Friday 10 de January, 2025

OPINIóN | Ayer 18:51

Frente al desafío islamista

El ataque en Nueva Orleans plantea una pregunta incómoda para Occidente: ¿hasta dónde puede llegar la avanzada? Las políticas migratorias y sus consecuencias.

Toda vez que se produce otra masacre en un país occidental, como la de hace poco en Nueva Orleans, cuando un sujeto a bordo de una camioneta embistió a centenares de festejantes, dando muerte a quince e hiriendo a muchos más, o el episodio casi idéntico que días antes había ocurrido en la ciudad alemana de Marburg, o hay una matanza en una sala de conciertos, como las de Moscú, París y Manchester, surge la pregunta: ¿está relacionada con el terror? 

Como todos sabemos, cuando es cuestión de actos de violencia extrema, “terror” quiere decir “islamismo”, pero en América de Norte y Europa las autoridades políticas y policiales son tan reacias a brindar la impresión de estar discriminando entre los distintos cultos religiosos que prefieren hablar en código. También fingen desconocer los motivos de asesinos que gritan “allahu akbar” y otros eslóganes yihadistas; al fin y al cabo, todo sería mucho más sencillo si sólo se tratara de lunáticos abrumados por problemas personales, no de fanáticos de una religión importante.  

A pesar de los frecuentes atentados sanguinarios que son perpetrados por islamistas, los progresistas del mundo occidental siguen aferrándose al multiculturalismo según el cual todos los credos son igualmente respetables. Insisten en que el islam puede convivir pacíficamente con el ateísmo, el judaísmo, el cristianismo y el hinduismo, de suerte que los roces esporádicos que merecen la atención de los medios son meramente anecdóticos. Como nos aseguró el entonces presidente norteamericano George W. Bush en setiembre de 2011, cuando aún humeaban las ruinas de las Torres Gemelas de Nueva York, “el islam es la paz”.

¿Lo es? Si bien muchos políticos e “influencers” intelectuales siguen insistiendo en que los yihadistas no son musulmanes auténticos sino oportunistas que han “secuestrado” una religión que es esencialmente benigna, tanto en Estados Unidos como en Europa, está cobrando fuerza la convicción de que, por su naturaleza, el islam es incompatible con la coherencia social y que los dirigentes políticos occidentales cometieron un error gigantesco al permitir la entrada de comunidades nutridas de musulmanes -en Europa ya hay más de 25 millones- que, en vez de integrarse, se enorgullecen de su negativa a hacerlo.

No extraña, pues, que incluso políticos como el presidente francés Emmanuel Macron quisieran deportar a los más radicales, o que el ministro del Interior de su país, Bruno Retailleau, haya marcado el décimo aniversario de la masacre de los periodistas de Charlie Hebdo hablando de la batalla incesante que las fuerzas de seguridad tienen que librar contra “el totalitarismo islámico”. En Europa están intensificándose a diario las presiones para que los gobiernos tomen medidas drásticas para obligar a los inmigrantes a elegir entre adaptarse plenamente  a las costumbres nacionales o regresar a su país de origen. Para alarma de muchos políticos, parecería que la mayoría rehúsa resignarse al futuro islámico pronosticado por el escritor Michel Houellbeque en la novela “Sumisión”, título que, claro está, es una traducción literal de la palabra islam. 

De más está decir que Francia no es el único país europeo en que el grueso de la población quisiera ver reducida la presencia musulmana. Como en Estados Unidos, son cada vez más los partidarios de expulsiones masivas de quienes a su juicio les son irremediablemente ajenos. En el Reino Unido que, en opinión de algunos había logrado crear una sociedad multirracial y multicultural exitosa, la tolerancia mutua que supuestamente impera corre peligro debido a la intervención de nada menos que Elon Musk que, horrorizado por la negativa del gobierno del laborista Sir Keir Starmer a hacer más para combatir a las bandas de musulmanes pakistaníes que desde hace décadas han estado violando, torturando e incluso asesinando a chicas blancas muy jóvenes de clase obrera sin que la policía o las autoridades locales tomaran en serio las denuncias por miedo a verse acusadas de “islamofobia” y, en el caso de políticos laboristas, de perder votos musulmanes o ayudar a la mítica “ultraderecha”.

