Fernández, sus sospechas sobre el rol de Amado Boudou en el caso Ciccone, la falta de confiabilidad de las estadísticas K, el descontrolado manejo monetario del cristinismo, y así infinitamente. Todo pasado K está hablando del presente y viceversa, en un caos marmotero que explica las marchas y contramarchas oficiales durante el limbo de una cuarentena sin fecha ni mapa confiable de salida.
A pesar de todos los optimistas que pregonan los cambios irreversibles y revolucionarios que inducirá el Covid-19 en el país y el resto del planeta, la Argentina se parece cada vez más a sí misma, y el kirchnerismo cada vez más a lo peor de sí mismo, a medida que la pandemia se apodera del calendario oficial. Máximo Kirchner y los suyos lanzan proyectos improvisados al aire para redistribuir la riqueza atacándola, justo cuando el mundo trata de sostener el clima de negocios para no caer en una depresión peor que la de 1930. La paradoja de la Argentina marmota es que la familia evangelizadora a favor del Estado solidario y en contra el dominio de los ricos es la misma a la que le encuentraron millones de dólares encanutados en cajas de seguridad, y cuyos funcionarios revolearon bolsos millonarios, nunca en pesos argentinos, siempre en divisa del Imperio.
La misma jefa espiritual del actual gobierno, al que le toca liderar el mayor salvataje sanitario y acaso económico del último siglo, es la que alguna vez contestó que su fortuna personal se debía a su carrera como “abogada exitosa”, en una reivindicación de la actividad privada hiperrentable (el comienzo de ella, bajo una dictadura cívico-militar) que contrasta con la euforia estatal que envuelve a la feligresía cristinista. Por otra parte, la propia Cristina estableció la doctrina que recuerda que para que un funcionario reciba coima, hay un empresario que la paga: lo mismo aplicaría hoy pero al revés, siguiendo esa lógica implacable, para cada caso de sobreprecios que sale a la luz pública en la catarata de compras estatales que impone el Coronavirus.
Resulta confuso ver a la mitad de los funcionarios K luchando por controlar la dinámica de precios y a la otra mitad justificando sus compras caras apelando a la lógica sofisticada de los mecanismos de mercado. Esa ambigüedad se refleja en la dicotomía que ralenta la toma de decisiones en el Gabinete, por la división entre los que privilegian el cuidado de la salud o el de la economía. Una trampa de negacionismos mutuos que se contagia al resto de la sociedad, que a su vez contagia al Gobierno peronista, demasiado confiado en sus históricos anticuerpos para asimilar el virus de la contradicción permanente.
La plasticidad ideológica del peronismo, que nunca decide si es de derecha o de izquierda, turbocapitalista o combatiendo al capital, se muestra eficaz en ciertas crisis que otros sectores no pueden manejar. Pero también hay antecedentes de crisis en las que la esencial indefinición peronista resultó catastrófica para toda la sociedad argentina. El virus que se ensaña con nuestro lado vulnerable vino a la Argentina quizá no para cambiar las cosas, sino simplemente para potenciar lo que siempre fuimos, marmotas en estado de emergencia eterna, con errores, imprevisiones, impuestos, decretos, leyes y medidas de excepción. Solo por hoy.
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