Thursday 30 de January, 2025

OPINIóN | 27-01-2025 09:54

Bienvenidos al planeta Trump

El flamante presidente es el protagonista más notorio de la “guerra cultural” que está librándose en virtualmente todos los países del mundo, pero que tiene su epicentro en Estados Unidos.

Hace cuarenta años, Ronald Reagan cautivó a sus compatriotas, que en su mayoría ya se sentían hartos del pesimismo existencial del entonces presidente Jimmy Carter, asegurándoles que Estados Unidos pronto disfrutaría de un “nuevo amanecer”. El lunes, en circunstancias muy parecidas, Donald Trump inició su segunda gestión prometiéndoles aún más. Dijo que ya había comenzado una “era dorada” en que Estados Unidos se haría más próspero, más respetado y, claro está, mucho más poderoso que cualquier otra nación de la historia humana.

Como Reagan en su momento, Trump subrayó la diferencia entre su propia visión del presente y futuro de Estados Unidos con el de su antecesor inmediato, Joe Biden, el que, sentado a pocos metros de quien acababa de remplazarlo, tuvo que soportar una andanada de insultos. Según Trump, Biden y quienes lo habían acompañado son sujetos corruptos e incompetentes que traicionaron “horriblemente” a su país.

 Así y todo, les dijo que no los sometería a una campaña de lawfare como la que ellos mismos libraron en un intento desesperado de impedirle recuperar la presidencia. Desconfiado, horas antes de irse, Biden firmó un sinnúmero de perdones presidenciales en beneficio de familiares, funcionarios y amigos que a su entender corrían peligro de caer víctimas de la sed de venganza de Trump.

En Estados Unidos, es habitual que Demócratas y Republicanos alternen en el poder, pero no lo es que las diferencias entre las dos agrupaciones sean tan llamativas como han sido a partir de la llegada de Trump a la Casa Blanca en enero de 2017.  Desde entonces, se ha consolidado la transformación del Partido Demócrata en una coalición dominada por los productos de universidades de elite y representantes de “minorías” proclives a victimizarse, mientras que el Republicano abrazó la causa de las personas de clase media y obreros perjudicados por la desindustrialización cuyo poder de compra apenas ha aumentado en las décadas recientes. Para conseguir su apoyo, Trump ha prometido repatriar los empleos que fueron exportados a China y echar a millones de inmigrantes ilegales que, entre otras cosas, han contribuido a deprimir los ingresos de los obreros norteamericanos no calificados.

No extraña, pues, que en esta oportunidad la transición de un gobierno a otro haya culminado de manera tan rencorosa. Trump es el protagonista más notorio de la “guerra cultural” que está librándose, de un modo u otro, en virtualmente todos los países del mundo, pero que tiene su epicentro en Estados Unidos donde el gobierno de Biden no titubeó en tratar a los contrarios a su política de género como terroristas, dejó entrar a una multitud de inmigrantes ilegales e impulsó la discriminación racial “positiva” en contra de la población de origen europeo.

He aquí un motivo por el que la segunda venida del empresario inmobiliario y estrella de la TV reality ha sido tan disruptiva no sólo en su propio país sino también en el resto del planeta. Hoy en día, importan menos en política los presuntos méritos de los distintos modelos socioeconómicos o las estrategias internacionales, temas que hasta hace poco servían para diferenciar a los partidos, que la brecha que se ha abierto entre la cosmovisión de las “elites” intelectuales metropolitanas y aquella de quienes la repudian.  

Desgraciadamente para los partidarios de tales “elites”, a los norteamericanos blancos, que aún constituyen la mayoría, no les gusta para nada verse acusados de ser congénitamente racistas que deberían pasar una eternidad en el purgatorio por los pecados atribuidos a sus antepasados. No bien reasumió el poder presidencial, Trump derogó una serie de normas woke que Biden había impuesto, decretando que oficialmente habrá sólo dos géneros sexuales, el masculino y femenino, y no varias docenas,  y que, como el líder negro Martin Luther King había soñado, obraría para forjar una sociedad meritocrática en que no importaría el color de la piel.    

 El movimiento que Trump encabeza no es una creación suya sino una que, hasta que optó por probar suerte en el agitado mundo político, no contaba con un líder capaz de aglutinarlo. Para asombro de quienes lo creían un farsante, resultaba que el “hombre naranja”, ayudado por el narcisismo casi autista que le es propio, sabría mejor que nadie interpretar lo que ya estaba ocurriendo en Estados Unidos sin que muchos le prestaran atención. A diferencia de los políticos convencionales que se dejan influir por las ideas que predominan en los ámbitos que frecuentan, Trump sigue siendo un outsider. Es lo que tiene en común con Javier Milei.

