Alberto Fernández está solo. Rodeado de mucha gente, pero aislado. Huésped silencioso de las residencias oficiales, vive más de prestado que nunca, en calidad de “okupa” de la Rosada y Olivos, tal como lo (des)calificó a micrófono abierto una diputada de su propia coalición. Que en realidad, nunca lo fue: esto no es una coalición, es apenas el fideicomiso político de un montón de peronistas a quienes individualmente no les alcanzaba el capital electoral ni para ganarle al menguante Macri. A Cristina Kirchner le faltaba poco, por eso designó a Alberto como fiduciario, que no tenía nada. Su rol sería el de intermediario con el resto de los poderes fácticos. Hoy ya ni eso le queda. ¿Cómo seguir?
No se trata de que haya perdido el poder por un trompazo electoral, porque en realidad nunca llegó a tenerlo. Tanto es así, que él mismo desalentó, desde el principio de su mandato, cualquier amague de su entorno fiel para fundar “el albertismo”. Él sabía o intuía que lo suyo no era el poder real, que ya estaba demasiado tironeado entre los machos y hembras alfa del peronismo rejuntado. Lo suyo era la influencia y, si acaso todo salía mejor de lo esperado, el prestigio, el bronce. Un futuro definitivo sin la estresante necesidad de convencer a todos de su valor en la historia política argentina.
El drama del Presidente es que ya no le sirve a nadie. Los caudillos territoriales del PJ no pueden confiar en él como dique de contención de la vicepresidenta, que dejó claramente por escrito su libre albedrío en el Poder Ejecutivo. Ni siquiera pueden ver ya en Alberto a un veloz mensajero que los comunique con la Jefa, porque el canal de diálogo entre los Fernández está agotado. Para eso está el tercer Fernández, Aníbal, y el ministro que entra y sale a su antojo del palacio presidencial, “Wado” de Pedro. Para la negociación dura con CFK, ni hablar de Alberto de ahora en más: para eso está Juan Manzur, el nuevo indultado forzoso elegido por Cristina para cambiar figuritas con el resto del PJ y, tal vez, para que se convierta en el timonel de facto que atraviese la tormenta que le espera al Gobierno y al país a partir de noviembre, cuando la adrenalina electoral deje paso a la depre de un país oficialmente empobrecido
Para Manzur, la segunda mitad del mandato del Frente de Todos será una prueba de fuego de la que puede salir incinerado, pero también podría convertirse en la gran oportunidad de su vida, esa que estaba esperando desde hace un par de años. En cambio, para Alberto, lo que resta de su mandato sin mando amenaza con volverse el vía crucis de su existencia profesional y acaso personal. Aunque hay que ver: quizás él se las pueda ingeniar para tomarse todo con soda, acompañándose con la guitarra mientras entona canciones de cuna para arrullar al bebé que gestará su querida Fabiola.
¿Le queda alternativa a una jubilación anticipada, paseando por los jardines de Olivos como el personaje encarnado por el genial Peter Sellers, el entrañable Chance Gardiner? Aunque él repita hasta la disfonía que no es un títere de Cristina, la Jefa le ha demostrado, bajo la humillante luz del día, que la vida que ella le dio también se la puede quitar, e incluso se la podría devolver. La cuestión es para qué le sirve Alberto a Cristina a partir de ahora. Difícil que sus servicios de abogado a cargo del sillón de Rivadavia resulten eficaces contra el presunto “Lawfare”, si no lo fueron ni siquiera durante la breve luna de miel del Presidente con la opinión pública. Tampoco le servirá ya a la ex presidenta como escudo para protegerse del descontento de la tribuna propia y la ajena: aunque Alberto esté dispuesto a poner la otra mejilla para encajar los cachetazos dirigidos a Cristina, el truco del cambio de roles quedó desactivado por tanta repetición y desmentidas de la propia interesada.
Siempre queda flotando la fantasiosa posibilidad de que Alberto ensaye su voltereta final y traicione a su titiritera, en un sincericidio televisado y judicializado que acabe con el futuro político de la familia Kirchner. Pero hoy eso es una barata teoría conspirativa en la que ya casi nadie sigue creyendo, salvo la autora de textos letales firmados con un inquietante “Sinceramente”.
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