A personajes como el presidente norteamericano Joe Biden y el hiperactivo secretario de Estado Antony Blinken, además de los dirigentes políticos de los principales países europeos, les parece evidente que el conflicto entre Israel y sus enemigos es una disputa territorial como tantas otras que pudieron solucionarse luego de negociaciones arduas en que, luego de tomar en cuenta los presuntos derechos históricos de los contrincantes y las realidades demográficas, todos coincidieron que les sería beneficioso alcanzar un acuerdo firme. Los que piensan así dan por descontado que el Oriente Medio dejará de ser un campo de batalla en cuanto los palestinos tengan un Estado propio con fronteras bien precisas.
¿Por qué, pues, es Irán, que está a casi 1.800 kilómetros de Israel y no aspira a apoderarse de un pedazo de su territorio, el país que encabeza la ofensiva contra “la entidad sionista”? Porque a los dirigentes iraníes les importan muchísimo más sus convicciones religiosas que las reglas geopolíticas que reivindican quienes aceptan como natural el orden que se remonta a la Paz de Westfalia de 1648 en que el mundo queda dividido entre Estados independientes, soberanos y, en principio por lo menos, iguales.
Se trata de un esquema que, a ojos de los islamistas, es una imposición occidental. Para ellos, el planeta se divide entre “la casa del islam” (Dar al-Islam) en que todos se someten a su propia interpretación de la voluntad de Alá por un lado y, por el otro, “la casa de la guerra” (Dar al-Harb), que aún está ocupada por infieles tercos que se resisten a convertirse a la única fe verdadera. En su opinión, la República Islámica tiene pleno derecho a correr el riesgo de desatar una guerra regional total, como bien pudo haber hecho cuando bombardeó a Israel con centenares de drones y misiles balísticos, para vengarse de la muerte en Damasco de generales de la ferozmente antisemita Guardia Revolucionaria que manejaban a las milicias de Hamas, Hezbollah y los Hutíes que forman parte del aparato militar iraní.
Aunque merced a las muy eficaces defensas aéreas israelís y la ayuda de sus vecinos jordanos que tienen sus propios motivos para oponerse al Irán chiita, además de la aportada por la aviación norteamericana y británica, el ataque fracasó, ya que los daños materiales que provocó fueron escasos y la víctima más grave fue una niña beduina que tuvo que ser hospitalizada, pocos creen que los iraníes se sentirán satisfechos por haber suministrado lo que resultó ser una bofetada leve a su enemigo mortal.
Por su parte, los israelíes se ven frente a un dilema engorroso; les es necesario impresionar a sus vecinos haciendo gala de su poderío militar, pero no les convendría enojar a sus aliados que, como siempre, preferirían una “solución diplomática” al conflicto. Mientras que algunos israelíes quieren aprovechar la oportunidad que acaban de recibir para intentar destruir las instalaciones nucleares en que, según se informa, los iraníes están a meses de dotarse de bombas nucleares, los norteamericanos están exhortándolos a declararse plenamente satisfechos con el fracaso evidente de la embestida espectacular que fue ensayada por la teocracia que aspira a borrarlos de la faz de la Tierra. Lo último que quiere Biden es que Estados Unidos se vea involucrado en una gran guerra en el Oriente Medio, ya que podría costarle los votos de los musulmanes que viven en Michigan y Minnesota, en donde podría decidirse el resultado de las elecciones presidenciales de noviembre.
Nadie sabe cómo o cuándo Israel responderá al ataque, si bien los voceros del gobierno de Benjamin Netanyahu aseguran que la eventual réplica será “muy dolorosa”. Tampoco se sabe lo que tienen en mente los iraníes, si bien muchos temen que, decepcionados por los resultados concretos de una maniobra con que esperaban sacar provecho del aislamiento aparente de Israel, ordenen a los milicianos de Hezbollah y otras organizaciones que les responden a atentar contra blancos judíos en distintas partes del mundo.
La posibilidad de que, una vez más, los ayatolas incluyan a la Argentina en la lista de países que a su juicio merecen ser castigados por tener buenas relaciones con “la entidad sionista” indujo a Javier Milei, que se ha hecho mundialmente célebre por su fervor pro-israelí, a volver apresuradamente a casa. Sin embargo, aun cuando Milei no se hubiera destacado por la firmeza con que respalda a Israel en su lucha por sobrevivir en un vecindario que es extraordinariamente violento, la Argentina continuaría estando entre los países más amenazados por la renovada guerra santa que, desde hace 1400 años, los islamistas más fanatizados están librando contra el resto del género humano. Como nos recordó la Cámara Federal de Casación Federal la semana pasada, días antes del ataque aéreo a Israel, Irán estuvo detrás del demoledor atentado de julio de 1994 contra la sede de la AMIA en que murieron 85 personas; felizmente para los iraníes, la Argentina no estaba en condiciones de tomar represalias militares como hubieran hecho países más poderosos.
