No escribo sobre el pasado. Escribo sobre el presente. Hay una memoria que falta. Es la memoria de las personas que se quedaron en el país, que fueron perseguidas, que debieron refugiarse, esconderse, mudarse. Que callaron. Y, en la palabra “insilio”, hay algo que se antepone: ese prefijo “in-” que tiene su correlato en la preposición latina: “in” : “en”, pero también “in-” en latín es “hacia”, “sobre” o “contra”; y, a su vez, expresa negación: “no”. La polisemia del prefijo resulta tan compleja como el propio concepto y su vivencia. Como idea en construcción, el edificio del insilio se erige en dialéctica permanente con el de exilio, donde “ex-” es “desde”: ese prefijo expulsivo. Pero también sirve como herramienta para preguntarse “desde dónde” pensar el objeto recién estrenado.
Contra lo que el sentido común indicaría, insilio es en movimiento, en intemperie, un “adentroafuera” que el exilio interno o interior no nombraba: dejaba NN a las víctimas vivas innombradas de la represión estatal, del terrorismo de Estado entre la segunda mitad de la década del setenta y la primera mitad de la década del ochenta del siglo XX. Diez años, no los siete que duró la última dictadura militar en la Argentina. Y más si se mira al resto de los países del Cono Sur afectados por el Plan Cóndor. Así, los años y los daños podrían sumarse, en yuxtaposición de temporalidades, como los pliegues de la Cordillera de los Andes.
El fenómeno es regional, aunque adquirió distintas características en cada país. En Chile, fue el propio gobierno dictatorial de Augusto Pinochet el que estableció el desplazamiento forzado interno, una forma moderna de destierro o prisión política: la relegación, mientras que en Uruguay el insilio era una opción que podía llegar a pautarse con las autoridades. No así en la Argentina: se trataba de huir, de salvar el pellejo con algún grado de camuflaje.
Sin embargo, no todo insilio es encierro. Esta frase será un mantra, un estribillo. Se empieza por la negativa, que habilita el prefijo “-in”. Tampoco todo insilio es desplazamiento interno forzado: un sótano, una doble pared falsa, el ducto de ventilación de una fábrica, un caño, un placard, debajo de una cama, un camión. Para usar la jerga de la época: un “embute”. Esos han sido, también, los insilios. Aunque la mayoría de las personas insiliadas han debido mudarse de ciudad, de provincia, de casa, solo con lo puesto, un par de hijos en brazos o en panzas, un bolso o una manta, y poco más.
Hay una memoria que calla. Una memoria ausente, silente. Vacante. Quienes se reconocen insiliados, y que representan una minoría en una inconmensurable cantidad de población, dicen que los dos principales atributos del insilio son el silencio y el dolor. También el miedo. ¿Cómo hablar sin ser nombrados? ¿Cómo reconocerse en y con otros si no existe la palabra que nombre, que diga? ¿Cómo recordar sin abrir la herida? No se habla porque duele, pero duele igual. ¿Cómo hacer, entonces, el duelo de algo que existió sin ser nombrado y que, por lo tanto, no existe?
La pregunta acá no es dónde están quienes desaparecen, sino qué desaparece en quienes quedan. […] ¿Cuáles son esos acuerdos? ¿Quiénes los establecen? ¿Políticos? ¿Medios? ¿La justicia? ¿La academia? ¿Las organizaciones de derechos humanos que no miran el insilio? ¿La sociedad en su conjunto? El problema del insilio es la falta de identidad. ¿Quién soy si nadie me ve, nadie me nombra, me “ningunean”?
Entonces: ¿En qué serie incluir el insilio? ¿Cuál es la familia, el género, la especie? La socióloga Ana Jemio3 parte de una base metafórica: la plantita arrancada de su terruño que queda con las raíces al aire y es trasplantada a un otro lugar. Desterritorializada, agrego, en términos de Gilles Deleuze. Jemio hablará de reterritorialización.