Con todo, aunque desde hace casi diez años Trump es uno de los personajes mejor conocidos y más locuaces del elenco político internacional, para sus muchos adversarios sigue siendo un enigma, una especie de extraterrestre de instintos autoritarios que plantea una amenaza gravísima a la democracia en Estados Unidos y por lo tanto en el resto del mundo. Si bien algunos rezan para que la pesadilla transcurra rápidamente y que, una vez terminada, se restaure lo que toman por la normalidad, otros entienden que ha alcanzado su fin definitivo una época de hegemonía progresista basada en ilusiones y que el futuro será muy distinto del imaginado por quienes acaban de entregar el poder al hombre que más odian.

  Mal que a muchos les pese, lo representado por Trump no desaparecerá cuando termine su mandato, sea por motivos de salud - tiene 78 años -, o porque la constitución norteamericana vigente no le permita ser reelegido en noviembre de 2028. La sensación casi universal de que el llamado progresismo ha fracasado en América del Norte y Europa se debe principalmente a la forma nada igualitaria en que han estado evolucionando todas las economías, incluyendo a las atrasadas que, de manera creciente, propenden a privilegiar a sectores ya acomodados en desmedro de la mayoría.

En todas partes los que se creen injustamente rezagados están rebelándose contra el statu quo, de ahí el ascenso de Trump y de dirigentes denostados por “derechistas” en Europa. Si bien Trump es un magnate relativamente rico que nunca ha sido pobre, comparte la hostilidad hacia “la casta” del grueso de sus compatriotas que la considera  responsable de una situación que está resultando insostenible en sociedades de pretensiones  democráticas.

 Aunque a primera vista parece arbitrario vincular el orden económico imperante con los conflictos culturales en torno a cuestiones de género o de los derechos de grupos étnicos, están interconectados porque los más beneficiados por la revolución tecnológica que está en marcha procuran justificar su buena fortuna con alusiones a su presunta superioridad moral. Lo hacen adoptando un discurso que según algunos es de izquierda, para no decir casi marxista, que usan para defender una realidad social que podría calificarse de derechista en que una minoría relativamente acomodada se comporta como una suerte de aristocracia que quiere alejarse anímicamente de “los deplorables”  de la gente común.     

Mientras que Trump se afirma resuelto a restaurar cierto respeto por lo que dice es el sentido común luego de cuatro años de insensatez progre en que temas vinculados con la transexualidad, los supuestamente inextirpables prejuicios racistas de todos los blancos y los crímenes cometidos por generaciones ya idas de norteamericanos que dominaban el discurso oficial e incidían decisivamente en muchas medidas que fueron tomadas por el gobierno de Biden, los comprometidos con el viejo orden que su sucesor ya ha comenzado a despedazar lo acusan de querer instaurar una dictadura ultraderechista.

No les faltan pretextos; en una oportunidad, Trump dijo que le gustaría ser “dictador por un día” y no cabe duda de que quisiera castigar a quienes lo sometieron a una campaña de lawfare con el propósito de hundirlo. En vísperas de su salida, Biden, dolorido por la decisión de los fabulosamente adinerados dueños de los gigantes tecnológicos de colaborar con Trump, advirtió que estaba formándose una oligarquía plutocrática que “amenaza nuestra democracia”. Tendrá razón, pero exageran quienes tildan a Trump de “fascista” y ven en él una versión norteamericana de Adolf Hitler, atribuyéndole idearios que le son radicalmente ajenos.

Huelga decir que, en un período tan confuso como el actual en que se ha difundido la sensación de que el mundo ha perdido el rumbo, es muy intensa el hambre de certezas, razón por la que el repudio del statu quo globalista y la revalorización de identidades colectivas, en especial las nacionales, que sirven para cohesionar las distintas comunidades, están haciéndose cada vez más fuertes tanto en Estados Unidos como en los distintos países de Europa.

Trump se ve como un gran pacificador que, gracias al poder militar y financiero de su país, será capaz de poner fin a las guerras que están causando tanto sufrimiento en Ucrania, el Oriente Medio y otras regiones. En su opinión, casi todas se deben a la pusilanimidad de Biden que no se hizo respetar por los enemigos de la civilización occidental. Se trata de algo que Trump se propone cambiar; es de prever que pronto ordene a los “autócratas” rusos, chinos e islamistas dejar de causar problemas. Aunque es poco probable que obedezcan, hablarles desde una posición de fortaleza podría producir mejores resultados que la estrategia ensayada por su vacilante precursor demócrata.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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