En el mundo occidental por lo menos, 2024 será recordado no sólo por la resurrección espectacular de Donald Trump que, de tomar en serio a sus muchos enemigos, hace un par de meses era un cadáver político destinado a pasar el resto de sus días en una cárcel de máxima seguridad, sino también por el protagonismo alcanzado por Elon Musk, el hiperactivo empresario sudafricano afincado en Estados Unidos que está en camino de convertirse en el primer trillonario del planeta. Además de ayudar decisivamente a Trump a recuperar las llaves de la Casa Blanca y, mientras tanto, continuar impulsando su muy ambicioso proyecto espacial, Musk asestó un golpe fuerte contra los enemigos “progresistas” de la libertad de expresión al adueñarse de la red social más influyente, Twitter, rebautizándolo X, y echar enseguida a los censores que excluían sistemáticamente a los contrarios a las doctrinas woke.
Desde entonces, el compañero de aventuras ideológicas de Javier Milei ocupa un lugar destacado en la demonología izquierdista. Muchos se han convencido de que, además de ser el hombre más rico del mundo, es el más peligroso. Para quienes piensan así, Musk es un representante agresivo de una elite tecnológica asombrosamente rica que está reformateando el panorama político del planeta sin tomar en cuenta las opiniones y aspiraciones de sus gobernantes, para no hablar de aquellas de los demás miles de millones de personas que lo pueblan. Una palabra de Musk es suficiente como para desatar tormentas políticas en Estados Unidos y países europeos como Alemania y el Reino Unido, donde se ha hecho rutinario acusarlo de interferir en sus asuntos internos.
Musk es una figura tan controvertida porque ha logrado combinar el optimismo desbordante de los años que siguieron al renacimiento italiano con el pesimismo apocalíptico que es típico del mundo actual. En una época en que hay un virtual consenso según el cual es insensato gastar dinero en actividades “de prestigio” que no producen beneficios tangibles inmediatos para el hombre común, se ha propuesto poner en marcha muy pronto la colonización de Marte construyendo ciudades del tamaño de Mar del Plata para la primera ola de pioneros; dice que es urgente conquistar el espacio por si la Tierra se hace inhabitable. También advierte que la caída muy rápida de la tasa de natalidad en casi todos los países del Occidente desarrollado, China y otras partes del mundo podría presagiar la extinción de la especie humana, algo que es matemáticamente indiscutible pero que, salvo en el Japón, Corea de Sur e Italia, no es motivo de mucha preocupación.
La indiferencia frente al suicidio colectivo en cámara no tan lenta que está ocurriendo puede atribuirse a que hay otros problemas que suelen considerarse más urgentes, como los relacionados con los cambios climáticos, que muchos creen podrían ser frenados si los países prósperos aceptan desindustrializarse, depauperando así al grueso de la población, y la voluntad de una proporción muy grande de los habitantes de países pobres y pesimamente gobernados de arriesgar la vida en un intento de reubicarse en Estados Unidos o Europa a pesar de todos los obstáculos que se han erigido con el propósito de mantenerlos afuera.
La pérdida de fe por parte de la intelectualidad occidental en los méritos de su propia civilización y la propensión, merced al progreso tecnológico, de las economías avanzadas a hacerse cada vez menos igualitarias, están contribuyendo a la sensación de que el orden al que nos hemos acostumbrado tiene los días contados. No sólo los occidentales mismos, sino también sus enemigos más belicosos prevén que las décadas venideras serán muy distintas de las anteriores. En muchos círculos intelectuales se ha instalado un clima parecido al imperante un siglo atrás cuando los sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial temían que nuestra civilización podría autodestruirse y abundaban obras premonitorias, de las que la más célebre sigue siendo “La decadencia de Occidente” del alemán Oswald Spengler.
El desconcierto que tantos sienten al acercarse a su fin el año 2024 es explicable; para consternación de los políticos y quienes los asesoran, los pronósticos en que basan sus decisiones continúan desvirtuándose. Hace apenas doce meses, muchos expertos acreditados creían que Israel estaba batiéndose en retirada frente a Irán, cuyos líderes no disimulaban su deseo piadoso de borrar al “ente sionista” y sus habitantes de la faz de la Tierra, y al “eje de resistencia” chiita que los teócratas habían plasmado. Ahora, opinan que Israel, luego de haber desmantelado las milicias yihadistas de Hamas y Hezbolá que dependen financiera y militarmente de Irán, está modificando tan radicalmente el equilibrio de poder en el Oriente Medio que la República Islámica de los ayatolás corre peligro de compartir la suerte de la aliada dictadura siria de Bashar al-Assad.
