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MUNDO | 22-08-2021 00:13

El portazo inmoral de Joe Biden al pueblo afgano

La imagen de la desesperación desnudó la capitulación moral: Washington abandonó a quienes debía proteger.

Gatillaba un Kalashnikov cuando una bala destrozó su ojo derecho. Él mismo vació la cuenca ensangrentada sacando los restos viscosos con sus propias manos, que luego se limpió contra el muro de una mezquita de Singesar. La marca que dejó en ese muro es venerada por fanáticos desde que se expandió la leyenda de la batalla de 1989, en la que perdió el ojo Mohamed Omar, quien se convertiría en líder talibán y encabezaría un régimen lunático.

Esta versión difundida por los talibanes puede no ser cierta, pero entre los seguidores de la milicia que recuperó el poder en Afganistán, es creída con la misma certeza con que se cree en que “Alá es el creador y Mahoma su profeta”.

La pregunta crucial es si ese movimiento reincidirá en la construcción de un régimen inquisidor que aplica la versión más retrógrada de la sharia (ley coránica), o esta vez gobernará con la tolerancia y la moderación que no tuvo cuando imperó imponiendo el terror.

Lo evidente es que el acuerdo que firmó Donald Trump y que cumplió Joe Biden no contiene instrumentos para garantizar que no vuelva a implantarse el infierno medieval ocurrido entre 1996 y 2001. Que recreen o no aquella teocracia criminal depende del liderazgo talibán. A Trump sólo le importaba salir lo antes posible de ese agujero negro en el que Estados Unidos invirtió océanos de dinero y ríos de sangre sin lograr poner en pié un gobierno que pueda sostenerse solo. Y Biden priorizó lo mismo: dejar de perder dinero y vidas norteamericanas para sostener gobiernos inútiles y corruptos.

Al relato del acuerdo negociado en Qatar que pondría fin a la guerra generando una mesa de diálogo entre las facciones enfrentadas, lo destruyó la imagen del avión militar que carretea con un enjambre de afganos desesperados por treparse a las alas o meterse en el tren de aterrizaje.

Esa imagen desnudó la verdad de la pésima negociación de Trump y de la derrota moral que implica la decisión de cumplirlo que tomó Biden.

La imagen suele desnudar lo que los relatos visten. El ejemplo argentino es la foto del festejo en Olivos que desnudó la falsedad de lo que relataba el presidente. Y el ejemplo espejo de la imagen del avión carreteando, es la del helicóptero que, en abril de 1975, se posó sobre la embajada norteamericana en Saigón para sacar gente de Vietnam. Hasta esa imagen reveladora, imperaba el relato de Nixon sobre la negociación que piloteaba Henry Kissinger para acordar con Ho Chi Ming un final honorable de la guerra. Pues bien, lo que mostró el helicóptero sobre la embajada es una derrota humillante de los norteamericanos.

Del mismo modo, la imagen del gigantesco C-17 seguido por una multitud que intenta treparse como si fuera un ómnibus, dejó al desnudo que los norteamericanos se van sin siquiera sacar del país, o dejar protegidos, a los miles de afganos que podrían ser blanco del castigo talibán por haber estado vinculados de un modo u otro con la fuerza extranjera de ocupación.

Esa traición a los aliados locales y a los millones de afganos que no quieren volver al Medioevo, tiene una explicación y la dio Biden con honestidad brutal. Fue la imagen del avión y de las personas cayendo tras el despegue lo que obligó al jefe de la Casa Blanca a decir algo. Y lo que dijo puede resumirse del siguiente modo: nos vamos porque estamos hartos de sostener gobiernos que no hacen otra cosa que corromperse y mostrar su inoperancia.

La razón política es irrefutable, pero la retirada, tal como se realizó, implica una capitulación moral apabullante.

Millones de mujeres pueden perder la totalidad de sus derechos, quedando otra vez obligadas a poder salir de sus casas sólo si están acompañadas por un pariente varón y cubiertas por la burka, a perder la atención médica desde que tienen la primera menstruación y a ser ejecutadas por lapidación si las acusan de adulterio. Millones de afganos podrían ser sometidos a un régimen igual al que aplicó la versión más intolerante del Islam, prohibió el arte por considerarlo una distracción de la atención a Dios y por la misma razón prohibió también esa pasión popular afgana que son los barriletes, además de destruir todos los museos y los imponentes budas tallados en los acantilados del desierto de Bamiyán para borrar todo vestigio de cultura pre-islámica.

¿Cómo explica Washington este abandono? Lo explica diciendo, sin ruborizarse, “no esperábamos que Kabul cayera tan pronto”; “pensábamos que la caída de Kabul tardaría dos o tres meses.

O sea que Washington sabía que los talibanes intentarían la victoria militar total, dejando de lado las negociaciones que establecía el acuerdo de Doha. La única diferencia entre la caída inmediata de Kabul y la caída “dentro de dos o tres meses”, son esos “dos o tres meses”. El resultado es el mismo: la victoria absoluta de un movimiento que podría reconstruir el emirato que imperó entre 1996 y 2001.

Que eso no ocurra es algo que no depende de Estados Unidos, sino de Rusia y China. Esas potencias habrían estado financiando a los talibanes para complicar a los norteamericanos. De ser así, es posible que tengan instrumentos para impedir algo que no les conviene: la reedición de un régimen fanático que ayude al ultra-islamismo caucásico a luchar contra Rusia y a los musulmanes uigures a luchar contra China para independizar Xinjiang.

Hace 25 años, los talibanes llegaron al poder financiándose con el tráfico de opio, con el aporte de jeques pashtunes de Pakistán y también de Osama bin Laden. El líder de Al Qaeda había administrado la ayuda internacional a los mujaidines que luchaban contra la invasión soviética, y después ayudó a los talibanes a conseguir dinero y armas para luchar contra los gobiernos pos-soviéticos. Por eso el millonario saudita quedó como poder detrás del trono del Mullah Omar.

En este regreso al poder no está Bin Laden ni el combatiente que sacó con sus propias manos los restos del ojo destrozado por una bala.

En las antípodas de aquella leyenda sobre el “héroe” talibán, el último presidente pro-norteamericano huyó despavorido cuando los talibanes se aproximaban a Kabul. La moral de ese pueblo había empezado a desmoronarse días antes, cuando vio rendirse al admirado comandante Ismail Khan en Herat.

Sobre el Mullah Omar lo único indudable es que impuso un régimen que fue el equivalente religioso de lo que fue, en lo ideológico, el Khemer Rouge: la milicia demencial que impuso una distopía genocida en Camboya.

Todo lo demás es misterio. No se sabe si murió acribillado en Pakistán o envenenado por alguno de sus lugartenientes. Lo indudable es que lideró una pesadilla distópica que podría repetirse ahora, porque Trump firmó un acuerdo moralmente inaceptable y porque Biden lo cumplió.

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Claudio Fantini

Claudio Fantini

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