Si la Argentina fuera aquel utópico “país normal” al que aluden los deseosos de verla volver al lugar en el mundo que ocupaba a comienzos del siglo pasado, un par de partidos amplios parecidos a PRO y la UCR se hubieran acostumbrado a alternar en el poder. Aunque los dos tienen en común el apego a las formas democráticas, discrepan cuando se trata de otros temas. Lo mismo que los conservadores moderados en otras latitudes, los dirigentes de PRO propenden a privilegiar la seguridad ciudadana por encima de los derechos de los delincuentes y quisieran reducir el gasto público para que sea más manejable, mientras que los radicales se creen centroizquierdistas y por lo tanto se sienten obligados a prestar más atención al impacto social de las decisiones gubernamentales. Desde el punto de vista de quienes no comulgan con la coalición opositora, será sólo una cuestión de matices, pero, tal y como sucede en otras partes del mundo, no carecen de importancia a ojos de aquellos integrantes de Juntos Por el Cambio que están comportándose como si “la normalidad” ya fuera un hecho y pudieran darse el lujo de subrayar sus diferencias internas, atacándose los unos a los otros sin preocuparse por las repercusiones en un país que está rodando cuesta abajo a una velocidad escalofriante.
Por molesto que a algunos les parezca, en las circunstancias actuales, la disolución del matrimonio de conveniencia que han celebrado el PRO y la UCR tendría consecuencias nada buenas ya que privaría a la Argentina de la única alternativa sensata existente a lo que Hipólito Yrigoyen hubiera llamado “el régimen falaz y descreído” que aún la domina.
Mauricio Macri abrió las hostilidades entre los socios en junio al calificar de “populista” a don Hipólito, de tal manera dando a entender que comparte con Juan Domingo Perón la responsabilidad por haber inyectado al cuerpo político nacional el virus de la demagogia rencorosa. Tenía razón -entre otras cosas, Yrigoyen alentaba la politización de la administración pública con el objetivo de llenarla de militantes radicales-, pero, como Macri pronto reconoció, cometió un grave error al brindar a sus socios, que nunca lo habían querido, un pretexto inmejorable para maltratarlo. En su universo particular, Yrigoyen sigue siendo una figura venerada.
Hay radicales, entre ellos Facundo Manes y Gerardo Morales, que nunca han vacilado en manifestar su repudio al macrismo, y otros, como el igualmente ambicioso Martín Lousteau, que han preferido mantener una postura más ambigua; dialogan amablemente con Macri un día para entonces acusarlo de representar “la derecha”, una mala palabra en el léxico radical. Para los más duros de PRO, Lousteau, que se ha acercado al alcalde de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y aspirante presidencial Horacio Rodríguez Larreta, es mucho más peligroso que los demás correligionarios; temen que, a cambio de la promesa de ayudar a impulsar la candidatura del jefe del Gobierno porteño, logre apoderarse de lo que creen es su feudo, lo que para ellos sería un desastre.
Son muchos los radicales que están convencidos de que su propio partido debería aprovechar su ventaja numérica y su ubicuidad geográfica para asumir el mando de Juntos Por el Cambio, con el PRO, que a su entender sigue siendo un partido vecinal, como un socio minoritario. Les parece antinatural que, desde la convención que celebraron en marzo del 2015 en Gualeguaychú, la UCR haya estado bajo la tutela intelectual de un partido de instintos que les parecen ajenos. Esta situación un tanto extraña se debió a la conciencia de que, por razones nada arbitrarias, una parte sustancial de la sociedad desconfiaba de la capacidad radical para gobernar el país con la firmeza que claramente necesitaría. A juicio de los líderes del partido, para acercarse nuevamente al poder tuvieron que cerrar filas detrás de un candidato de perfil más nítido que cualquiera de los suyos.
Cuando Macri habla del “populismo light”, dispara flechas hacia al talón de Aquiles del radicalismo, ya que a través de los años el viejo partido ha adquirido la reputación de ser demasiado tibio para enfrentar los desafíos planteados por un país depauperado que está en crisis permanente. ¿Ya quedan en el pasado las dudas en cuanto a la fortaleza anímica de los radicales? Quienes se están rebelando contra la tendencia apenas disimulada de los “halcones” de PRO a tratarlos como carne de cañón electoral creen que sí.