El que el mundo ya haya entrado en un período de cambio difícilmente previsible plantea un desafío a los encargados de la política exterior de todos los países incluyendo, desde luego, a la Argentina. Por fortuna, tal y como están las cosas, parecería que Milei acertó cuando optó por privilegiar la relación con Estados Unidos, acercándose personalmente a Trump y Musk antes de las elecciones presidenciales, y con Israel que, para más señas, es el único país de cultura mayormente occidental que no ha visto desplomarse la tasa de natalidad. Con todo, hay algunos que insisten en que sería mejor para la Argentina no alejarse demasiado de China por tratarse de una superpotencia incipiente que, merced a sus dimensiones demográficas, está por superar a Estados Unidos, si es que aún no lo ha hecho.
¿Están en lo cierto quienes piensan así? Es probable que no. Para seguir acumulando poder, China tendría que encontrar soluciones para el inmenso problema supuesto por una tasa de natalidad que se cuenta entre las más bajas del mundo, menos que la que tiene en vilo al gobierno de Japón y sólo un poco por encima de la registrada en Corea del Sur, donde es de aproximadamente “0,7” hijos por mujer, lo que significa que, después de apenas cincuenta años, la población se habrá reducido a la mitad.
Huelga decir que la conciencia de que China no tendrá los recursos financieros necesarios para cuidar a los centenares de millones de jubilados previstos está ocasionando mucho malestar que, tarde o temprano, podría tener consecuencias geopolíticas muy importantes. Así pues, si bien sería sensato que el gobierno de Milei y sus sucesores inmediatos procuraran aprovechar el poder actual de la economía china que, por suerte, es complementaria a la argentina, sería por lo menos prematuro suponer que el resto del siglo XXI se vea dominado por Pekín o que el “modelo” autoritario adoptado por el Partido Comunista chino sea superior al liberal.
La llamada “nueva derecha”, esta alianza informal de personajes y agrupaciones políticas que tanto alarma al poder establecido mayormente progresista del mundo occidental, es un fenómeno heterogéneo que, además de conservadores y liberales clásicos que están hartos de los excesos delirantes del muy influyente culto woke, tiene adherentes que sí merecen ser calificados de “neofascistas”.
Con todo, si algo caracteriza a los partidarios más rescatables de la “nueva derecha”, es el optimismo. Trump, Musk, la italiana Giorgia Meloni y, si bien las circunstancia en que se encuentra son distintas, Milei, no quieren limitarse a asegurar que la declinación de sus países respectivos sea lo menos traumática posible. Por el contrario, juran creer que, siempre y cuando sus dirigentes se adhieran a ciertos principios básicos, el futuro será mucho mejor que el pasado. Es lo que promete Trump al manifestarse resuelto a restaurar “la grandeza” de Estados Unidos y Musk cuando habla de agregar Marte al imperio humano. ¿Están delirando los dos y otros que se expresan de manera similar? Es posible pero, para los muchos que los apoyan, la actitud que han asumido es mucho más sana que aquella de quienes brindan la impresión de haberse resignado anímicamente a ver la civilización occidental que, para los más vehementes, siempre ha sido una empresa criminal, remplazada por otras muy distintas.
Simplificando mucho, uno podría decir que, en el mundo democrático, los optimistas están recuperando terreno que durante varias décadas ha estado ocupado por pesimistas. Están librando, con éxito creciente, una “batalla cultural” contra los adictos a “la autocrítica” desmoralizadora de los que están convencidos de que el mundo que en que ellos viven muy bien es una porquería que pronto recibirá lo merecido. Puede que se haya producido demasiado tarde la reacción frente al derrotismo que es típico de las elites académicas occidentales y sus aliados en las industrias del entretenimiento y en los medios, pero en vista de las alternativas, lo que está sucediendo es positivo. Si bien es innegable que las democracias distan de ser perfectas, son claramente preferibles al orden dictatorial e intrínsecamente corrupto que ofrecen al género humano China, Rusia o las sociedades del convulsionado mundo islámico.
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