No se habrán equivocado por completo aquellos demócratas que festejaron la captura del Partido Republicano por Donald Trump por creerlo un personaje tan antipático que le costaría a la oposición muchos votos en las elecciones presidenciales. Después de todo, a juicio de una mayoría amplia de norteamericanos, ha sido tan malo el desempeño del gobierno de Joe Biden y Kamala Harris que es más que posible que un candidato menos polémico que Trump, fuera Nikki Haley, Ron DeSantis o Marco Rubio, hubiera derrotado a la vicepresidenta por un margen llamativamente mayor que el logrado por el anciano de 78 años que se ve acusado penalmente de una multitud de delitos, algunos escandalosos, que, siempre y cuando no ocurra nada imprevisto en las semanas que nos separan del 20 de enero, será el próximo comandante en jefe del país más poderoso de la Tierra.
Según todas las encuestas de opinión, más del cincuenta por ciento de los norteamericanos creían que su propio nivel de vida había bajado mucho en los cuatro años últimos; aunque los números macroeconómicos eran muy positivos, la sensación térmica en la calle distaba de serlo. Asimismo, el gobierno de Biden se vio desbordado por el caos imperante en la frontera con México por la que siguen ingresando inmigrantes indocumentados de América latina, África y Asia, sumándose a los aproximadamente diez millones que ya están en Estados Unidos. No extraña, pues, que antes de las elecciones, muchos demócratas se dijeran que sería un milagro que el oficialismo ganara.
Nunca sabremos si Trump triunfó a pesar de su imagen o si fue gracias a ella, pero la verdad es que no era un candidato muy eficaz. Como Biden, cuando hablaba en público propendía a perder el hilo y divagar de manera confusa, a decir cosas absurdas y a gritar eslóganes recién improvisados destinados a enfervorizar a sus admiradores incondicionales que desconcertaban a los neutrales. Si bien en el caso de Trump los síntomas de deterioro mental no eran tan evidentes como en “Joe el dormilón”, de haber sido otras las circunstancias, sus lapsos frecuentes le hubieran costado caro. Felizmente para él, su rival era una mujer que ni siquiera era capaz de dar respuestas coherentes a preguntas sencillas, motivo por el cual los estrategas demócratas le aconsejaban mantenerse alejada de los periodistas.
Muchos demócratas se resisten a entender que el triunfo del hombre que comparaban con Adolf Hitler y que, según ellos, planteaba un riesgo existencial a las instituciones de su país, fue culpa suya, ya que se debió en buena medida a la transformación de su propio partido en una organización elitista, dominada por progresistas que tratan con desprecio altanero a todos los demás. De tal modo, hicieron de las elecciones un conflicto entre deplorables e insufribles, entre los que, según Biden y otros, son “basura” y quienes se jactan de su propia superioridad moral e intelectual.
Además de manejar la economía de tal modo que los beneficios generados por la revolución tecnológica terminaran en los bolsillos de una minoría que compartía sus prejuicios, y estimular la inmigración ilegal que, entre otras cosas, ha servido para reducir los ingresos de los sectores más necesitados, los demócratas libraban una “batalla cultural” feroz contra la mayoría de sus compatriotas.
Como no pudo ser de otra manera, la convicción nada arbitraria de que los demócratas encabezados coyunturalmente por Kamala Harris querían repartir fondos estatales según criterios raciales, es decir, racistas, favoreciendo explícitamente a los afroamericanos, impulsar políticas feministas con el propósito de dinamitar al “tóxico” patriarcado masculino y, mientras tanto, privilegiar a una minoría minúscula de transexuales al permitirles competir en torneos deportivos para mujeres, provocaron incredulidad seguida por indignación. Es imposible estimar cuánto contribuyó la ofensiva “woke” de la administración Biden-Harris al desastre electoral que ha traumatizado a progresistas que reaccionaron ante los resultados llorando, pidiendo ayuda psiquiátrica o comprometiéndose a emigrar a Canadá u otros países mayormente anglohablantes, pero no cabe duda de que los privó de muchos votos.
Como ha sucedido en otras partes del mundo, en Estados Unidos los partidos políticos establecidos han intercambiado lugares en el mapa ideológico, con los habitualmente caracterizados de “derechistas” consiguiendo el apoyo del grueso de la clase trabajadora y los “izquierdistas” conformándose con la adhesión apasionada de grupos adinerados. Así pues, durante la campaña Kamala se vanaglorió del respaldo entusiasta que recibió de un sinnúmero de celebridades multimillonarias -Taylor Swift, Beyonce, Oprah Winfrey, Eminem, Julia Roberts y otros famosos- sin que se le ocurriera que a los fans de tales estrellas del entretenimiento comercial no les interesaban en absoluto las previsibles opiniones políticas de sus “ídolos”.
