Nadie negaría que el coronavirus, esta especie de algoritmo animado que, al insertarse en una célula humana, provoca estragos en el resto del organismo, está teniendo un fuerte impacto social, cultural, económico y político en todos los países del mundo, pero así y todo los hay que opinan que las consecuencias no sean tan profundas como algunos pesimistas pronostican. Recuerdan que a comienzos del año pocos hablaban de las secuelas a largo plazo de la pandemia de 1918, cuando la mal llamada gripe española, que hizo su aparición en Estados Unidos, infectó a aproximadamente 500 millones de personas - una de cada tres de los habitantes del mundo de aquel entonces -, y provocó la muerte de por lo menos 50 millones, de las que más de la mitad tenía menos de 40 años. Había alusiones a aquel colosal desastre sanitario en los libros de historia, pero por lo común se trataba de un párrafo breve, cuando no de una nota de pie, entre capítulos extensos sobre la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, siempre y cuando Covid-19 no nos tenga reservadas algunas sorpresas muy pero muy ingratas, aquella pandemia fue muchísimo peor que la que, según las estadísticas disponibles, hasta ahora ha afectado a alrededor de 30 millones y segado la vida de casi un millón, pero que ya parece estar en vías de agotarse en China y Europa, donde su impacto inicial fue más brutal.
Así y todo, en esta oportunidad los efectos culturales, sociales, económicos y geopolíticos podrían ser mayores porque tanto ha cambiado en el transcurso de los cien años últimos. Estamos más interconectados; tragedias que hasta hace poco hubieran permanecido privadas pueden viralizarse, el internet mediante, en un par de minutos para conmover a multitudes en países lejanos. Por lo demás, muchos confían en que gracias a los avances científicos los políticos deberían saber lo que hay que hacer para impedir que un virus hostil se cebe en el género humano.
¿Nos hemos hecho más sensibles que nuestros antecesores? Es posible, de ahí la voluntad de tantos gobiernos de anteponer la vida a la muerte, como diría Alberto, y por tal razón ordenar a las personas “no esenciales” quedarse en casa hasta nuevo aviso, pero puede que a la larga el activismo gubernamental inicialmente legitimado por la opinión pública que ha sido tan típico de 2020 tenga consecuencias más negativas que las medidas similares, pero más tardías y menos sistemáticas, que se tomaron entre 1918 y 1920 cuando, al reducirse drásticamente la cantidad de huéspedes en potencia, el virus dejó de causar estragos.
Aunque hay señales de que en la India, África y otras partes del mundo subdesarrollado el Covid-19 está resultando ser mucho menos mortal de lo que era la gripe española, parecería que a diferencia de tales lugares América latina le es tan vulnerable como ha resultado ser Estados Unidos y Europa occidental, razón por la que algunos especialistas temen que la Argentina termine ubicándose entre los países más golpeados y que incluso podría superar en esta competencia macabra a España, Italia y el Reino Unido.
Es por lo tanto comprensible que el gobierno nacional, además de aquel de la provincia de Buenos Aires y, en menor medida, de la Capital Federal, se sientan muy preocupados. Alberto creyó que, merced a la cuarentena policial que ordenó en marzo cuando apenas había casos registrados en el país, lograría mantener todo bajo control, pero los éxitos tempranos resultaron ser efímeros. Le gustaría volver el reloj atrás para regresar a aquellos días de abril cuando desde el exterior lo felicitaban por haber actuado sin demora con vigor ejemplar, pero no puede hacerlo.
Aunque una cuarentena más dura serviría para contener el mal, ya que no es necesario ser un epidemiólogo para entender que si nadie se acerca a nadie la propagación del virus se frenará en seco, hasta los partidarios más fanatizados del rigor extremo entienden que ninguna sociedad soportaría por mucho tiempo una solución tan contundente aunque, huelga decirlo, los oficialistas están más que dispuestos a tratar a quienes lo señalan como militantes de la muerte.
Al brindar a los diversos gobiernos buenos motivos para atentar contra las libertades públicas, el coronavirus está funcionando como un acelerador de cambios que ya alarmaban a los comprometidos con el statu quo. Luego de semanas, en algunos casos meses, de confinamiento, muchos han comenzado a rebelarse contra medidas que les parecen demasiado autoritarias y, para colmo, contraproducentes, ya que a su juicio es irracional resignarse a la destrucción de la economía, y con ella el futuro de muchos millones de personas, para ralentizar la difusión de un virus que andando el tiempo alcanzará hasta las zonas más aisladas del planeta.
