Saturday 7 de December, 2024

MUNDO | 17-01-2022 10:04

Un motivo más para el enojo británico con la monarquía

Isabel II recibió una ola de críticas por haber concedido a Tony Blair la más prestigiosa distinción inglesa.

La leyenda de los Caballeros de la Mesa Redonda inspiró al rey que creó, en el siglo XIV, la Orden de la Jarretera. Por haber restaurado la autoridad de la realeza que el reinado de su padre había opacado y por haber fortalecido militarmente a Inglaterra, Eduardo III pudo dotar de un inmenso prestigio a la orden de caballería que diseñó emulando la intención del rey Arturo cuando reunió a los hombres más valiosos y dignos en la corte de Camelot.

La orden con que Isabel II distinguió a Tony Blair es la más antigua y prestigiosa de Gran Bretaña. Eso explica la tormenta de críticas que recibió la monarca por designar caballero de la Jarretera al ex primer ministro. Hasta un diario de posiciones progresistas como The Guardian se abstuvo de defender al dirigente laborista. Por el contrario, calificó de “imprudente” la decisión de la reina.

¿Por qué tanto rechazo a que sea distinguido un dirigente que gobernó durante una década y no tuvo malos resultados? Por la peor de sus decisiones: haber secundado a George W. Bush en una aventura militar justificada con mentiras y con desastrosas consecuencias que generan inestabilidad, destrucción y muertes hasta la actualidad.

Debió escuchar a Robin Cook. Habían iniciado juntos la militancia laborista en Escocia y lo hizo cargo del Foreing Office (ministerio de asuntos exteriores) cuando él se convirtió en primer ministro. Pero Robin Cook fue subiendo el tono de sus advertencias sobre el error que implicaría invadir Irak, con el agravante de no contar con el aval del Consejo de Seguridad de la ONU. Por eso renunció, cuestionando en duros términos la cumbre en las islas Azores entre Bush hijo, Blair y el jefe de gobierno español José María Aznar para lanzar una vasta operación militar destinada a aplastar el régimen de Saddam Hussein.

El líder iraquí era un psicópata con adicción a los crímenes de lesa humanidad, pero no había tenido nada que ver con el 11-S ya que, por expresar el nacionalismo secular árabe, estaba en la vereda enfrentada a Osama Bin Laden y el terrorismo ultra-islamista. Para colmo, las inspecciones del equipo de expertos encabezados por el sueco Hans Blix habían llegado a la conclusión de que Saddam no contaba con arsenales de destrucción masiva.

Cook renunció a su cargo, dejándolo en manos de Jack Straw, y se quedó en su banca de la Cámara de los Comunes hasta que murió un par de años más tarde de un ataque cardiaco, en las montañas del norte de Escocia. Los años posteriores le dieron toda la razón. La aventura militarista de Bush convirtió a Irak en un agujero negro que supuró extremismos delirantes que multiplicaron el jihadismo en Oriente Medio, Asia y Africa.

Aún logrando algo positivo, como fue la caída del régimen criminal de Saddam Hussein, la negligencia de Paul Bremer, esa suerte de virrey que enviaron a Bagdad los jefes del Pentágono Rumsfeld y Wolfowitz, al desarticular y abolir el ejército iraquí, allanó el camino para que el fanatismo ultra-islamista más lunático y sanguinario iniciara sus propias guerras.

Ya convertida en agujero negro, Irak absorbió toda la energía militar que Estados Unidos y sus aliados necesitaban para erradicar definitivamente a los talibanes en Afganistán. Por eso la catastrófica retirada mal pactada por Trump y mal ejecutada por Biden, es una consecuencia tardía de aquella desastrosa aventura belicista que emprendieron Bush hijo y su vicepresidente, Dick Cheney. Y ese lado oscuro de aquel gobierno laborista justifica tanta crítica a la reina por haberlo distinguido nombrándolo Sir Anthony Charles Lynton Blair, caballero de la Orden de la Jarretera.

Si le hubiera hecho caso a Robin Cook, las firmas en notas de repudio a su nombramiento no habrían superado el medio millón en apenas cuatro días. De no ser por el estropicio iraquí, ni los conservadores ni la izquierda hubieran cuestionado que le concedieran la máxima distinción de la corona británica. La gestión que encabezó entre 1997 y el 2007 fue un final suave de la era thatcheriana, a la que el sucesor tory de la “dama de hierro”, John Major, había prolongado en el terreno económico, aunque con un gesto más amable.

Tony Blair había proclamado el “New Labor” tomando como guía las ideas que impulsaba el sociólogo Anthony Guiddens, autor de la Teoría de la Estructuración. El “nuevo laborismo” blairista se basaba en la Tercera Vía, teoría de Guiddens que cuestionaba tanto la “revolución conservadora” de Reagan y Thatcher como el izquierdismo marxista y el de corte marcadamente estatista, proponiendo nuevos instrumentos para modernizar la socialdemocracia europea.

Pero la Tercera Vía no es la marca más visible que dejó el paso de Blair por el gobierno británico, sino la invasión que empantanó a los aliados occidentales en Irak. Por eso se entiende que haya sido tan criticada la inclusión de Blair en una distinción que normalmente reciben héroes de guerra, artistas muy queridos y emblemáticos de la cultura británica, y científicos que realizan aportes relevantes. Este año, junto al ex primer ministro, la reina confirió la orden de caballero a científicos y médicos que luchan contra la pandemia.

La pregunta es, entonces, por qué la reina decidió otorgar una distinción a sabiendas de que sería muy cuestionada. Quizá la respuesta sea: por gratitud a Tony Blair. Al fin de cuentas, aquel joven premier centroizquierdista fue el más inesperado y acertado de sus consejeros durante el terremoto social que causó la muerte de Lady Di.

La gigantesca ola de pena popular que generó la trágica desaparición de la princesa que había hecho visible su tristeza, impactó de lleno contra la imagen de la familia real. Por cierto, el más afectado en su imagen fue el príncipe Carlos, por haber sido en la mirada del pueblo el esposo que la hizo infeliz. La segunda imagen más afectada fue la de Isabel II, percibida como la dura y distante suegra que trató con frialdad a Diana Spencer.

Durante el pico de la ola de tristeza, flotó la sensación de que la corona podía naufragar en ese océano de conmoción popular. Resultaba evidente que la reina no sabía cómo manejarse, cómo actuar, qué cosas decir públicamente en semejante circunstancia.

A pesar de provenir de una fuerza política sin demasiado apego a la monarquía, Tony Blair percibió la deriva de Isabel II y su soledad en ese dramático escenario, sin nadie en su entorno que supiera guiarla, nadie para enseñarle a mostrarse sensible y dolida. Por eso se le acercó con consejos inteligentes y oportunos.

La reina se sintió cuidada por aquel líder laborista llegado de Edimburgo. Y probablemente sintió, en el crepúsculo de su reinado, que debía agradecer aquella ayuda inesperada y crucial.

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Claudio Fantini

Claudio Fantini

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