Hay, entonces, una primera hipótesis fuerte: el insilio existe hoy, aun en el sentido restringido, al hablar, con Ortiz, de “una de las formas de afectación del terrorismo de estado” en sintonía con los estudios que han comenzado a circular en el campo de la historiografía, la sociología, la antropología social y sus adyacencias, en cuanto a los faltantes: las deudas del pensamiento sobre el terrorismo de estado anclado en los setentas/ochentas.
En un diálogo informal con la historiadora Soledad Lastra, me preguntó para qué generar una nueva categoría donde ya hay algo que nombra: desplazamiento o migración forzada interna. A lo cual le respondí: nombrar insilio como nombramos exilio. Porque falta la palabra que dé identidad. Lastra cuestiona: si se establece una nueva categoría de víctimas, hay victimarios y, por lo tanto, se abre la opción del reclamo al Estado. Aunque, como se verá más adelante, la reparación económica no es lo que están planteando las personas insiliadas que dan su testimonio.
Cuando hablamos de insilio, aparece, inevitablemente, el exilio. La polémica entre quienes se fueron y quienes se quedaron es un producto que figura en la mesa de saldos del terrorismo de Estado. Talló en el ámbito militante, en el campo intelectual, entre universitarios. La licenciada en Ciencias de la Comunicación y archivista Mabel Bellucci mira la dicotomía exilio/insilio desde su experiencia personal, teniendo en cuenta la variable de clase: “Fue muy fuerte y no sé si se resolvieron del todo las tensiones entre la gente que volvió del exilio y la gente que se quedó acá. Por un lado, en el exilio se formaron cuadros profesionales, docentes universitarios, intelectuales de talla, periodistas avezados que abrieron medios gráficos y, en menor medida, integraron cargos en las instituciones gubernamentales. Un ejemplo preciso fue la apertura de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, fundada por una afluencia de especialistas que regresaron del exilio. Posiblemente, disponían de cierto nivel adquisitivo antes que les permitió salir a las corridas del país, y luego, cuando llegaron, lograron insertarse con mayor facilidad por sus trayectorias recorridas. Desde ya que todo lo dicho resulta de cierto relativismo y excepcionalidad que no hace a una norma generalizada. En cambio, en el insilio se perdieron carreras, trayectorias y puestos de trabajos. Había poca información disponible. La clase obrera y otros grupos no pudieron exiliarse. Eso generó enconos y aversiones por la vida que no pudieron tener. Yo estuve en ambos lugares. Fue un desplazamiento del exilio argentino muy grande, tanto en México como en Venezuela. En cambio, para la gente que se quedó acá, ¿qué podían hacer? A principios de los setenta, yo estaba cursando la carrera de Sociología en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la calle Independencia. Me faltaban pocas materias cuando la cerraron en 1975, y nunca logré egresar porque desapareció mi legajo. A mí nadie me persiguió, ni tampoco la policía gastó un litro de nafta para detenerme. Me fui en el ‘77 debido a que dos compañeras con las que trabajábamos juntas en la Campaña de Alfabetización de Adultos habían sido detenidas y desaparecidas. Entonces decidí irme del país y lo hice sola. Elegí México, ya que se encontraba exiliado [Héctor] el Toto Schmucler, que había sido mi profesor en la carrera de Comunicación en la Universidad Nacional de La Plata. Para mí no fue fácil, debí atravesar situaciones complicadas a causa de que yo no había estado presa ni desaparecida como sucedía con la mayoría de los exiliados. A partir de las intensas charlas con Schmucler, a los dos años resolví regresar. Más aun, fue él quien me aconsejo que lo hiciese”.
En ese mismo sentido se expresa Daniel Lauria, historiador y gestor en Educación Pública: “Nosotros durante el Proceso no habíamos podido hacer posgrados, y los que vinieron de afuera venían con posgrados, sobre todo los 'argenmex', y acá se abrían los concursos en las universidades y ganaban ellos. Nunca se consideró la situación de los que nos habíamos tenido que quedar y no nos habíamos podido formar. Fue una situación muy difícil para los que nos quedamos, porque el acceso a la docencia universitaria prácticamente lo teníamos vedado. Con los años sí pudimos acceder a cargos en la universidad”.
