Después de meses de escaramuzas que cambiaron muy poco, Cristina Kirchner cree ha llegado la hora de emprender una ofensiva general contra la Justicia. Sabe que si no logra ponerla de rodillas, tarde o temprano se verá condenada por lo que hizo cuando se imaginaba por encima de las leyes que otros tienen que acatar. Del desenlace del conflicto que acaba de entrar en una fase decisiva, dependerá no sólo su propio futuro sino también aquel del país en su conjunto. ¿Seguirá siendo la Argentina una democracia, acaso defectuosa, en que los dirigentes por lo menos fingen respetar los principios fundamentales del orden así calificado, o está por transformarse en algo radicalmente distinto, un país autoritario en que todo depende de los caprichos de los integrantes de una elite política corrupta?
Puede que, como nos asegura el presidente nominal Alberto Fernández, el flamante ministro de Justicia, Martín Soria diste de ser un kirchnerista ortodoxo, pero a pesar de sus presuntas discrepancias ideológicas con los guardianes de la fe, el rionegrino es claramente el indicado para llevar a cabo la tarea que Cristina le ha encomendado. Según el ex gobernador de su provincia natal, el senador Alberto Weretilneck, es “un violento, un improvisado, una persona sumamente agresiva” que, para más señas, “no está capacitado para el cargo, no tiene formación” pero sí “es capaz de provocar hechos gravísimos en la institucionalidad del país”.
Otros coinciden, Soria “es un talibán”, dicen, un guerrero nato que, como los berserker vikingos, hace temblar a sus propios compañeros. Será por tal motivo que Alberto demoró más de una semana antes de nombrarlo como ministro de Justicia en reemplazo de Marcela Losardo que, desde el punto de vista de Cristina era demasiado ecuánime y, peor aún, no quería aplastar al Poder Judicial para que dejara de ocasionarle disgustos. Habrá vacilado por amor propio, para guardar las apariencias, o porque, como profesor de Derecho, no quiere ser recordado como el verdugo de la autonomía judicial.
Sea como fuere, obligado a elegir entre privilegiar la idoneidad de los dispuestos a encabezar un ministerio clave por un lado y someterse a la voluntad imperiosa de su jefa política por el otro, Alberto decidió que le sería inútil tratar de liberarse de su tutela asfixiante. En su opinión, Cristina y los militantes que obedecen sus órdenes son mucho más temibles que los jueces de la Corte Suprema o los representantes de gobiernos extranjeros, entre ellos el de Estados Unidos, y organizaciones internacionales que dicen tomar muy en serio lo de la seguridad jurídica. En cuanto a los inversores que suelen ser reacios a arriesgarse en países en que la compraventa de favores es rutinaria, parecería que la Argentina no los necesita.
Para Alberto y muchos otros políticos, encontrar la forma de legitimar la corrupción rampante de los gobiernos kirchneristas anteriores es, por un amplio margen, el desafío más importante que enfrenta el país. ¿Y lo demás, los problemas planteados por el delito, la violación de los derechos humanos en provincias regenteadas por caudillos como el formoseño Gildo Insfrán, la inflación galopante, el derrumbe de partes de la economía y con ellas los medios de vida de millones de personas, el desastre educativo, el miedo de extensos sectores de la clase media a caer en la pobreza extrema y la lentitud exasperante del improvisado programa de vacunación que, si fuera adecuadamente manejado, abriría lo que sería la única salida de la pandemia que tantos perjuicios ya ha causado? Aunque muchos coinciden en que aquí la Justicia es mala, sólo los kirchneristas y aquellos políticos que de un modo u otro dependen de ellos creen que reformarla ha de ser prioritario.
Pues bien, después de llegar a la conclusión de que Alberto no puede, no sabe o, tal vez, por algún motivo recóndito personal sencillamente no quiere forzar a los magistrados de Comodoro Py a pasar por alto las pruebas abundantes y declarar inocente a la dama que le dio la presidencia de la República, los kirchneristas más vehementes han optado por hacerle a la ciudadanía rasa un ofrecimiento que, esperan, le sería difícil de rechazar: perdonarle a Cristina todo para que, por fin, el gobierno pueda comenzar a gobernar en serio. Pueden argüir que es absurdo que, en un país abrumado por tantos problemas gravísimos como la Argentina, la política siga girando en torno a los problemas legales de una sola persona y sus hijos, de suerte que lo más sensato sería pedirles a los miembros de la familia judicial que se olvidaran de aquellas fechorías que, de haberlas perpetrado un mortal menos eminente que la vicepresidenta, le hubiera supuesto muchos años entre rejas. Después de todo, es una cosa ensañarse con “neoliberales” que se enriquecen por medios ilícitos y otra muy distinta tratar del mismo modo a líderes populares, sobre todo si éstos cuentan con una multitud de adictos.