En todos los países musulmanes, minorías significantes comparten la idea de que, tarde o temprano, deberían ser reincorporados a “la casa del islam” aquellos territorios que una vez le pertenecieron. De éstos, el que más les molesta es el ocupado por Israel. En el Corán, hay muchas alusiones a la perfidia de los judíos que “incurrieron en la ira de Dios” por haberse negado a afiliarse al culto promovido por el profeta Mahoma. Es por lo tanto lógico que, para quienes quieren participar en la guerra santa, derrotar al pueblo judío sea prioritario. ¿Y después? Después vendría el turno de los cristianos, hindúes, budistas y otros. Los más exaltados fantasean con apoderarse del mundo entero.
¿Cuántos toman realmente en serio la prédica de los ayatolas iraníes y los igualmente furibundos clérigos sunitas? Sumarán por lo menos cien millones, ya que se estima que hay aproximadamente mil millones de musulmanes y que más del diez por ciento se siente atraído por las versiones más extremas de su fe. Si bien la mayoría de los musulmanes vive en países ya islámicos, muchos están presentes en los enclaves que se han formado en Francia, el Reino Unido, Alemania, Suecia y, desde luego, Rusia, donde, además de tener cierta influencia política, plantean problemas nada sencillos a los servicios de seguridad que procuran mantenerse informados acerca de los movimientos de los “radicalizados” que, con frecuencia, perpetran atentados sanguinarios, como acaban de hacer en un teatro de Moscú.
A los occidentales -incluyendo, hasta el 7 de octubre del año pasado, a los “progresistas” israelíes que procuraban creer que la paz dependería de su voluntad de aceptar concesiones territoriales- les cuesta tomar al islamismo en serio. Quieren creer que la religión es un asunto privado de personas poco sofisticadas y que, con buena voluntad, todos podríamos convivir pacíficamente, de ahí la adhesión de tantos europeos y norteamericanos al “multiculturalismo”. Aunque el mundo sería un lugar mejor si estuvieran en lo cierto quienes piensan de tal modo, abundan los motivos para suponer que sólo se trata de una ilusión basada en buenas intenciones, una que se consolidó cuando la supremacía occidental pareció tan incuestionable que sociedades enteras pudieron entregarse a la autoflagelación, criticándose con virulencia por los pecados atribuidos a generaciones anteriores, sin preocuparse en absoluto por la eventual reacción de los gratamente impresionados por lo que verían como síntomas de debilidad espiritual que les sería fácil aprovechar.
Al abrir las puertas de par en par para permitir el ingreso de millones de personas de actitudes que son incompatibles con las que permitieron la formación de las sociedades democráticas occidentales, los gobiernos de Europa y Estados Unidos fomentaron el crecimiento de movimientos nativistas de la llamada “nueva derecha”. En muchos países, los grupos cada vez más poderosos así calificadas son declaradamente anti-islámicos. Como es natural, las manifestaciones multitudinarias a favor de los palestinos, y de Hamas, que empezaron horas después de difundirse noticias de la masacre del 7 de octubre del año pasado en docenas de ciudades occidentales y que siguen repitiéndose, han ayudado a los convencidos de que, debido a la presencia de grandes comunidades musulmanas, Europa ya ha iniciado un período de conflictos religiosos violentos.
Fue de prever que algo así ocurriera. Lo sorprendente es que, con la excepción de países como Hungría y Polonia que, para indignación de sus socios del oeste de Europa, se niegan a permitir la entrada de contingentes numerosos de musulmanes, tuvieron que transcurrir varias décadas antes de que, en las sociedades más ricas, los asustados por la inmigración masiva desde el Oriente Medio y África de personas que llevaban consigo los odios étnicos y sectarios de su lugar de origen, consiguieran el apoyo de sectores sustanciales de sus electorados respectivos. Tal vez habría sido mejor para todos que lo hubieran logrado mucho antes, ya que en tal caso nadie tendría que preocuparse por la agresividad creciente de los que sienten que, por fin, el Occidente en su conjunto está replegándose frente a las huestes del islam.
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