No es un asunto menor. Los pesos pesados de la coalición opositora entienden que es más que probable que, antes de que alcance su fin el año que viene, estén a cargo de un país con una economía en ruinas, una tasa de inflación de mucho más de cien por ciento anual, una multitud de empresas en estado comatoso, si es que aún existen, y decenas de millones de personas desesperadas al borde de la indigencia. Entonces, tendrán que elegir entre aplicar enseguida una política de choque brutal -“una guadaña”, según Lousteau- por un lado y, por el otro, una versión es de suponer levemente más intensa del “gradualismo” ensayado por Macri en las fases iniciales de su gestión hasta que lo castigaron los mercados con tanta ferocidad que tuvo que buscar refugio en los brazos del Fondo Monetario Internacional.
A juicio de Lousteau y otros radicales, la sociedad sencillamente no toleraría una política severa como la prevista por los macristas más resueltos. Puede que estén en lo cierto, pero ello no quiere decir que sea mejor la alternativa que tendrán en mente. En épocas de crisis, negarse a tomar decisiones sumamente ingratas puede hacer aún peores circunstancias ya terribles. Por mucho que se aferren los radicales al principio de que siempre hay que “subordinar lo económico a lo político”, el voluntarismo así manifestado es sólo una expresión de deseos, ya que no hay garantía alguna de que pudiera funcionar la estrategia propuesta por los bien intencionados que quisieran proteger a la gente de las consecuencias de la crisis.
Estimulados por las encuestas y por lo caótica que ha sido la gestión del rejunte peronista que se encargó del país casi tres años atrás, muchos parecen haber llegado a la conclusión de que el próximo gobierno saldrá forzosamente de la interna de Juntos Por el Cambio, razón por la que les convendría concentrarse en ella sin preocuparse por otra cosa. Aunque es posible que hayan acertado, también lo es que el electorado termine tomando a la coalición opositora por una bolsa de gatos irresponsables tan mezquinos como los kirchneristas, para ponerse a buscar otra alternativa. Es lo que espera Javier Milei, que mira con fruición los conflictos que están abriendo grietas en “Juntos Por los Cargos”.
En opinión de Macri, Bullrich y otros del ala menos acomodaticia de PRO, Milei ha contribuido a enriquecer el debate político nacional gracias al entusiasmo que le motivan ideas liberales que se toman en serio en otras partes del mundo pero que aquí eran consideradas tan malignas que pocos se animaban a hablar de ellas, con el resultado de que, durante muchos años, los interesados en temas políticos se limitaban a polemizar acerca de los méritos relativos de distintas variantes del populismo.
Si bien escasean radicales que se sienten impresionados por la prédica de Milei, los más realistas entienden que sería un error minimizar su eficacia. Al insistir en que, para escapar de la trampa mortal en que ha caído, el país habrá de repudiar por completo el ideario corporativo de “la casta”, Milei sigue conquistando voluntades en zonas que tanto los peronistas como sus adversarios creían propias. Por ahora, parece poco probable que logre erigirse en un presidenciable auténtico, pero de resultar ser tan convulsivos como algunos prevén los meses venideros, el panorama frente a personajes disruptivos como él se haría mucho más promisorio.
Aunque las elecciones programadas están a menos de un año de distancia, mucho podría suceder en el lapso así supuesto. Puede entenderse, pues, la alarma que sintió el senador Alfredo Cornejo, un radical que se ha hecho notorio por su realismo, frente a la rebelión de un grupo de correligionarios contra el protagonismo reciente de Macri. Tuvo que recordarles que “es nuestro aliado, mal que les pese a algunos”, y “en las próximas elecciones vamos a hacer proselitismo con él y con su gente”. Si bien en diversas ocasiones Cornejo mismo ha criticado a Macri, da por descontado de que no serviría para nada declararle la guerra antes de que la ciudadanía haya elegido un nuevo presidente.
¿Será Macri? Todo hace pensar que le encantaría disfrutar de un segundo tiempo, pero no puede ignorar que su mera presencia en la Casa Rosada sería suficiente como para enfervorizar a los que, aunque sólo sea por su apellido, lo ven como el símbolo viviente de la maldad capitalista, neoliberal y extranjerizante. Sabe que, desde el primer momento, el próximo gobierno, incluso si lo encabeza alguien tan inofensivo como Rodríguez Larreta o un radical, se verá asediado por turbas furibundas pertrechadas de toneladas de piedras respaldadas por sujetos capaces de ir a cualquier extremo en defensa de sus privilegios. Si bien a esta altura la mayoría comprende que el país ha dejado de ser viable y por lo tanto es urgente que se reestructure, pocos quieren que los cambios los perjudiquen personalmente, de suerte que sorprendería que la “luna de miel” del próximo presidente durara más que un suspiro.
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