Thursday 28 de March, 2024

EN LA MIRA DE NOTICIAS | 30-04-2022 00:40

La política en tiempos de desilusión

El fracaso de las utopías que hombres y mujeres procuraron construir en el transcurso del siglo pasado está en la raíz del escepticismo que afecta a las sociedades de origen europeo.

Felizmente para Emmanuel Macron, la ultraizquierda gala, que lo desprecia por ser a su entender un elitista soberbio que es congénitamente incapaz de simpatizar con el grueso de sus compatriotas, lo cree menos peligroso que la chovinista Marine Le Pen que, a pesar de todos sus esfuerzos, no ha podido librarse del epíteto “ultraderechista” que a buen seguro la acompañará hasta el fin de sus días. Irónicamente, su reputación en tal sentido se debe en buena medida a su aversión al islam, un culto religioso que es tan resueltamente conservador que, según las pautas habituales, es más “derechista” que cualquier organización política occidental.

Sea como fuere, llama la atención que, hace apenas una generación, la mayor parte de la clientela electoral de Le Pen, que obtuvo más del 40 por ciento de los votos, hubiera optado casi automáticamente por un comunista o socialista. Parecería que en Francia y otros países europeos está repitiéndose lo que sucedió hace muchos años en la Argentina cuando la clase obrera optó por lo que en aquel entonces se suponía era un movimiento decididamente derechista.

De no haber sido por la ayuda proporcionada a Macron por el trotskista JeanLuc Mélenchon, un personaje que según los geómetras ideológicos ocupa un lugar tan alejado del “centro” como Le Pen, si bien a otro extremo del espectro, pudo haber sido diferente el resultado de la segunda vuelta electoral en que el presidente fue reelecto por un margen más que satisfactorio. En Francia, la mayoría está harta del statu quo. Lo mismo que tantos otros europeos, para no hablar de norteamericanos y latinoamericanos, incluyendo a los argentinos, son muchísimos que quieren algo diferente, pero no hay consenso alguno sobre cómo debería ser la alternativa al orden existente.

La aparente imposibilidad de concebir un modelo que, además de reflejar los deseos mayoritarios más razonables, sea capaz de perpetuarse en una época tan cambiadiza y tan exigente como la actual, ha hecho de la política una actividad esencialmente negativa. Ya no hay proyectos positivos como los de antes, cuando para decenas de millones de personas esquemas elaborados por generaciones de intelectuales llegaron a importar más que la vida misma. El fracaso terrible de las utopías que tantos hombres y mujeres procuraron construir en el transcurso del siglo pasado está en la raíz del escepticismo corrosivo que afecta a todas las sociedades de origen europeo. Casi siempre es cuestión del mal menor.

He aquí un motivo por el cual lo que están haciendo los ucranianos ha tenido un impacto tan fuerte en le imaginación occidental. Puede que, como muchos han señalado, sea anacrónico el espectáculo que está brindando un pueblo que lucha con heroísmo por valores como la libertad, la soberanía nacional y la democracia, pero a muchos les hace recordar tiempos en que parecía tener sentido sacrificarse en aras de ideales elevados.

Para los políticos que toman en serio su oficio, el que las ideologías bien definidas hayan perdido su poder de atracción es un problema muy grande. Algunos, entre ellos Macron, hacen cuanto pueden para manejar las protestas de quienes se sienten abandonados a su suerte. Tratan de contenerlas. Otros, como Donald Trump y, desde luego, Cristina Fernández de Kirchner, se erigen en tribunos del pueblo a fin de aprovechar el malestar generalizado por suponer que les sería una fuente casi inagotable de votos, pero los populistas que obran así corren el riesgo de que, luego de protagonizar una etapa de euforia, se vean convertidos en blancos de quienes están reclamando cambios tan profundos como difusos que no están en condiciones de consolidar.

Para tener éxito, dirigentes como Macron que quieren conservar el sistema imperante necesitan mantener divididos a quienes amenazan con dinamitarlo. En su caso, lo ha hecho impulsando algunas reformas económicas que podrían servir para aplacar a los ya pobres (el 14%, según las cifras oficiales) y a los muchos que temen por el futuro propio, mientras que, frente al desafío supuesto por el islamismo militante, ha hablado con un grado de vehemencia digno de Le Pen y el aún más combativo “ultraderechista” Eric Zemmour, del peligro secesionista que a su juicio plantea merced a las dimensiones imponentes que han alcanzado las comunidades musulmanas en su país. Es una variante de la estrategia de “triangulación” que aplicaron con éxito hace un cuarto de siglo políticos como Bill Clinton y Tony Blair con el propósito de conformar a izquierdistas y derechistas por igual.