Según el norteamericano de origen sudafricano que, además de ser el dueño de la red X (ex Twitter), se ha erigido en “el primer amigo” de Donald Trump, la ministra responsable de proteger a las mujeres y niñas británicas merece estar encarcelada por su actitud prescindente. Aunque durante años muchos periodistas y activistas formularon protestas idénticas a las que acaba de difundir Musk, ninguna ha tenido un impacto comparable. Tal vez no exageren quienes prevén que la furia popular contra la “elite” política e intelectual que no vacilaba en sacrificar a miles de chicas vulnerables en el altar del multiculturalismo tenga consecuencias políticas y sociales revulsivas no sólo en el Reino Unido sino también en otros países europeos, entre ellos Alemania, Suecia y Francia, en que se ha hecho notoria la propensión de demasiados varones musulmanes a tratar a mujeres occidentales como objetos sexuales libremente disponibles.

 El que la convivencia armoniosa de comunidades conformadas por personas de culturas tan distintas como las musulmanas y las de raíz cristiana pueda ser un ideal inalcanzable dista de ser sorprendente.  Cualquiera que ha prestado atención a lo que dicen los dirigentes musulmanes mismos entenderá que la suya es una fe intrínsecamente expansionista que no se destaca por la voluntad de tolerar a rivales. Basada como está en conceptos tan claros como rígidos, suministra a los creyentes una fórmula que, a través de los siglos, ha sido asombrosamente exitosa, de ahí su poder de atracción. A diferencia de tantos occidentales que se sienten confundidos y desanimados en un mundo que ha perdido contacto con las certezas religiosas de antaño, pocos adherentes al islam se ven inmovilizados por dudas, lo que, huelga decirlo, inspira una mezcla de respeto y temor entre los demás.

 He aquí una razón por la cual, en Europa y América del Norte, muchos hijos y nietos de familias musulmanas que se habían asimilado a sociedades occidentales cuando éstas aún se caracterizaban por la confianza en su propia superioridad, se “radicalizaron” hasta tal punto que algunos se unieron a los terroristas del Estado Islámico que no vacilaban en decapitar o quemar vivos a aquellos infieles que cayeron en sus manos. Para los estudiosos islámicos de las universidades más prestigiosas del mundo musulmán, tanto salvajismo plantea problemas engorrosos, ya que los terroristas pueden justificar sus acciones aludiendo a versículos coránicos que ordenan a los fieles tratar así a sus enemigos.  

 A los norteamericanos y europeos, con la excepción significante de los polacos, húngaros, serbios y otros que, para indignación de sus vecinos occidentales, no han olvidado la historia reciente de sus pueblos, les cuesta tomar en serio las pretensiones islámicas. Les parece absurdamente anacrónico sostener que, a partir del año 632, cuando, luego de la muerte de Mahoma, sus seguidores emprendieron una campaña de conquistas que los llevaría al Atlántico en el oeste y las fronteras de China en el oriente, el islam plantea una amenaza bien real a los reacios a someterse a sus doctrinas severas y que esta situación no ha cambiado. Sin embargo, aunque desde mediados del siglo XIX los europeos y sus descendientes se sentían tan seguros de su supremacía militar e intelectual que se acostumbraron a tratar el islam como una antigüedad exótica que, lo mismo que el cristianismo, no tardaría en limitarse a la esfera privada de las personas, el triunfalismo así supuesto resultó ser prematuro.  

Si bien tal actitud estaba compartida por dirigentes musulmanes modernizadores como Mustafa Kemal Atatürk, hace casi cien años se puso en marcha una reacción “fundamentalista” que, andando el tiempo, tendría un impacto muy fuerte no sólo en los países árabes sino también en el resto del mundo.  El ideario de la Hermandad Musulmana inspiraría a Hamas, al-Qaeda, los talibanes de Afganistán y otras organizaciones sunitas afines, e incidiría en sus equivalentes chiitas como Hezbolá, los hutíes de Yemen y, claro está, en los teócratas rabiosos de la República Islámica de Irán.

A esta altura, parece insensato insistir en subestimarlos, como si sólo fuera cuestión del exhibicionismo de un puñado de energúmenos religiosos que pronto entrarán en razón, pero por miedo a desatar conflictos en sus propios países, virtualmente todos los dirigentes occidentales actúan como si creyeran que sería mejor minimizar el significado de la rebelión islámica contra el orden mundial existente.  

Se trata de un error que los chinos no se proponen cometer. En la región de Xinjiang, han encarcelado a por lo menos un millón y medio de uigures -miembros de una minoría túrquica- en campos de educación, o sea, de concentración, con el propósito de obligarlos a abandonar el islam. Mientras que los gobiernos de muchos países occidentales han protestado contra lo que está ocurriendo en nombre de los derechos humanos y el respeto por la libertad religiosa, los representantes de países musulmanes que privilegian sus lazos económicos con China han preferido guardar silencio. Saben que, a diferencia de lo que sucedería en una democracia occidental, el régimen de Xi Jinping no soñaría con modificar su forma de tratar a una minoría problemática por motivos de política exterior. 

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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