Muchos docentes universitarios expulsados por las intervenciones de la dictadura conformaron lo que se conoce como “La Universidad de las Catacumbas”, en alusión a las casas particulares que funcionaban como escondites intelectuales insílicos. La trayectoria es narrada por María Eugenia Villalonga (2022) con testimonios de aquellas personas que pasaron por esas aulas-casa, cuando el conocimiento fue excluido de las instituciones públicas para recluirse en espacios privados. Entre los docentes de la Universidad de Buenos Aires que dictaron cátedra por afuera de la institución, la autora menciona a Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo, Jorge Panessi, Ricardo Piglia, Eduardo Romano, Jorge Lafforgue y Beatriz Lavandera. Aventuro que la mayoría son casos de insilio, tanto de las personas como del saber. Muchos volvieron en 1984 a las aulas de Filosofía y Letras de la UBA, cuando el pensamiento regresó a los claustros universitarios.
Sin embargo, Gabriela Águila habla de una cultura de resistencia en la superficie que tiene como faro la experiencia de Teatro Abierto en 1981: “Aun sin dejar de considerar que la censura, el control y las restricciones sobre las expresiones culturales que cruzaron toda la dictadura, numerosos estudios han mostrado que la producción intelectual y el campo artístico y cultural no fueron arrasados o anulados. Esto contradice la imagen del 'apagón cultural' que predominó en los años de la transición democrática, que concebía al período como carente de expresiones intelectuales, culturales y artísticas o, en todo caso, que estas solo se habían producido en las 'catacumbas' o en los círculos del “under”. Por el contrario, varios autores han demostrado que en distintos momentos se llevaron adelante iniciativas artísticas y culturales de carácter alternativo”.
¿Cómo salir para siempre de ese lugar donde la historia ha arrojado al insilio? En línea con Águila, Jensen y otros trabajos sobre exilio, pienso a insiliados no solo como víctimas, sino también con poder de agenciamiento: sobrevivir es resistir.
Desde ese lugar también se puede rebatir el concepto de derrota, altamente connotado, pendular y aún no saldado. Ghigliani despliega el abanico de posibilidades a partir de quienes escribieron sobre el tema dentro y fuera de la academia, en cuanto a su reconocimiento o no, su alcance e incluso la pertinencia de periodizar. En las entrevistas realizadas, el péndulo oscila entre la derrota política temprana que podría fecharse desde el llamado a elecciones en 1973 o ese mismo año, el 25 de septiembre, con el asesinato de José Ignacio Rucci, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica, que hará “sonar el escarmiento” de Perón; hasta el copamiento de La Tablada por parte del Movimiento Todos por la Patria durante el gobierno de Raúl Alfonsín en 1989, o el fin de Montoneros ese mismo año, pasando por distintos mojones en el bienio 74-75, en función del desmantelamiento de las organizaciones armadas y gremiales clasistas y la actuación de la temible Triple A con un punto de inflexión innegable: el 24 de marzo de 1976.
El año 1989 no solo significó el fin de una década. En la Argentina, coincidió con el fin de un gobierno “de transición”, el de los juicios a las juntas, donde se juzgaban casos de desaparición de personas, con las propias víctimas como testigos, y el de los frenos legales de Obediencia Debida y Punto Final. Pero además, 1989 fue el año de la caída del Muro de Berlín, esa gran derrota global de la utopía socialista. Ante la pregunta sobre cuándo y cómo fechar la derrota en la Argentina, la socióloga Ana Jemio contextualiza: “Hubo familias que se proletarizaron antes del genocidio, pero el sentido de ese traslado (...) es empezar una vida de cero, en el marco de un proceso que viven como revolucionario (...). Ese mismo proceso después de la derrota, aun cuando implique salir de tu lugar conocido, desplazarte e intentar armar tu plantita en otro lugar, tiene otro sentido porque no está inscrito en esa estrategia de genocidio sino en la lucha de clases. Juan Carlos Marín e Inés Izaguirre analizan la avanzada de la política represiva cuando la estrategia de la alianza del régimen, que consiste en dividir el campo popular, establece una primera cesura con la convocatoria a elecciones en el ‘73, entre los que apuestan al retorno democrático y los que están en contra. Hay un momento de pase a la ofensiva con Cámpora y después de la asunción y de la muerte de Perón empieza una retirada defensiva. Pablo Pozzi dice que en 1975 las organizaciones no estaban derrotadas porque en ese año hay un pico de crecimiento de las organizaciones revolucionarias, y el Rodrigazo: un fenómeno de masas y de calle. Pero lo hacen en un contexto de debilidad porque ya venían en un proceso de división previa. Un elemento a atender es cuando de la ofensiva tienen que pasar a la defensiva”.
