Hace dos semanas, el mejor futbolista del mundo avisó que quería abandonar el club que le había servido de hogar y vidriera durante su espectacular carrera deportiva. De un día al otro: un impulso tomado en plena pandemia y después de un 8-2 lapidario que lo eliminó de la Copa Champions. Pero pasaron las horas, la salida se complicó y finalmente el jugador, resignado ante la resistencia del Barcelona a dejarlo ir sin más, decidió quedarse en su cada vez más frágil zona de confort.
El amague de Lionel Messi es un espejo en el que su compatriota Alberto Fernández podría mirarse cuando sienta ese mismo agobio ante la presión creciente del cristinismo y la falta de resultados que aún demuestra su gestión. ¿Está el Presidente en condiciones de independizarse? ¿O sus intentos de liderar un gobierno propio y no intervenido en forma permanente por su socia Cristina Kirchner son como el pataleo inconducente de Lio? Además, ¿permitiría CFK que Fernández se zafara de su vigilancia, o más bien se pondría intratable como el Barcelona?
En su caso, el 8-2 en contra que lo lleva a replantearse todo fueron los últimos sapos que tuvo que tragarse, como la avanzada expropiadora contra Vicentin, las correcciones del ala dura cristinista a la reforma judicial y también los banderazos masivos que genera esa controvertida agenda. Pero, así y todo, se queda.
Como Messi en el equipo catalán, acaso siente que no tiene destino lejos de Cristina, o que, si lo intentara, ella nunca le permitiría gobernar. El kirchnerismo es una camisa de fuerza para Alberto, quien, a diferencia de Messi, ya sacó los pies del plato una vez, cuando renunció a la jefatura de Gabinete y estuvo diez largos años peleándose con la jefa. “La pasé muy mal en todo ese tiempo”, le confesó a ella a la hora de la reconciliación, dolido aún por los permanentes ataques K contra su persona.
Alberto no quiere volver a pasar por lo mismo. El kirchnerismo es su Barcelona.
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