No es nada frecuente que una decisión personal tomada en circunstancias confusas modifique drásticamente el curso de la historia mundial, pero es lo que ocurrió el 25 de febrero cuando Volodimir Zelenski, que hasta entonces había sido un personaje menor del elenco internacional, dijo a los norteamericanos que querían sacarlo de Kiev, donde corría el riesgo de ser asesinado por un escuadrón de la muerte ruso, que “lo que necesito es municiones, no un aventón”.
De haber optado Zelenski por aprovechar la oferta, otro lo hubiera reemplazado como líder de la resistencia ucraniana, pero la huida del presidente hubiera asestado un golpe enorme a la moral de sus compatriotas y debilitado la cadena de mando, brindando de tal modo a Vladimir Putin la posibilidad de concluir con éxito la “operación militar especial” que había iniciado en a lo sumo un par de semanas, para entonces esperar hasta que se aquietaran las protestas rutinarias de los políticos occidentales, lo que le hubiera permitido proceder con su gran proyecto que era y, según parece, sigue siendo la restauración del imperio de los zares.
A casi diez meses del comienzo de la invasión, el panorama internacional luce muy distinto del previsto no sólo por Putin y sus allegados sino también por la mayoría de los dirigentes norteamericanos y europeos. Lejos de ser una apisonadora imparable, “el segundo ejército del mundo” ha resultado ser una fuerza anticuada y pésimamente dirigida que, luego de aprovechar la sorpresa que casi todos sintieron en los primeros días del conflicto, ha tenido que abandonar la mitad de las zonas que ocupó y, de estar en lo cierto muchos analistas militares, podría verse expulsado de la península de Crimea que Putin tomó en 2014.
En cambio, las fuerzas armadas ucranianas, que antes de la guerra sencillamente no figuraban en las listas confeccionadas por quienes procuran medir el poder militar relativo de los diversos países, se han mostrado muy superiores a aquellas de un enemigo que, a pesar de todo lo ocurrido, todavía aspira a verse incluido entre las “superpotencias”.
Por supuesto que Ucrania depende casi por completo de las municiones suministradas mayormente por Estados Unidos, pero también por el Reino Unido y los miembros de la Unión Europea, ya que sin ellas hubiera tenido que limitarse a librar una guerra de guerrillas. Hasta ahora, sólo ha sido cuestión de armas defensivas. Aunque a la luz de lo que ha sucedido en Ucrania nadie ignora que las fuerzas de la OTAN serían capaces de aniquilar rápidamente a las rusas, el temor a que Putin tome en serio las amenazas veladas de recurrir a la opción nuclear que sigue profiriendo les ha impedido intervenir directamente. De más está decir que la ambigüedad así supuesta molesta a los ucranianos que se ven como defensores de Occidente en una guerra sin cuartel contra la barbarie, pero no pueden protestar porque les es fundamental conservar el apoyo del grueso de los europeos y norteamericanos.
Puesto que debido al intento ruso de conquistar Ucrania han aumentado mucho los costos de la energía, en algunos países como Alemania e Italia una minoría quiere que la Unión Europea presione a Zelenski para que firme cuanto antes un tratado de paz que, de reflejar la realidad militar actual, dejaría mutilado a su país. En Estados Unidos, voceros del ala trumpista del Partido Republicano piden al gobierno de Joe Biden que ponga fin a los cuantiosos paquetes de ayuda que todos los meses envía a Kiev. También influye la escasa paciencia de la opinión pública occidental que se aburre con facilidad a menos que haya novedades impactantes; para conformarla, los ucranianos tienen que continuar anotándose triunfos bélicos espectaculares, como hicieron el mes pasado al hacer casi intransitable una parte del puente que conecta Crimea con Rusia y reconquistar la ciudad emblemática de Jerson.
El que, antes de transformarse en presidente de Ucrania, Zelenski haya sido un actor cómico célebre en su país hizo que tanto Putin como muchos otros lo subestimaran, pero los tentados a despreciarlo no tardaron en entender que su experiencia en tal oficio lo ayudaría a conseguir y mantener el respaldo de muchísimas personas en el resto del mundo. En una época como la nuestra, un comunicador profesional simpático como Zelenski cuenta con ventajas que el adusto autócrata Putin no está en condiciones de superar. Mientras que Zelenski se ha dirigido a docenas de parlamentos, entre ellos los más prestigiosos del planeta, Putin, rodeado de sujetos pétreos, se ha aislado hasta tal punto que los hay que lo creen física y mentalmente enfermo y esperan que los rusos mismos lo derroquen antes de que haya provocado catástrofes aún mayores que las ocasionadas por el intento de apoderarse de un país soberano vecino. Si bien no se han producido señales de que el ex operativo de la KGB pudiera ser derrocado por un golpe palaciego -muchos temen que en tal caso su eventual sucesor fuera un nacionalista fanático aún peor-, a esta altura extrañaría que hasta sus simpatizantes no entendieran que en febrero cometió un error estratégico tan grande que ha puesto en duda la supervivencia de la Federación Rusa.
