Todos los especialistas en asuntos militares coinciden en que las fuerzas armadas norteamericanas siguen siendo, por un amplio margen, las más poderosas del planeta. Puesto que el gasto militar de su país casi supera aquel del resto del mundo en su conjunto, son por lejos las mejor equipadas, su superioridad tecnológica es impresionante y, a pesar de ciertas innovaciones recientes emprendidas para complacer a activistas sociales y sexuales, sus efectivos han sido bien entrenados.
¿Por qué, pues, fueron incapaces de aplastar por completo a una horda heterogénea de fanáticos religiosos, campesinos analfabetos y delincuentes oportunistas en una campaña que duró casi veinte años? Acaso porque tenían que respetar normas de combate apropiadas para las hipersensibles sociedades modernas mientras que sus enemigos, los talibanes, se aferraban a las tradicionales que se asemejan más a las de los ejércitos de Gengis Khan que a las consideradas apropiadas por organizaciones como Amnistía Internacional. Por cierto, a ningún comandante talibán se le ocurriría castigar a un subordinado por violar los derechos humanos de un enemigo. Antes bien, lo recompensaría con una mayor tajada del botín femenino.
La decisión de Joe Biden de continuar la retirada de Afganistán que ya había ordenado Donald Trump dio lugar enseguida a una arrolladora ofensiva de los talibanes que, en cuestión de días, se pusieron a capturar varias ciudades provinciales importantes, donde no han vacilado en matar a sospechosos de haber colaborado con los occidentales o que por algún otro motivo han querido eliminar y esclavizar a las mujeres de acuerdo con su interpretación despiadada de las leyes islámicas. Puede que las fuerzas regulares del gobierno del presidente Ashraf Ghani, respaldadas por civiles armados, logren defender la capital, Kabul contra los atacantes, pero según algunos, están tan desmoralizados que ni siquiera estarán dispuestas a intentarlo. Aunque por un rato los norteamericanos les brindarán cierto apoyo aéreo, hoy por hoy su prioridad es asegurar que no se repitan las escenas vergonzosas que en 1975 se dieron en Saigón –que pronto sería rebautizada Ciudad Ho Chi Minh– cuando abandonaban a su suerte a sus aliados vietnamitas. Lo último que quieren es que se difundan fotos de helicópteros alejándose del techo de la embajada del país más poderoso de la Tierra dejando atrás a hombres y mujeres desesperados.
En Estados Unidos, la retirada precipitada de Afganistán cuenta con la viva aprobación tanto de los líderes demócratas como de los republicanos. Comparten la convicción de que ya no serviría para nada prolongar la presencia de sus tropas en aquel país exótico e irremediablemente ajeno. Si bien están allá a pedido de un gobierno que fue elegido en elecciones libres, creen que no es asunto suyo el destino de la mayoría de sus habitantes que, es evidente, no quiere para nada que regresen los talibanes.
Es que la elite norteamericana, sea progresista o conservadora, repudia con indignación la idea de que el poder y la riqueza entrañen responsabilidades internacionales irrenunciables y que sea su deber proteger a quienes confiaban en ellos lo bastante como para modificar su propio estilo de vida, como hicieron tantas mujeres afganas cuando creían que les sería permitido disfrutar de derechos que en el Occidente suele tomarse por naturales. Por razones comprensibles, tienen mucho miedo aquellas que aprovecharon la oportunidad para estudiar que les dieron los soldados de la OTAN.
Lo que ya está sucediendo en Afganistán es una tragedia inmensa. Lo que le aguarda a dicho país en los meses y años próximos amenaza con ser llamativamente peor. Los más optimistas prevén que los talibanes no consigan apoderarse de todas las ciudades y que por lo tanto el país sufra una larga y confusa guerra civil que, tal vez, culmine con la fragmentación al imponerse, en los distritos que dominan, las distintas etnias, tribus o sectas religiosas, todas musulmanas. Otros suponen que los talibanes sí se apoderarán de Kabul para instalar un régimen ferozmente islamista que, claro está, haría que el éxodo que ya ha comenzado se volviera masivo, una eventualidad que preocupa sumamente a los europeos. Aunque todos afirman simpatizar con aquellos afganos que quieren vivir en un país occidental, pocos estarían dispuestos a abrirles las puertas a menos que sea cuestión de individuos que se han destacado en alguna que otra actividad. Además del temor a dejar entrar a terroristas, le experiencia les ha enseñado que, andando el tiempo, los hijos y nietos de refugiados sinceramente deseosos de asimilarse y acatar las reglas del país que los acoja pueden sentirse tentados por la militancia islamista, como en efecto ha ocurrido muchas veces en Europa y América del Norte, con consecuencias terribles para las víctimas de las atrocidades que han perpetrado.
