Francia no es el único lugar donde estallan protestas. En el 2011, los jóvenes españoles se proclamaron “indignados” y acamparon en las plazas. Grecia navegó por manifestaciones furiosas entre el 2010 y el 2012, por la bancarrota de la economía. Pero las protestas de Francia tienen más fuego y batallas campales. Además, son recurrentes. Los autos ardiendo como antorchas compiten con la Torre Eiffel y Le Sacre Coeur en las postales parisinas.
En el 2018 estalló la protesta de los “chalecos amarillos” por un aumento en los combustibles. Más recientemente, el aumento de la edad jubilatoria de 62 a 64 años derramó manifestaciones por todo el país.
Ahora, el disparo criminal de un policía sobre un adolescente que intentaba eludir un control de tránsito en Nanterre, encendió las llamaradas. Pero el combustible es distinto. Las rebeliones juveniles que comenzaron en los años ´80 tampoco tienen que ver con el Mayo Francés. En aquella rebelión juvenil ardían las barricadas, mientras que en las de las últimas décadas lo que arden son autos, bancos y locales comerciales.
La rebelión juvenil de 1968 comenzó en los claustros de La Sorbona porque apuntó a derribar el conservadurismo que imperaba sobre el sistema educativo, aunque al sumarse los obreros de Renault merodeó la revolución. El combustible principal era el que campeaba por el resto de Occidente: la rebeldía de las nuevas generaciones contra la sociedad de consumo, sus revoluciones culturales y también el atractivo que por entonces generaba el socialismo.
En cambio, en la revuelta urbana que comienza en los ochenta, el combustible es el sentimiento de exclusión cultural y social de los hijos y nietos de la inmigración magrebí. Sus padres o abuelos llegaron de Argelia, Túnez y Marruecos. Conservaron su cultura musulmana y nor-africana. Pero sus hijos y nietos no se sienten parte de esa cultura y tampoco de la cultura del país en el que nacieron: Francia.
En términos de identidad cultural, se sienten en un “no lugar”, aunque en un sentido más desolador que el de los “no lugares” señalados por Marc Augé. Las “banlieue” (urbanizaciones pobres que se multiplicaron en los suburbios) son diferentes a los barrios norteamericanos a los que los inmigrantes dieron su identidad cultural: Chinatown, Little Italy, Pequeña Habana etcétera. Las banlieue son espacios huérfanos de identidad.
En esa “nada identitaria” crecen generaciones que, sin más marco que el vacío, tienen dificultades para integrarse en el sistema educativo y en el mercado laboral. En tal intemperie crece la sensación de que la cultura francesa y las clases acomodadas sienten desprecio por esos habitantes de la nada. Los jóvenes se sienten clausurados, el sentimiento que hace arder automóviles, bancos y negocios. Queman lo que no pueden poseer. Y la respuesta que encuentran en la sociedad es una represión con rasgos racistas.
Las protestas son parte de la “marca Francia”. No es que las grandes transformaciones sociales y culturales ocurran primero en Francia, pero es allí donde estallan de manera más potente y espectacular. La irrupción del espíritu liberal burgués que puso fin al absolutismo monárquico comenzó en Inglaterra, con la Revolución Gloriosa, que derribó en 1688 la monarquía absolutista junto con el reinado de Jacobo II. La Revolución Francesa ocurrió un siglo más tarde. Sin embargo, la Toma de la Bastilla y la asamblea donde debatían jacobinos y girondinos son el paradigma de las revoluciones europeas que incubaron la democracia occidental. Ocurre que fue la primera con protagonismo de las masas.
En toda Europa la juventud se volvió contestataria en la efervescente década del 60, pero los galos tuvieron el Mayo Francés que proclamó “la imaginación al poder”. Aquellas barricadas que los estudiantes liderados por Daniel Cohn-Bendit levantaron en el Barrio Latino, derribaron al primer ministro George Pompidou y marcaron el crepúsculo de Charles de Gaulle.
Lejos de las ideologías, en 1981 en Lyon comenzaron las protestas que incendian autos y atacan negocios. Esas rebeliones juveniles se repitieron y en 1983 se empezó a hablar de “revuelta urbana”. Autos y locales comerciales en llamas fueron postales que colmaron los últimos cuarenta años. Sus protagonistas se sienten víctimas del origen geográfico, social y cultural de sus familias, así como también del racismo que fermenta en sectores de la sociedad.
Desde que Mitterrand impulsó políticas de “discriminación positiva” para integrar a ese sector, poco y nada se hizo en ese sentido. Al contrario, desde Sarkozy hasta Macron, la única repuesta fue la represión.
Como señala el politólogo Andrés Malamud, basta mirar la otra costa del Canal de la Mancha para ver lo que falta en Francia. Aún lejos de haber resuelto todos los problemas de la inmigración, Gran Bretaña tiene como primer ministro a Rishi Sunak, descendiente de indios que al asumir juró porel Bhagavad Gita, uno de los textos sagrados del hinduismo.
El alcalde de Londres es Sadiq Khan, hijo de paquistaníes y musulmán, igual que el primer ministro de Escocia, Humza Yousef. Por el contrario, las clases política y empresarial francesas son homogéneamente blancas. Y para los bolsones racistas de la sociedad, los negros que se destacan en el fútbol galo son franceses pero los que se hacinan en las banlieue son “africanos”.
Ese racismo no será mayoritario, pero existe y ha empezado a supurar fuerzas de choque extremadamente violentas. Las ultraderechas que admiran a Marine Le Pen y a Eric Zeimour, se organizan para salir a golpear manifestantes “africanos” con bates de beisbol.
Francia ya no coloniza buena parte de Africa pero sostiene enclaves de economía extractivista, como la que abastece de uranio sus centrales atómicas desde Níger, que son abusivas y colaboran con mantener pobre el África subsahariana y también la magrebí, generando oleadas de inmigración. Los jóvenes que no pertenecen a la cultura de sus ancestros ni han podido ingresar a la cultura del país donde nacieron, acrecentaron su sentimiento de no pertenencia. Por eso la chispa que hace saltar la represión con rasgos racistas, provoca incendios sociales.
En el 2005, la chispa saltó al morir electrocutados dos muchachos con ascendencia magrebí que, huyendo de la policía, se escondieron en un transformador. Las protestas con autos ardiendo como antorchas se multiplicaron cuando Sarkozy calificó a los manifestantes de “escoria social”. Así hace sentir el conservadurismo duro a los desapareados sociales y culturales con el que los imanes fanáticos procuran fabricar las bombas humanas del jihadismo.
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