Tampoco funcionaron los intentos estridentes de los demócratas de asustar al electorado diciéndole que Trump era un “fascista” de mentalidad hitleriana que soñaba con erigirse en dictador y encarcelar a sus críticos en campos de concentración. Si bien es legitimo preocuparse por lo que sería capaz de hacer un hombre tan vengativo como el magnate que, además de la presidencia, contará con el apoyo de mayorías en ambas cámaras legislativas, el electorado optó por pasar por alto los hipotéticos riesgos así planteados.
Fuera de Estados Unidos, el triunfo decisivo de Trump fue celebrado con júbilo no sólo por militantes de la llamada “ultraderecha” europea y dirigentes disruptivos como nuestro Javier Milei que supuestamente militan en la misma corriente, sino también por algunos partidarios de la izquierda tradicional que están hartos de “la política de la identidad” que divide a la gente entre opresores malísimos y víctimas buenas. Como señaló hace poco el veterano socialista Bernie Sanders, se trata de una forma de pensar con la que los autodenominados progresistas han reemplazado al “clasismo” de otros tiempos, con el resultado de que desde su punto de vista un obrero blanco paupérrimo es considerado “privilegiado” en comparación con una persona de color riquísima.
En base a dicho esquema, no sólo el gobierno de Biden sino también las autoridades académicas de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos han abandonado los criterios meritocráticos del pasado, lo que ha perjudicado no sólo a muchos varones “blancos” de familias modestas sino también a los de origen asiático. Otra consecuencia nefasta ha sido un estallido de antisemitismo; con astucia, propagandistas musulmanes, algunos vinculados con bandas terroristas como Hamas y Hezbolá, se las han ingeniado para ubicar a los fieles entre las víctimas principales de la malignidad congénita de los “blancos” que, desde luego, incluyen a los judíos, de ahí la alianza de los guerreros santos con la izquierda extrema que, uno supondría, estaría en contra del fanatismo religioso.
Quienes están festejando los resultados de las elecciones norteamericanas sin por eso sentir entusiasmo por Trump, los han tomado por una señal de que la “cultura woke” está batiéndose en retirada. Puede que sea un tanto prematuro celebrar su deceso, pero abundan los indicios de que está haciéndose cada vez más fuerte el repudio popular a un culto iliberal que es visceralmente hostil al Occidente tal y como lo conocemos. Los activistas woke han combinado la autocrítica virulenta con una negativa a hablar despectivamente de las costumbres y creencias del “otro”; de tomarlos en serio, están convencidos de que el sexismo occidental es mucho peor que el de los talibán que prohíben a las afganas jóvenes estudiar y las castigan con brutalidad si no se cubren por completo.
Para sorpresa de demócratas adictos a “la política de la identidad” que daban por descontado que siempre les sería dado disfrutar de los votos de negros y “latinos”, en esta ocasión aumentó mucho el número de varones de tales minorías que apoyaron a Trump. ¿Fue sólo por machismo, como supone el ex presidente Barack Obama, o porque, como tanto otros, querían que su país tuviera un presidente más fuerte que Biden o alguien como Kamala, una mujer que, de haber sido elegida presidenta, hubiera sido incapaz de impresionar debidamente a autócratas como Vladimir Putin y Xi Jinping. Para la mayoría de los norteamericanos, el que, en opinión de muchos en el exterior, Estados Unidos se haya convertido en un gigante debilucho que podrían provocar con impunidad no es motivo de indiferencia. Por el contrario, quiere que sea respetado por todos.
El progresismo de pretensiones izquierdistas está en apuros en todos los países desarrollados debido en parte a la evolución nada igualitaria de las economías avanzadas que, si bien ha beneficiado mucho a algunos, ha dejado atrás a quienes carecen de los contactos personales o los talentos precisos para sacar pleno provecho de las oportunidades abiertas por el progreso tecnológico. También está ayudando a intensificar el clima de malestar la conciencia de que nada es eterno en este mundo y que, para casi todos, en especial los más vulnerables, podría ser catastrófico el fin del largo predominio occidental que empezó hace aproximadamente quinientos años y que tantos se habían acostumbrado a creer irreversible.
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