Al reconocer el Genocidio Armenio, Joe Biden confirma como rasgo de su administración un giro copernicano y profundo respecto a las políticas de su antecesor. El año anterior, Donald Trump miró para otro lado cuando Azerbaiyán lanzó su poderoso ejército sobre los armenios de Nagorno Karabaj. En las antípodas de aquella apatía, el presidente demócrata acaba de saldar la deuda moral de su país con uno de los crímenes más atroces de la historia: el exterminio sistemático de armenios perpetrado por el Estado turco en las postrimerías del Imperio Otomano.
Una decisión cuyos efectos no son puramente simbólicos, porque advierten al déspota azerí Ilham Aliyev y a su protector turco, Recep Erdogán, que una limpieza étnica contra los armenios de Nagorno Karabaj no quedará impune como quedó el que vació de armenios la región de Najichevan a principios del siglo XX. El mensaje a Turquía es que ya no podrá imponer el negacionismo que había impuesto a tantas potencias sobre el exterminio de los cristianos de Anatolia.
La “destrumpización” que impulsa Biden es acelerada y profunda. La cumbre del clima que organizó y lo tuvo como anfitrión, completa la reversión del negacionismo de Trump sobre el calentamiento global. En encuentro virtual de presidentes en el “Día de la Tierra” coronó una serie de pasos dados por el actual jefe de la Casa Blanca desde los primeros días de su mandato: el regreso de Estados Unidos al Acuerdo de París; el nombramiento de John Kerry en un rol relevante para potenciar la lucha contra el calentamiento global; la cancelación del Proyecto Keystone por el cual se construiría un oleoducto-gasoducto desde la provincia canadiense de Alberta hasta Texas, y el compromiso con el Green New Deal, son algunos de esos pasos. Y ahora, cumpliendo un compromiso asumido en la campaña electoral, reconoció que el estado turco planificó y perpetró de manera sistemática una limpieza étnica que incluyó aniquilamientos y deportaciones en masa.
Un paso difícil de dar por el valor estratégico que tiene para Washington la relación con la potencia centroasiática. De hecho, cuando en el 2007 el Congreso norteamericano aprobó la resolución 106 admitiendo que las masacres y deportaciones en masa perpetradas contra los armenios constituye un genocidio, el entonces presidente, George W. Bush, cuestionó duramente la decisión del Poder Legislativo argumentando la importancia de Turquía para lidiar con el terrorismo ultra-islamista, con la influencia de regímenes hostiles, como el de los ayatolas iraníes, y con regímenes aliados de Moscú, como el de la familia Al Asad en Siria.
Por entonces, el presidente de Turquía era el moderado Abdullah Gül y el gobierno que tenía a Erdogán como primer ministro aún no había empezado a dañar la OTAN y la sociedad política con Europa y los Estados Unidos.
Más tarde comenzó la deriva autoritaria de Erdogán, proceso paralelo a sus acercamientos a Rusia, sus choques con aliados de la OTAN y las tensiones que provocó en la alianza atlántica, generando dudas sobre la permanencia de Turquía. Por eso, hay preguntas que resultan inevitables. ¿El presidente demócrata de Estados Unidos habría reconocido el Genocidio Armenio si el líder turco no llevara largos años debilitando la relación con los socios occidentales de Turquía? ¿habría dado la superpotencia occidental este paso histórico y trascendente, si en lugar del sultánico Erdogán desgarrando el vínculo turco-occidental, al país centroasiático lo siguiera liderando el atatürquismo?
Probablemente, si Turquía siguiera gobernada por los partidos del nacionalismo secular y occidentalista que imperaron desde Kemal Atatürk hasta que llegó al poder el partido religioso de Erdogán, el jefe de la Casa Blanca no habría tomado la decisión que en Ankara suena a declaración de guerra.
Si Turquía hoy tuviera con Washington y Europa el vínculo que mantuvo durante la Guerra Fría, cuando resultaba clave en la contención de la Unión Soviética por su ubicación en el sur del Mar Negro y en las fronteras de Transcaucasia, es difícil imaginar a la Casa Blanca dando el paso que dio.
Un paso arriesgado y controversial para muchos estrategas del Pentágono. Correr el riesgo de que Washington pierda definitivamente un aliado centroasiático de tan alto valor estratégico mientras se tensan simultáneamente las relaciones con China y con Rusia, no parece una buena idea.
Por eso, y más allá del sesgo anti-occidental de Erdogán, es posible que Biden haya dado este paso guiado por consideraciones morales, como parece ocurrir en otros órdenes.
El exterminio que comenzó con las masacres ordenadas por el sultán Abdul Hamid II a fines del siglo XIX y que alcanzó el nivel más masivo de aniquilación bajo el régimen de los Jóvenes Turcos y el sultán Mehmet V, fue uno de los crímenes más atroces de la historia de la humanidad. Haber usado como pantalla del genocidio a las batallas de la Primera Guerra Mundial, hizo que la aniquilación de los armenios de Anatolia inspirara el holocausto perpetrado por Hitler contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
El presidente de Turquía ha recibido de Washington la bofetada más temida por el Estado turco: la denuncia contra aquel atroz crimen que Ankara quiere mantener en la impunidad, imponiendo al mundo hacer de cuenta que no existió.
En las antípodas de Trump, que ni siquiera ejerció la máxima presión diplomática y económica para que Erdogán detenga la ofensiva militar de Azerbaiyán sobre Nagorno Karabaj, el presidente demócrata dio el paso que Estados Unidos debió dar hace muchos años.
Erdogán ayudó al ejército azerbaiyano a dotarse de moderno armamento y, con la venia silenciosa de Rusia, lo empujó contra el enclave que durante siglos fue la décima provincia del antiguo reino de Armenia, contando con la parálisis occidental por la crisis que atravesaba la relación entre Europa y los Estados Unidos.
Aquella inacción dejó a una población armenia a merced del estado turco-azerí. El riesgo que eso implica realza la importancia de reconocer el genocidio, porque advierte a los vencedores que una limpieza étnica contra el pueblo armenio-karabajsí no quedará impune como quedó la guerra que, el año pasado, le arrebató su independencia.
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