Soledad Lastra añade que hubo militantes en el exterior que tampoco se consideraban exiliados, mucho menos derrotados, fundamentalmente las cúpulas de las organizaciones armadas y/o militantes con peso o jerarquía que se habían instalado en otros países porque el extranjero significaba la posibilidad real, objetiva, de continuar la lucha.
¿Por qué es importante hablar de la derrota en función del insilio? Para establecer una diferencia entre insilio y clandestinidad, aunque ambas instancias tengan puntos en común: itinerancias varias, cortes de lazos, escondites, cambios de identidad. A lo que comúnmente podríamos considerar una excepción que confirma la regla, y en función de la imposibilidad material de hacer un censo del insilio o una contabilización que nos aproxime a un relevamiento cuantitativo, cada testimonio cobra un valor extra, el valor de la oferta escasa visto como demanda.
Vaya ejemplo el de la prima de un importante cuadro montonero que, siendo niña, vivió la situación de convivir con su primo clandestino, cuando sus padres lo escondieron por un tiempo en la vivienda familiar, “poniendo en peligro a toda la familia”. Ella se considera, por ese motivo, insiliada. La pregunta surge, inevitable. ¿Toda persona que se considera insiliada lo es? ¿Se puede decir que una persona es insiliada si no se identifica con el término? ¿Y cuando alguien no conoce la palabra?
En una entrevista con la escritora Paula Bombara, hija de padre desaparecido y madre reaparecida, que ancla su historia personal en una situación insílica, me dice: “Eso que vos llamás insilio…”. En su caso, como en el de tantos otros, la palabra pronunciada opera como un ábrete sésamo. Un entrevistado dijo haber sentido alivio “porque ahora lo que viví tiene un nombre”. […]
Entonces, para empezar, considero necesario acercar la lupa a algunas definiciones y conceptos estudiados y discutidos dentro del campo semántico de los derechos humanos y del terrorismo de estado, para rodear un objeto hasta hoy poco mirado.
Si bien es la Historia la disciplina que más desarrollo está teniendo en la actualidad alrededor del concepto de insilio en un sentido restringido, me ha servido acercarme al trabajo que, desde la sociología, ha conceptualizado el genocidio para sacarlo del sentido común de matanza de personas en comunidades para pensarlo como estrategia. De esta manera, y para construir un marco al cuadro del insilio como fenómeno político, resulta de utilidad la perspectiva propuesta por Daniel Feierstein. Se lee en este fragmento del artículo escrito por el sociólogo junto con Malena Silveyra: “En el caso argentino, el genocidio tuvo como objetivo la destrucción de las relaciones de reciprocidad de los sectores populares, a partir de la instalación del terror que produce la desconfianza generalizada entre pares, fragmentando los lazos sociales que conforman los colectivos / comunidades y aislando a los sujetos. (…). Esta transformación identitaria tenía como objetivo construir las condiciones sociohistóricas para la implementación del modelo de acumulación de valorización financiera y ajuste estructural. Desde nuestra perspectiva, entonces, el genocidio busca destruir esa territorialidad que contiene pero no se agota en los sectores más activos y comprometidos del campo popular, con el objetivo de generar una transformación estructural de la sociedad que incluye el conjunto de las relaciones sociales (la forma que adopta el modo de producción, los valores culturales, los modos asociativos entre pares, etc.)”.
