Ha entrado en una fase ominosa la guerra entre el género humano, es decir, nosotros, y el sinnúmero de seres diminutos que amenazan con ponernos de rodillas. Hasta hace poco, parecería que la estábamos ganando, pero entonces comenzaron a surgir nuevas variantes del coronavirus que amenazaban con superar todas las defensas que habíamos improvisado. Se supone que para cantar victoria será necesario vacunar a por lo menos el ochenta por ciento de la población mundial porque sólo así será posible impedir que continúen multiplicándose mutaciones peligrosas, pero por desgracia no será nada fácil producir, entregar y aplicar vacunas en cantidades suficientes como para acercarse a la “inmunidad de rebaño” universal que se busca.
Desde el punto de vista de biólogos y aquellos filósofos que meditan en torno al lugar en el cosmos del género humano, la pandemia es otro episodio en la lucha darwiniana por la vida. Si bien nuestra especie ha desarmado e incluso exterminado a otras que a través de los milenios le presentaron batalla, una, la de los virus, ha logrado montar un contraataque fulminante que dista de haber terminado. No lo ha hecho a propósito, ya que es incapaz de pensar, pero parecería que en última instancia la lógica de la evolución importa mucho más que la voluntad consciente. Mientras que se necesitan centenares, acaso miles de generaciones para que los humanos se adapten genéticamente a circunstancias nuevas, el virus lo hace en cuestión de meses, cuando no de semanas, de ahí la irrupción de la variante delta y de las todavía peores que a buen seguro surgirán pronto. Aunque es de suponer que habrá límites a las propiedades que el coronavirus puede adquirir sin la ayuda de científicos humanos interesados en hacerlo más mortífero, no hay motivos para creer que ya los ha alcanzado.
En comparación con las que vendrían después, la versión que hace un año y medio apareció en China era un patógeno relativamente innocuo que sólo atacaba a los más débiles, razón por la que políticos como el brasileño Jair Bolsonaro lo trataron como nada más que un resfrío molesto. No puede decirse lo mismo de sus sucesoras: las variantes alfa, o sea, la británica, la beta sudafricana, la gamma de Manaos y, la más temida de todas hasta ahora, la delta que se detectó por primera vez en la India. Cada una ha resultado ser más potente que la anterior que, con rapidez desconcertante, se las arreglaron para desplazar.
Según los especialistas, la delta, que ya predomina en el Reino Unido y está en vías de imponerse en el continente europeo, es entre el cuarenta y el sesenta por ciento más contagiosa que la alfa, y ni hablar de la original china. Ya está provocando estragos no sólo en la India sino también en otros países densamente poblados de Asia como Bangladesh e Indonesia. No tardará en desembarcar en la Argentina a pesar de los esfuerzos del gobierno de Alberto que, para mantenerla a raya, ha optado por castigar a decenas de miles de turistas, todos de la despreciada clase media que está resuelto a pauperizar, al dejarlos varados en el exterior.
Nadie cree que la delta sea la última de la serie. A menos que tengamos muchísima suerte, vendrán otras que resulten ser mucho más transmisibles y, tal vez, decididamente más letales. Se trata de una eventualidad que plantea un desafío mayúsculo a todos los gobiernos del mundo que, desde inicios del año pasado, vacilan entre ordenar cuarentenas rígidas por un lado y, por el otro, limitarse a pedirle a la gente que se cuide mucho. Todo sería muy sencillo si sólo fuera cuestión de elegir entre la vida y el dinero, pero privar a la mayoría de los medios económicos que precisa para vivir amenaza con tener consecuencias que sean aún más luctuosas que la pandemia misma.
Por fortuna, las vacunas que se desarrollaron en tiempo récord funcionan muy bien y, según se informa, hacen más probable que sobrevivan las víctimas del Covid que necesitan ser hospitalizadas, pero escasean y es más que probable que sea necesario modificarlas con frecuencia para que sirvan contra las próximas variantes, como en efecto sucede con las usadas para combatir la influenza común. Entre los países más perjudicados por lo difícil que es conseguir vacunas en cantidades adecuadas está la Argentina: en este ámbito, como en el económico, está incluida en la lista breve de países sui géneris de la categoría “standalone” que fue inventada por los calificadores de riesgo para aquellos en que nadie confía y que por lo tanto merecen ser abandonados a su suerte.
