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MUNDO | 18-03-2017 00:00

Francisco: Opus cuatro

Bergoglio cumplió su cuarto año como Papa. Balance de una gestión que enamoró y ahora recibe fuertes críticas.

La religión fue la primera forma de la política. Canalizó las justificaciones del poder, además de ser el molde de las leyes. Así fue hasta que el iluminismo y la revolución francesa trasladaron el dogma a las ideologías. Desde entonces, la religión debió haberse dedicado a lo que debería ser la esencia misma de su existencia: hacer una persona mejor; acrecentar la bondad humana.

La historia prueba que la religión jamás logró crear un hombre bueno. Que la prédica de algunos profetas fuera en ese sentido, no quiere decir que las religiones que fundaron lo consiguieran. Las estadísticas demostrarían que los crímenes, la corrupción y la crueldad no son rasgos de los agnósticos y los ateos. Es obvio que la maldad, la envidia, la codicia y demás miserias de la condición humana están tanto en los creyentes como en los no creyentes.

El servicio de las religiones a las personas ha sido, y es, el de bastón y consuelo. Bastón para soportar el peso de la existencia en el conocimiento de la muerte, y consuelo de creer en un creador que depara a su criatura una existencia pos-mortem exenta de dolor y sufrimiento. No es poco, pero no es lo esencial.

¿Intentará Francisco, como en su momento Juan XXIII, convertir a la iglesia católica en instrumento para acrecentar la bondad humana?

Al cumplir cuatro años en el trono de Pedro, el Papa argentino parece más bien atrapado en las duras tramas de la Iglesia. Esa Iglesia tiene miles de párrocos que se entregan conmovedoramente a la misión de ayudar y acompañar a extraviados y desventurados, y tiene miles de monjas que se juegan la vida en África y en zonas de conflicto luchando contra miserias y desolaciones. Pero la Iglesia es una estructura de poder plagada de guaridas donde se tejen privilegios y corrupciones.

Francisco libra batallas contra fuerzas oscuras. Haber enfrentado abiertamente a sectores recalcitrantes y corruptos de la curia romana, probablemente conjura grandes riesgos. Por caso, el riesgo de tener una muerte condenada al misterio eterno, como la de Albino Luciani, el efímero Juan Pablo I; o el riesgo de sacudir más de medio milenio de historia con una renuncia, como la de Benedicto XVI.

En el plano de la relación con distintos sectores de la Iglesia, el dinamismo de Francisco no sólo lo hizo enfrentar a la cúpula del clero, ese Minotauro del laberinto vaticano; una burocracia abocada a proteger sus intereses y privilegios. El Papa argentino también tendió puentes con los teólogos de la liberación, sector del universo eclesiástico que había sido castigado con la imposición de “silencio” que le aplicó Juan Pablo II a través de su guardián del dogma, Joseph Ratzinger. Y el pontífice “del fin del mundo” levantó aquella sanción indigna y censuradora.

En lo referido a dogmas y políticas de la Iglesia, la novedad que implicó  Bergoglio es cierta apertura y flexibilidad en cuestiones en las cuales él mismo, en sus tiempos de sacerdote y de cardenal, había sido parte de la cerrazón que anatemiza y condena. Por ejemplo, flexibilizó la posición de la Iglesia frente a los divorciados. Un paso importante en pos del sentido común y en contra de un principismo absurdo que ponía por encima del amor, el valor del sacramento matrimonial.

A la Iglesia que condena totalmente el divorcio, le importa que el matrimonio se mantenga unido, aunque ya no exista amor entre los esposos. Bendice el acto hipócrita e inmoral de la convivencia conyugal, aunque el amor no sea el fundamento del vínculo.

Francisco no dio el paso completo en la aceptación del divorcio, que es la aceptación total de algo evidente en la naturaleza humana: el amor entre el hombre y la mujer no siempre dura hasta que la muerte los separe.

En el terreno del divorcio, Francisco dio un paso a medias, pero en un sentido positivo, que es el sentido de la comprensión de lo humano, ergo, la reversa de la propensión a juzgar, condenar, castigar y anatemizar.

Lo mismo hizo frente a la homosexualidad, que él había condenado atrozmente en un pasado cercano. Quitarse autoridad para juzgarla fue un pequeño gran paso hacia la comprensión y aceptación de lo humano.

También dio un paso a medias, pero en un sentido lógico, en el terreno del celibato; una práctica originada en antiguos fanatismos misóginos que consideraban al cuerpo de la mujer, como también lo hizo Mahoma, una “fuente de tentación y pecado”.

En “De Civitate Dei”, Agustín llega a describir la caricia de la mujer como perniciosa para la pureza del hombre. Pero esa misoginia originada en desviaciones fanáticas, luego sirvió como solución a ciertos problemas políticos que causaba el matrimonio de los sacerdotes. Las esposas de obispos, cardenales y papas solían influir en el poder eclesiástico, mientras que los hijos solían plantear reclamos de herencia sobre bienes de la Iglesia.

No obstante, lo que el celibato aportó en cuestiones políticas, no alcanza ni remotamente para justificarlo frente a uno de los males que alimentó: la pederastia.

A la puerta que entreabrió Francisco para salir del celibato, ya la habían entreabierto algunos de sus antecesores. Pero insistir en hacerlo fue otra muestra de sana intención reformista.

El dinamismo de Bergoglio en sus primeros cuatro años de pontificado, no sólo se ve en la Iglesia, sino también en el escenario internacional. Allí tuvo éxitos y fracasos. Fue exitoso su rol de facilitador del diálogo entre Estados Unidos y Cuba. Pero no lo fue su rol para facilitar “el diálogo” en Venezuela. Mientras en el primer caso el esfuerzo desembocó en el histórico restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana, en el segundo, Francisco sólo le sirvió a la autoritaria y corrupta “ineptocracia” que encabeza Nicolás Maduro para ganar tiempo sin liberar un solo preso político, ni realizar el referéndum revocatorio que la disidencia tenía derecho constitucional a reclamar.

A cuatro años de recibir la mitra, el báculo y el anillo del pescador, está claro que su intención no es vegetar en el Vaticano, sino darle a su pontificado un dinamismo vertiginoso. Enfrentar a la curia y proponer una iglesia de los pobres, lo dotó de la imagen antisistema que cotiza en alza en este tiempo.

La incertidumbre y el miedo que generan rebeliones contra los status quo,  pueden producir sanas reformas, pero también están engendrando demagogias y mesianismos.

Desde que se convirtió en Papa, Bergoglio ha dado señales de sano reformismo. Sin embargo, algunos de sus gestos parecen proyectar la sombra oscura de la demagogia mesiánica.

*Profesor y mentor de Ciencias Política, Universidad Empresarial Siglo 21.

por Claudio Fantini

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