¿Chantaje? Claro que sí, pero en vista de lo mucho que está en juego, a algunos les parecerá razonable brindar al país una oportunidad para escapar de la trampa que ellos mismos le han tendido. ¿Y si, a pesar de todo, la Justicia sobrevive a los ataques furibundos de las huestes militantes bajo el mando de Soria y, poco a poco, acorrala a Cristina y sus familiares? Según el jurista favorito de los kirchneristas más combativos, el ex juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, a menos que los jueces de Comodoro Py entren en razón y dejen de perseguir a personajes como Lázaro Báez y Amado Boudou, habrá “una pueblada” al llenar las calles de hombres y mujeres indignados que reclamarán la libertad de sus líderes.
Aunque grupos de ultrakirchneristas han organizado algunas protestas contra lo que llaman el “lawfare”, una teoría sesgada que merece la plena aprobación de Soria, los resultados de tales esfuerzos han sido llamativamente magros. Sucede que el “pueblo” no se siente conmovido ni por la corrupción protagonizada por la familia Kirchner y sus sirvientes ni por las alternativas de los procesos judiciales que están en marcha.
De estar en lo cierto Zaffaroni, el país tendría que optar entre la Justicia por un lado y el sentir popular, presuntamente mayoritario, por el otro, pero, por fortuna, no hay señales de que la disyuntiva sea tan nítida. Por lo demás, al reducirse gradualmente el nivel de apoyo que tienen Alberto y Cristina, las hipotéticas ventajas prácticas de amnistiar a los acusados de extraer de las arcas públicas vaya a saber cuántos miles de millones de dólares serían menores en comparación con los daños que para el país y sus habitantes significaría la institucionalización de la ilegalidad.
A esta altura es evidente que para los peronistas han sido soportables los costos políticos de negar que fueran fenomenal- mente corruptos los gobiernos de Néstor Kirchner y su cónyuge, pero ello no quiere decir que el electorado esté indiferente ante todas las deficiencias del gobierno actual. Por el contrario, escándalos como el de los vacunatorios VIP, los episodios de brutalidad en distintos puntos del país y la sensación, justificada o no, de que a Martín Guzmán no le será dado frenar la inflación en un año electoral, no puede sino tener un impacto muy fuerte en la opinión pública. De difundirse la convicción de que la obsesión oficial con las dificultades judiciales de Cristina está agravando las penurias de muchos millones de personas, serán cada vez más los persuadidos de que la mejor manera de superar el problema consistiría en dejar que la Justicia culmine su trabajo, sentenciándola a pasar buena parte del resto de su vida en una cárcel o, quizás, bajo detención domiciliaria.
Desde hace casi un año y medio, Cristina se las ha arreglado para ser la persona más poderosa de la coalición gobernante sin por eso asumir responsabilidad por lo que hacen sus subordinados. Confía en que los éxitos, si los hay, serán suyos, y los fracasos serán de Alberto y los integrantes de su gabinete que “no funcionan”. Como estrategia, es genial, pero al hacer gala de su capacidad para disciplinar a su delegado, la señora corre el riesgo de convertirse en el blanco principal de los ataques de quienes se sienten perjudicados por la torpeza oficial. Si bien los peronistas son maestros del arte de ser a una vez gobernantes y opositores, a Cristina no le será nada fácil convencer a quienes siguen siéndole leales que, desde su lugar en el Senado, está luchando por defender a los vulnerables contra sujetos seducidos por el “neoliberalismo” que quisieran depauperarlos todavía más.
El esquema conforme al cual este gobierno peronista tendría un ala moderada encabezada por Alberto y una más extrema que respondería a Cristina hizo posible el triunfo electoral de 2019 y, durante varios meses, sirvió para desviar la atención de las críticas formuladas por representantes de una oposición dolorida tanto por la derrota que había sufrido como por su propia incapacidad para impedir que la economía experimentara una de sus esporádicas caídas. Por suponer que en el fondo Alberto compartía los mismos valores que los socialdemócratas escandinavos, muchos le daban el beneficio de toda duda concebible; creían que mantendría a raya a los exaltados. Puesto que al presidente y, sobre todo, a Cristina, les convenía dicha ilusión, borrarla fue un error que podría costarles muy caro.
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