Cuando piensa en voz alta, dice cosas inquietantes. El mapa norteamericano que dibujan sus palabras adquiere una dimensión descomunal. Si esas frases, que suenan estrambóticas, se vuelven realidad, Estados Unidos triplicaría su territorio, acercando sus dimensiones a las de los vastos imperios de conquistadores como Gengis Kan, los césares romanos, Alejandro Magno, los sultanes otomanos y los zares rusos Iván IV Vasilievich, Pedro I y Catalina la Grande.
El mundo está aturdido por los conflictos y atiborrado de incertidumbres. Por eso escuchó a Donald Trump como si estuviera expresando sus lucubraciones habituales: que va a levantar el muro para evitar el ingreso de “asesinos y violadores” desde México; que muchos inmigrantes se comen las mascotas de los norteamericanos y hacen sus necesidades en las calles y las plazas; que la “fucking left” es el “deep state” que debe ser destruido para “make America great again”; que va a terminar de un plumazo con la guerra en Ucrania y va a levantar muros arancelarios para frenar las importaciones desde China y obligar a regresar a las empresas norteamericanas que se fueron en busca de mano de obra barata.
Sin embargo, ese discurso letárgico de trivialidades “trumpeanas” dio lugar, de repente, a la verbalización de objetivos que tendrían consecuencias sísmicas. Comprarle Groenlandia a los daneses, confiscar el Canal de Panamá, anexar Canadá para convertir esa democracia desarrollada en el Estado 51 de la Unión, mandar el ejército a México para que haga la guerra contra los cárteles del narcotráfico que el gobierno mexicano no quiere enfrentar y, de paso, cambiar el nombre del Golfo de México para americanizarlo, suena a delirio napoleónico.
No obstante, aun con componentes delirantes, ese discurso expansionista tiene una lógica geopolítica y geoestratégica. Por lo tanto, es posible que sea necesario tomar en serio esta visión que comenzó a verbalizar Donald Trump desde la antesala de su regreso al Despacho Oval. Si desde la presidencia decide pasar de las palabras a los hechos, Estados Unidos podría alcanzar un crecimiento territorial sin precedentes, en muchos casos pasando por encima del Derecho Internacional y de la razonabilidad que debe prevalecer en el escenario mundial. Lo que describe es el mayor expansionismo de la historia después de los imperios de ultramar británico, español y portugués.
En el caso del paso interoceánico que está en el istmo de América Central, no existe lógica jurídica de ningún tipo. La pretensión de confiscar el Canal de Panamá anunciada por el magnate neoyorquino sería exclusivamente un acto de fuerza, sin justificaciones en el Derecho Internacional. Pero, en todo caso, a diferencia de lo que planteó sobre Canadá, hay un fundamento histórico.
Ese fundamento no le da la razón, sino que señala un basamento para semejante pretensión: vislumbrando la importancia estratégica del istmo y el valor económico y geopolítico de un paso que conecte los océanos Atlántico y Pacífico, evitando de ese modo el largo trayecto por el Cabo de Hornos, Estados Unidos tomó la decisión de horadar el vínculo entre Colombia y su provincia llamada entonces Nueva Granada, que, ni bien se independizó de España en 1821, se integró voluntariamente al Estado creado y liderado por Bolívar.
El siglo XX amaneció con el estallido de la llamada “Guerra de los Mil Días”. Aquel conflicto allanó el camino para que, en 1903, Panamá se independizara y obtuviera de inmediato el reconocimiento norteamericano a su flamante Estado.
El proyecto del canal interoceánico existió en Estados Unidos antes de que existiera Panamá. Y lo construyó ni bien cayó en la bancarrota la empresa francesa de Ferdinand Lesseps, que había iniciado las obras en el istmo en 1881. Eso, en todo caso, le da algún marco histórico a la amenaza de Trump de apropiarse del Canal de Panamá, retrotrayendo la situación al tiempo previo a los acuerdos alcanzados por Jimmy Carter y Omar Torrijos.
El líder ultraconservador elogió a Carter en su funeral, describiéndolo como un “hombre bueno”. Por cierto, lo fue, y también fue un hombre justo. Por eso aceptó negociar con Torrijos lo que parecía inconcebible: que una superpotencia entregara la soberanía y el control de un punto tan estratégico a un país diminuto y subdesarrollado, cuya independencia fue ideada en despachos de la Casa Blanca.
Carter resistió todas las presiones y cumplió con lo acordado con el presidente nacionalista panameño, sencillamente porque era justo que lo hiciera.
Trump está dispuesto a revertir aquel acto de justicia, sencillamente porque lo considera inconveniente para su proyecto de regreso a aquella “arcadia americana” de existencia ensimismada, despreocupada de lo que ocurra en otras latitudes del mundo, gracias a constituir un hinterland de magnitud extraordinaria, una verdadera fortaleza territorial.
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