Cuando Putin planeaba la conquista de Ucrania, daba por descontado que el Occidente, socavado por el feminismo, la homosexualidad militante, la autoflagelación intelectual y el hedonismo consumista, ya estaba derrotado y que por lo tanto se limitaría a amonestarlo por violar las presuntas reglas de “la comunidad internacional” sin animarse a hacer nada más. Por un rato, cuando la ayuda alemana a Ucrania consistía sólo en el envío de algunos cascos militares, pareció que había acertado pero, merced en parte a Zelenski y su aliado británico, el entonces primer ministro Boris Johnson, en Europa las actitudes pronto se endurecieron; los alemanes reconocieron que la ex canciller Angela Merkel había cometido un error estratégico mayúsculo al permitir que su país dependiera tanto de energía procedente de Rusia, su sucesor Olaf Scholz decidió duplicar el gasto militar y el presidente francés Emmanuel Macron, después de haber insistido en la supuesta necesidad de asegurarle a Putin una salida digna del berenjenal sanguinario en que se había metido, aceptó que permitirle cantar victoria, como a buen seguro haría si lograra quedarse con el Donbas y Crimea, sólo serviría para convencerlo, y a otros autócratas como el mandamás chino Xi Jinping, de que la agresión paga.
Con todo, aunque muchos siguen insistiendo en que, tarde o temprano, el conflicto terminará con un arreglo diplomático, ni los ucranianos ni los rusos parecen dispuestos a conceder nada. Para los primeros, la paz vendrá cuando no quede ningún soldado enemigo en su territorio que, desde luego, incluye a Crimea, mientras que los segundos acaban de exigir que los países occidentales acepten que las zonas anexadas por Moscú pertenecerán para siempre a la Federación Rusa. Mientras tanto, Putin está intentado destruir la infraestructura civil ucraniana con el propósito de privar a la población de electricidad, gas y agua durante el invierno gélido que ya ha comenzado, pero a pesar de las inmensas dificultades que ha ocasionado y de las muchas atrocidades perpetradas por sus tropas, no hay señales de que esté consiguiendo reducir la voluntad de resistir de la mayoría abrumadora que, es evidente, se siente cada vez más ucraniana y menos rusa.
En otras palabras, Putin se las ha arreglado para fortalecer la, hasta febrero, relativamente borrosa identidad nacional de Ucrania, donde una proporción significante de sus habitantes -entre ellos Zelenski- comparte el idioma y se formó en la cultura del “mundo ruso”. Antes de la guerra, Putin subrayaba que en su opinión Ucrania no era un país genuino y que por lo tanto tenía derecho a avasallarla; gracias a su brutalidad, tales aseveraciones parecen aún menos verosímiles de lo que eran.
Lo mismo puede decirse del desdén que el admirador de Pedro el Grande manifestaba por el Occidente que a su juicio se revolcaba en su propia decadencia y por tal motivo no soñaría con oponérsele en su propio patio trasero. En vez de amedrentar a los norteamericanos y europeos, les dio una oportunidad para recuperarse del bajón anímico causado por la retirada vergonzosa de Afganistán, que en efecto entregaron a los Talibán, abandonando a su suerte a millones de hombres y, sobre todo, mujeres que habían confiado en ellos.
Sin proponérselo, pues, Putin logró que por lo menos algunos occidentales recordaran que quienes no están dispuestos a defenderse por sus propios medios pueden caer víctimas de otros de valores que acaso sean más rudimentarios que los adoptados últimamente por las sociedades más prósperas pero que a la larga pueden resultar ser más realistas. Tendrán razón aquellos que lo acusan de pensar como un imperialista decimonónico que no ha sabido adaptarse a un mundo transformado por la tecnología que es muy distinto del de más de un siglo antes, pero mientras autócratas despiadados como él gobiernen países poderosos, y otros de mentalidad aún más retardataria sean igualmente capaces de provocar desastres descomunales, continuarán siendo vulnerables comunidades dominadas por quienes se niegan a reconocer que, en muchos aspectos importantes, el ser humano no ha cambiado desde que salió de las cavernas.
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