Los efectos del genocidio, así considerado, se expanden hasta nuestros días. Según Ana Jemio, es posible hacer serie con otras prácticas represivas que forman parte del genocidio, como estrategia de poder donde el destierro adquiere una forma específica, que puede ser el insilio o el exilio. Para entender esa serie, la socióloga propone ciertas analogías con los presidios políticos. No porque insilio sea encierro carcelario (de ninguna manera lo es), sino porque comparte la necesidad de enmarcarse en el genocidio como tecnología represiva. Desde ahí podría hablarse de un panóptico del insilio. [...]
Existe en el insilio una ruptura que abarca tres momentos: destierro, desplazamiento y reterritorialización. En una primera instancia, hay una salida del lugar conocido y sobrevienen estrategias de adaptación. En su libro “Los contrabandistas de la memoria”, el psicoanalista egipcio Jacques Hassoun se refiere a la transmisión y el legado, y a la posibilidad de construir una subjetividad propia a partir (y contra) el legado de las generaciones anteriores: “Es evidente que, salvo excepción, lo que hemos heredado es constantemente modificado de acuerdo a las vicisitudes de nuestra vida, de nuestros exilios, de nuestros deseos. Una transmisión lograda ofrece a quien la recibe un espacio de libertad y una base que le permite abandonar (el pasado) para (mejor) reencontrarlo”.
Ahora, ¿qué ocurre cuando ese legado se corta o se distorsiona por una situación que genera desapariciones, exilios, éxodos, insilios? Cuando los lazos se tuercen, cuando los tejidos se desgarran. Sostiene Jemio: “En la migración, hay una interrupción en la común dialéctica de legado y transformación. Uno vive bajo la estrategia de una supuesta continuidad que se construye a partir de aquello que hereda y lo va transformando lentamente en función de su propia realidad. Se va produciendo una dialéctica de lo heredado y las transformaciones cotidianas. Hay una interrupción abrupta en la gran familia de la migración, dada por la lisa y llana salida de tu lugar habitual que te garantiza la continuidad, el desplazamiento hacia otro lugar que tendrá un menor o mayor parecido con lo que era tu continuidad y los esfuerzos para restituirla. Que sería volver a plantar la plantita como sea. Eso te ayuda a pensar la otra vertiente (del insilio), sin el destierro y el desplazamiento, pero una interrupción lo suficientemente poderosa en tu entorno y vida cotidiana que disloque tu lugar conocido, lo transforme en otro y requiera una readaptación de tu arsenal de saberes de vida cotidiana para poder sobrevivir en esa nueva realidad que en apariencia no ha cambiado en su continuidad pero que ha sufrido de tal modo que implica un corte. Y, por lo tanto, en lugar de la reterritorialización, lo que se ponen en juego son estrategias de adaptación a esa súper transformación. Aquí se arma esta idea del panóptico, el espacio de encierro y la tecnología disciplinaria”.
Migraciones internas forzadas, insilios sin desplazamiento y todas las formas anteriores del panóptico genocida, que deja esquirlas en el territorio y en los cuerpos a lo largo del tiempo, hasta el presente. Para eso, otra metáfora viene a cuento: el caldito y la sopa. Así lo explica Silveyra: “El caldito y la sopa es una metáfora construida por la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos para explicar los efectos del sistema concentracionario en el conjunto social. En el Seminario 'Argentina posdictatorial. ¿Sociedad de sobrevivientes?' que convocaron con la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía de la UBA a mediados de los noventas, se preguntaban qué les había pasado durante la dictadura a aquellos que no habían sido secuestrados. Como parte de ese ejercicio reflexivo, los sobrevivientes concluían que el campo de concentración había sido como esos cubitos de caldo concentrado y que el conjunto de la sociedad era como el agua caliente donde se pone ese cubito para obtener la sopa. Así como pasa con la sopa, decían, pasa con el terror que produce el campo: en ese cubito se concentra el terror, el dolor, las resistencias y las estrategias más desesperadas de los que están secuestrados para intentar sobrevivir. Cuando se disuelve en el agua hirviendo y se transforma en caldo, el terror alcanza a todos los rincones de la olla, pero de un modo un poco más sutil, más difuso. Como el caldito de la metáfora de los sobrevivientes, los debates que se encuentran concentrados en las causas, se desparraman en la gran olla. Mantienen la historia viva y en movimiento, nos interpelan sobre las verdades construidas, nos ayudan a mantener abiertas las preguntas y a vivir con la tensión de la búsqueda de respuestas. No dejan que creamos que es posible que el pasado pase, nos impiden la ilusión de que podemos volver a ser agua. Somos caldo, uno que contiene el terror, el dolor, la ausencia; pero también todo lo que hicimos con eso”.