Las sociedades occidentales se ven frente a un dilema. Son tan atractivas que en el resto del mundo se cuentan por centenares de millones los que quieren adoptar sus costumbres, sus modas culturales y sus formas de pensar, pero por razones patentes hay límites a la cantidad de inmigrantes que están en condiciones de absorber. Sin embargo, como acaba de recordarnos el drama afgano, la alternativa preferida, la de impulsar el desarrollo económico, político y social de países calificados de atrasados, requeriría un esfuerzo sostenido y a veces, el empleo en el terreno militar de métodos que serían incompatibles con las pautas morales actualmente en boga en el mundo rico.
La salida más fácil, la de Biden y Trump, consiste en lavarse las manos del problema y, so pretexto de respetar los derechos soberanos de todos los territorios que figuran como naciones independientes, dejar que los afganos y otros se cocinen en su propia salsa, lo que equivale a declarar el lugar en que viven una zona liberada para los combatientes más brutales.
Aunque los norteamericanos están tan interesados como los demás en la imagen internacional de su país, parecería que no les importa demasiado el que, tanto en el Medio Oriente, Asia Central y otras partes del mundo, se da por descontado que los yihadistas talibanes les han asestado una derrota tan humillante como la que sufrió en Vietnam, una hazaña que a buen seguro estimulará a personajes de mentalidad afín. Asimismo, en opinión de muchos se ha confirmado que los norteamericanos no son aliados confiables y que por lo tanto sería un grave error depender de su presunta buena voluntad o tomar en serio las promesas de los funcionarios del gobierno de turno. Para los israelíes, sauditas, hindúes y docenas de otros, incluyendo a aquellos europeos que no creen que la paz eterna esté garantizada, el mensaje es claro; les convendría armarse hasta los dientes y, por si acaso, tratar con cautela a potencias como Rusia y, desde luego, China. Lejos de aportar a la estabilidad mundial, pues, la retirada norteamericana de Afganistán contribuye a la sensación de que nos aguarda un período signado por la anarquía.
En lo económico y cultural, la globalización sigue avanzando a un ritmo frenético, pero en lo concerniente a la política y el progreso social tal y como los ven los comprometidos con valores de origen occidental, está retrocediendo con rapidez. Además de los éxitos anotados por una potencia autocrática, China, y las maniobras disruptivas ensayadas por la Rusia de Vladimir Putin, en muchos países propenden a debilitarse los esquemas democráticos que adoptaron luego del hundimiento del imperio soviético. Con todo, en virtualmente todos los países, hay minorías –en algunos casos se trata de la mayoría– que desafían al régimen local en nombre de la democracia, como están haciendo los habitantes de la ciudad ya no autónoma de Hong Kong, sin que los gobiernos occidentales se animen a darles más apoyo que el meramente verbal.
Pues bien, no hay posibilidad alguna de que los talibanes y otros de mentalidad parecida presten atención a las exhortaciones bien intencionadas de funcionarios internacionales que les piden respetar los derechos, comenzando como el de no morir asesinado, de los “civiles inocentes” que encuentren en su camino. Dueños de una verdad absoluta, están resueltos a obligar a todos a someterse a ella. Como los nazis y los comunistas, son totalitarios que irán a cualquier extremo para aplastar a aquellos que se niegan a respaldarlos con el fervor debido.
Los voceros de la administración de Biden dicen que, terminada la retirada, su país no intervendrá más en Afganistán a menos que quienes lo gobiernen ofrezcan refugio a bandas terroristas como Al-Qaeda y el Estado Islámico. De no haber sido por las circunstancias, hubieran agregado los talibanes a la lista, ya que no hay mucha diferencia entre su credo y aquellos de las organizaciones más notorias, razón por la que es más que probable que, en algunos lugares, permitan que grupos yihadistas, que para despistar a los occidentales usarán nombres distintos, se preparen para cometer atentados en otras partes del mundo. Al fin y al cabo, tienen el mismo objetivo, la islamización del planeta, y no discrepan en cuanto a la legitimidad de los métodos ya que toman al pie de la letra el eslogan “¡muerte al infiel!”.
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