Para los partidos tradicionales franceses, el socialista y el gaullista que, antes de la irrupción de Macron en 2017, se habían alternado en el poder a partir de la Segunda Guerra Mundial, el proceso electoral fue un desastre sin atenuantes. En la primera vuelta, ni siquiera consiguieron los votos suficientes como para asegurar que el Estado cubriera los gastos de campaña; están en bancarrota no sólo intelectualmente sino también financieramente.

Aunque en las fases finales de la campaña Macron sí intentó hacer creer al electorado de que realmente le preocupaban los problemas de la gente común, nadie ignora que le interesa mucho más la política internacional que los engorrosos detalles locales. Puesto que Angela Merkel se ha jubilado, se ve como el líder natural de Europa en una época sumamente difícil. A su manera, es tan nacionalista como Le Pen, pero a diferencia de ella le importa mucho más el papel de su país -es decir, de él mismo- en el gran drama mundial que los asuntos meramente internos. Como es natural, sus pretensiones en tal sentido molestan a los que las atribuyen a su vanidad “jupiteriana” y esperan verlo tropezar.

En opinión de muchos europeos y norteamericanos, Macron ha estado demasiado dispuesto a “comprender” a Vladimir Putin por motivos que podrían calificarse de geopolíticos, ya que se resiste a dar por perdido el sueño de agregar Rusia a la Unión Europea para que sea una superpotencia que se extienda desde Vladivostok hasta Lisboa y por lo tanto podría eclipsar a Estados Unidos y China. Antes de las elecciones, voceros ucranianos se quejaron de su supuesta cercanía a Putin hasta que les avisaron que todos los demás candidatos significan tes, personajes como Le Pen, Zemmour y Mélenchon, estaban aún más dispuestos a congraciarse con el ruso y, en algunos casos, dependían directamente del “oro de Moscú” y de otros beneficios que podrían darles los operadores propagandísticos del Kremlin.

El que Macron sea un internacionalista nato, un “hombre de Davos” que da por descontado que hay que adaptarse a los cambios políticos, económicos y tecnológicos que hasta ayer no más esta ban haciendo del mundo un solo mercado gigantesco, lo ha perjudicado mucho en el frente interno, ya que a juzgar por los resultados de la primera vuelta del proceso electoral, a la mayoría de sus compatriotas no le gusta para nada lo que está ocurriendo. Huelga decir que los franceses no son los únicos que están reclamando un cambio de rumbo drástico. En todas partes, la brecha creciente entre los cada vez menos que están en condiciones de sacar ventaja de la globalización y los que han visto caer o, a lo mejor, estancarse su propio nivel de vida, está obligando a los políticos a modificar sus puntos de vista. Bien que mal, la globalización ha dejado de parecer inevitable.

Debido primero a la pandemia y, últimamente, al intento de Putin de apoderarse de Ucrania como el primer paso en la reconstrucción del imperio zarista, muchos gobiernos se sienten alarmados por las consecuencias sociales del proceso de desindustrialización que fue impulsada por la idea de que todos se beneficiarían si China y sus vecinos se encargaran de la producción de bienes materiales y los trabajadores de países occidentales se concentraran en tareas más cerebrales. No se les ocurrió que los chinos no se conformarían por mucho tiempo con el rol humilde que les correspondería, o que se contarían por centenares de millones los occidentales que nunca serían capaces de aportar mucho a “la economía del conocimiento” que se instalaba.

No tardaron en hacerse evidentes los costos humanos de la desindustrialización impulsa - da por las grandes empresas occidentales y por políticos que apreciaban los efectos antiinflacionarios de la abundancia de bienes relativamente baratos hechos en China. Como pudo preverse, la “exportación de empleos” depauperó a una parte sustancial de la vieja clase obrera que perdió terreno frente a las “elites urbanas” que, por un rato, han logrado prosperar gracias a las nuevas tecnologías. Si bien el surgimiento de Trump en Estados Unidos debió haber advertido a los defensores de la globalización que los cambios sociales en marcha tendrían consecuencias políticas contundentes, pocos estaban dispuestos a entender la gravedad de lo que estaba ocurriendo hasta que las dificulta - des ocasionadas por la necesidad de los países desarrollados de importar bienes tan rudimentarios como los barbijos, además de insumos médicos más sofisticados, de China los obligaron a afrontarlas. Asimismo, la dependencia de Alemania, Italia y Austria del petróleo y gas que compran a Rusia impidió que la Unión Europea se solidarizara pronto con Ucrania, como buena parte de su población de los países miembros quisiera.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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