Leer el último libro de cuentos de la colombiana Carolina Sanin es meterse en tierras fascinantes, extrañas, y muy originales. Quien esté acostumbrado a un comienzo, un medio y un final verá todo mezclado. No solo en cuanto al orden, también en el modo de escribir. En ese sentido se acerca a otros originales impenitentes, explosivos o sutiles, como la brasileña Clarice Lispector y el uruguayo Felisberto Hernández. Es un libro largo (266 págs.) con pocos relatos (ocho). La extensión larga (como ocurre, por ejemplo, con los cuentos de Alice Munro) es la necesaria para que la acumulación de explosiones o simples hallazgos (tan inesperados que parecen sorprenderla a ella misma mientras escribe), tenga tiempo de desarrollarse. La prueba está en que el relato final, más corto, se queda a medias.
Un rasgo temático es la presencia repetida y variada de animales. Incluso en preguntas teóricas: “¿De quién eran los animales del establo? ¿Los animales son de alguien? ¿Pueden los animales ser hospitalarios?”. Cuando se adueñan casi por entero de un relato, como en “Un potro”, el impacto se multiplica. El potro del título concentra las preguntas, los divagues, las angustias de Sanin (como ocurría en “El huevo y la gallina”, el cuento de Clarice Lispector).
Carolina Sanin pertenece a una familia de gente culta de Colombia, tiene una actividad constante, y maneja un lenguaje complejo y adulto. Pero cuando se pone a escribir cuentos, recobra algo de la pureza candente de los niños: todavía parece insistir en problemas como ¿qué es la muerte? (en “Nidos y tumbas”, sobre la desaparición de una amiga), el sentido real de su propio nombre y apellido (en “Nombres y ríos”), o los vericuetos de un recorrido de terror muy especial (en “Las Pléyades”) que termina en el reino esquivo y muy actual de los virus.
También fascina con los desvíos bruscos que toma cuando hace metáforas. En vez de dar una medida directa en metros y centímetros, anota por ejemplo: “El camino era del ancho de un pelo que tuviera el ancho de una persona que fuera un pelo en la cabeza de una diosa cuya cabellera fuera un pueblo”. Las preguntas incontestables son numerosas: “¿En cuántos lugares de nuestro cuerpo se encuentra nuestra cara?”. Cada uno de los siete relatos largos equivale a cruzar el mundo interno salvaje y a la vez incanjeable de un espíritu complejo.
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