Pudo preverse, pues, que en todas partes los políticos, luego de respetar una tregua breve, se esforzarían por sacar provecho de la pandemia, acusando a sus adversarios de ser ineptos si quieren dar prioridad a la salud de la gente o insensibles si manifiestan interés en la condición de la economía. En Estados Unidos, donde la campaña electoral está en plena marcha, los simpatizantes del candidato demócrata Joe Biden procuran convencer a la gente de que el presidente Donald Trump es el gran responsable de la muerte de 200.000 norteamericanos, mientras que el magnate espera que los votantes presten más atención a los disturbios violentos que han estallado en docenas de ciudades.
En Europa, las polémicas en torno al manejo de la crisis son menos furibundas que en Estados Unidos, pero los contrarios no sólo al gobierno local sino también a la clase política en su conjunto han empezado a apostar a que la pandemia provoque cambios radicales, de ahí la aparición en Alemania y otros países de movimientos que se oponen al uso de tapabocas e incluso al distanciamiento social.
Dadas las circunstancias, puede comprenderse el escepticismo de los jóvenes que se sienten relativamente inmunes porque este virus, lo mismo sus parientes, se ensaña por preferencia con los ancianos que son más vulnerables que los demás a todos los patógenos existentes, lo que hace mucho más difícil los intentos de calcular la letalidad del Covid-19. ¿Cuántas del casi millón de muertes que han sido atribuidas a la pandemia ya hubieran fallecido aun cuando no se vieran infectadas por el coronavirus? Puesto que la mayoría de las presuntas víctimas sufría de “comorbilidades”, es legítimo suponer que habrá sido cuestión de una proporción muy significante.
Sea como fuere, al persuadirse muchos de que casi todos los gobiernos, inspirándose en el ejemplo brindado por la dictadura china, sobrerreaccionaron frente a la amenaza, en el mundo desarrollado está consolidándose el consenso de que en última instancia no habrá más alternativa que la de aprender a convivir con el virus, razón por la que distintos gobiernos europeos y las autoridades estaduales norteamericanas están matizando los encierros, aplicándolos con severidad flexible en distritos determinados y levantándolos en otros. Creen poder hacerlo sin correr riesgos excesivos porque, si bien en muchos lugares está aumentando la cantidad de contagios, por ahora al menos no han visto subir el número de muertes. Se trata de un fenómeno esperanzador. ¿Será que, al mutar, el virus está haciéndose menos mortífero? Es una posibilidad. ¿O será que muchas partes de Europa están alcanzando la llamada inmunidad de rebaño conforme a la cual tantos se habrán visto infectados que conforman una especie de muralla protectora que beneficia a los más vulnerables?
Nadie sabe a ciencia cierta la respuesta a tales interrogantes, pero no cabe duda de que en Italia, España, el Reino Unido y Francia ya es rutinario que haya menos de diez muertes por día cuando en abril era frecuente que hubiera más de mil, lo que quiere decir que para un europeo es mayor el riesgo de morir en un accidente de tránsito de lo que es ser víctima de Covid-19.
Los epidemiólogos dicen temer que jóvenes que quieren recuperar su libertad sigan contagiándose los unos a los otros porque se creen inmunes. ¿Es que no les preocupa el destino de los mayores? Aunque es de suponer que con escasas excepciones los jóvenes son tan solidarios como el que más, no cabe duda de que está abriéndose una nueva grieta que en cierto modo se parece a la que separa a quienes se afirman defensores de “la vida” de los acusados de dejarse obsesionar por el dinero. Sucede que para los jóvenes, la eventual evolución de la economía de los países en que viven es, o debería ser, de importancia fundamental porque de ella dependerá su propio futuro.
Ya antes de irrumpir el coronavirus y optar distintos gobiernos por subordinar todo a sus prioridades sanitarias, decenas de millones de jóvenes y no tan jóvenes en los países desarrollados veían como se ensombrecían sus perspectivas personales al esfumarse las oportunidades profesionales y laborales que, hasta hace algunos años, pensaban que estarían a su alcance. No tardarán en darse cuenta de que la pandemia les ha asestado un golpe demoledor, uno tan fuerte que muchos no podrán sino procurar devolverlo por los medios que fueran. Se trata de una realidad que no augura nada bueno para los años próximos; a menos que las elites sociopolíticas encuentren la forma de asegurarles que no han sido traicionados, se verán frente a una rebelión que no les será dado dominar.
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