Tal y como están las cosas, todo hace pensar que tendremos que aprender a convivir con el patógeno, pero mientras que en algunos países la vacunación del grueso de la población reducirá los riesgos que supondría el abandono del “distanciamiento social” y el uso de barbijos, en otros, los más pobres y peor organizados, las restricciones persistirán por mucho tiempo más. Ya antes de la pandemia, propendía a ampliarse la brecha entre las sociedades que estaban en condiciones de superar los desafíos planteados por la revolución tecnológica que estaba en marcha y las que carecían de la capacidad para hacerlo. Para éstas, todo se ha hecho mucho más difícil.
No es la primera vez que un virus respiratorio haya sembrado la muerte a lo ancho y lo largo del planeta; otros, como el de la gripe asiática de 1958, el que apareció en Hong Kong en 1968 y, desde luego, el que desató la mal llamada “española” de hace un siglo, fueron peores. Así y todo, con la excepción de la “española”, pocos los recuerdan, ya a mediados del siglo pasado era menor la proporción de ancianos que en la actualidad y había mucho menos personas con “comorbilidades” como la obesidad.
Para más señas, en aquel entonces, a pocos se les ocurrió que sería una buena idea combatir las pandemias frenando buena parte de la economía mundial, pero mucho ha cambiado en el transcurso de las décadas últimas. Además de los avances médicos que, un tanto paradójicamente, han contribuido a que más personas sean vulnerables a patógenos novedosos, el crecimiento explosivo de las comunicaciones electrónicas ha hecho que cualquier tragedia privada puede conmover a millones.
Otra diferencia es que, en los países occidentales por lo menos, hoy en día son muchos los que comparten la convicción -o esperanza- de que la civilización en que nos formamos está por caer víctima de su propia prepotencia; se preguntan si no debería motivar humildad el que, en un lapso muy breve, un ser tan rudimentario como el coronavirus ya haya causado tantos trastornos sociales.
La pandemia irrumpió justo cuando los angustiados por el cambio climático conseguían persuadir a casi todos los gobiernos de que era urgente modificar drásticamente los medios de producción porque, de los contrario, la emisión de gases “de invernadero” haría inhabitable vastas zonas del planeta. Asimismo, al difundirse una sensación de culpa por los daños al medio ambiente que los humanos estábamos provocando y que llevaban a la extinción de una multitud de otras especies animales, en los países ricos ya proliferaban movimientos de protesta, protagonizados por jóvenes como la adolescente sueca Greta Thunberg, contra el progreso económico al que aspiran millones de pobres en Asia, África y América latina. Es por lo tanto comprensible que algunos celebren los encierros por los beneficios ecológicos que han producido. El que haya resultado ser tan fácil incorporar la pandemia a la narrativa sumamente pesimista, para no decir derrotista, de buena parte de las elites intelectuales y políticas del mundo occidental, está haciendo aún más problemáticos los esfuerzos por restaurar cierta normalidad.
Aunque la teoría según la cual el patógeno se fugó del Instituto de Virología de Wuhan donde equipos de especialistas intentaban mejorarlos, por decirlo así, no ha sido comprobada, la mera posibilidad de que el coronavirus sea en parte un producto del ingenio humano es alarmante. Entre otras cosas, significaría que en este drama mortal el papel de la ciencia habrá sido ambiguo; a la vez el de una salvadora, porque ha creado vacunas eficaces, y el de la responsable de provocar uno de los mayores desastres que se han abatido sobre el género humano desde la Segunda Guerra Mundial.
Desde que la pandemia empezó a causar estragos, no sólo los epidemiólogos sino también los demás científicos han visto subir sus acciones. En virtualmente todos los países, los gobiernos justifican las medidas draconianas que toman con alusiones a su voluntad de dejarse guiar por “la ciencia” y se comprometen una y otra vez a invertir mucho dinero más en ella.
Demás está decir que a pocos les gusta tomar en serio la noción de que la ciencia pueda ser una espada de doble filo, lo que en esta oportunidad habrá sido si resultan acertadas las sospechas sobre lo que habrá sucedido en Wuhan, y podría serlo si el desarrollo de la “inteligencia artificial” tiene las consecuencias disruptivas previstas por aquellos especialistas que advierten que sería muy pero muy peligroso permitirle escapar del control humano; nadie ignora que en tal caso la AI, como ya es habitual llamarla, podría “evolucionar” de manera aún más vertiginosa que el coronavirus sin que le preocuparan en absoluto los intereses de sus progenitores.
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