De la sopa del insilio me ocupo. Estas citas previas al desarrollo, a los alcances semánticos y a la descomposición morfológica del concepto de insilio, apuntan a reforzar la hipótesis de que la demora en el reconocimiento de esta condición tiene que ver con cómo la sociedad de lazos fragmentados y aislada, a medida que se fue recomponiendo y reparando, dejó zonas rotas, poco miradas o desplazadas de ese mismo proceso de reparación. Es decir, que la continuidad del daño, que puede comprobarse en muchos de los testimonios, está íntimamente conectada con la imposibilidad de nombrar y de nombrarse. Incluso, de asumir las pérdidas. O, como dirá el psicoanalista y cineasta Luis Camargo, uno de los primeros noventa, de no poder hacer el duelo. ¿Cómo hacer un duelo, cómo elaborar una pérdida, si no se asume que hay algo perdido, si no se reconoce el daño? Al focalizar durante tantos años, a partir del inmenso trabajo de Madres, Abuelas, H.I.J.O.S, Nietos, Familiares, y asociaciones de derechos humanos en general, en las desapariciones forzadas, en las torturas y en lo que podría considerarse el entorno más cercano de las víctimas indudables, esa otra parte del tejido social dañado no tuvo visibilidad. Pasó con el exilio. Pasa con el insilio. A las personas que transitan por esa condición marginal, Jemio las define como “víctimas orilleras”.
Si bien no pretendo restañar heridas (no puedo hacerlo), sí intento desmadejar un hecho real: hubo personas que fueron perseguidas, que corrieron peligro, que tuvieron que irse con lo puesto a donde fuera. Hubo muchísimas otras que tuvieron miedo, y el miedo era real, no era paranoia: ahí afuera había una dictadura que golpeaba cuerpos y trozaba cabezas, asesinaba y picaneaba genitales como acto simbólico destinado a interrumpir la reproducción de determinada ideología. Todas esas personas, las que vivieron y sobrevivieron, son parte de ese conjunto de las relaciones sociales que conformaron la sociedad argentina y de otros países del Cono Sur, y que fueron afectadas por las dictaduras y el proceso genocida puesto en marcha. […] Esas raíces arrancadas tienen marcas del corte. La resistencia, la resiliencia, la vida que puja, en muchos casos han hecho de esas marcas una herramienta más. En el Espacio de Memoria La Perla, Córdoba, atesoran una colección de cactus en pequeñas macetas que representan la resistencia: el cactus no necesita agua, no necesita nada, salvo un breve cúmulo de tierra, para vivir. El cactus se defiende. El arma está en su propia constitución: eso que llamamos espinas. El poder de acumulación de las plantas crasas en sus ramas-hojas. Tal vez el insilio consistió en eso: volverse caracol o tortuga, pero también –y sobre todo– devenir cactus pinchudo, planta crasa, suculenta.
Gabriela Saidon es periodista y escritora, licenciada en Letras por la UBA. Es autora de “La montonera. Biografía de Norma Arrostito” y “La reina. El gran sueño de Manuel Belgrano”, entre otros. Su último libro es “Todos nuestros insilios” (Prometeo) del cual este texto es un fragmento.
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por Gabriela Saidon
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