Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 03-05-2020 01:50

La política en los tiempos del coronavirus

Covid-19 no es más mortífero que otros virus. Algunos han sido decididamente peores. Lo que lo hace diferente es la voluntad ecuménica de frenarlo a virtualmente cualquier costo.

Toda vez que el futuro parece aún más incierto de lo que habitualmente es, pueden oírse las voces amonestadoras de quienes lamentan la falta de líderes iluminados que, suponen, serían capaces de sacarnos del bosque oscuro en que acabamos de perdernos y llevarnos hacia un mundo mejor. ¿Dónde están Churchill, De Gaulle y Roosevelt? se preguntan, comparando tales ocupantes del panteón occidental con los pobres tipos que hoy en día cumplen los mismos cargos. Como discípulos del escritor decimonónico Thomas Carlyle, para el que “la historia del mundo no es sino la biografía de grandes hombres”, dan por descontado que si quienes nos gobiernan estuvieran a la altura de sus antecesores, no tardarían en dominar la crisis multifacética que ha provocado el coronavirus.

  Tales sentimientos distan de ser nuevos. Hace casi tres milenios, el primer poeta conocido del Occidente, Homero, decía a sus contemporáneos que los héroes de otros tiempos, como Diomedes que agarraba “una piedra inmensa que dos de los actuales hombres no podrían levantar pero que él manejaba fácilmente”, eran mucho más fuertes, y por lo tanto mucho más valiosos, que ellos.

   Pues bien, ¿hubieran sabido quienes se destacaron casi tres cuartos de un siglo atrás lo que más convendría hacer para morigerar el impacto sanitario de Covid-19 primero y, después, impedir que la pandemia que desató tenga consecuencias económicas, políticas y sociales calamitosas para la humanidad?  No hay motivos para creerlo. Lo más probable es que, aleccionados por la gripe llamada española que en 1918 y los dos años siguientes contribuyó a la muerte de hasta cien millones de personas, los tres lo hubieran tratado como un asunto menor que no requería su atención.

   Covid-19 no es más mortífero que otros virus que a través de los siglos han hecho estragos en la población humana. Algunos han sido decididamente peores. Lo que lo hace diferente es la voluntad ecuménica de frenarlo a virtualmente cualquier costo, de ahí la detención domiciliaria de miles de millones de hombres, mujeres y niños.  Hasta hace muy poco, a ningún gobierno democrático se le hubiera ocurrido intentar algo tan drástico, pero merced a las ya ubicuas comunicaciones electrónicas, se ha difundido la sensación de que todos vivimos en la misma aldea global y por lo tanto participamos de la misma lucha, lo que ha forzado a muchos gobiernos a reaccionar del mismo modo.  

  También es nuevo el papel de los medios, tanto los tradicionales como los “sociales”; cada palabra pronunciada por un mandatario o ministro y cada medida oficial serán criticadas enseguida por los resueltos a denigrarlos comparándolos con lo hecho en otros países. Para defenderse, todos se han rodeado de una guardia pretoriana de epidemiólogos que hablan en nombre de “la Ciencia”. Desde hace un par de meses, tales personajes llevan la voz cantante en buena parte del mundo, pero sucede que ellos también son tan propensos a aferrarse a sus teorías favoritas como el que más.

   Hasta ahora, la comunidad científica no ha llegado a ningún consenso acerca de la peste. Mientras que algunos académicos prestigiosos confían en que, en cuanto un porcentaje suficiente de la población se haya visto infectado, perderá fuerza, otros igualmente eminentes insisten en que tal estrategia sería suicida y recomiendan prolongar el encierro algunos meses más. Por su parte, otros científicos – pseudocientíficos, dirían escépticos como el recién fallecido Mario Bunge – como los economistas, psicólogos y sociólogos, quieren incorporarse a la elite que está procurando guiarnos; señalan que es necesario tomar plenamente en cuenta los daños económicos, psicológicos y sociales que están ocasionando las cuarentenas. Tienen razón, claro está, si bien lo que algunos proponen para hacer más llevadera la situación en que estamos es discutible.

   Todo lo cual plantea a los políticos un desafío que ninguno había previsto. La esperanza de que “la normalidad” se restaurara pronto se ha visto remplazada por la conciencia de que podrían transcurrir años antes de que el virus se haya domesticado, razón por la que aún es muy prematuro juzgar el desempeño de los distintos mandatarios en las circunstancias que les ha tocado.  Que éste sea el caso no ha impedido que muchos ya lo estén haciendo de acuerdo con sus prejuicios ideológicos.  Entre los más elogiados está la premier neozelandesa Jacinta Ardern, que se ufana de haber “eliminado” el coronavirus, pero para que no regresara, su pequeño país tendría que desconectarse del resto del mundo hasta nuevo aviso; conforme a algunos epidemiólogos, será más vulnerable que los actualmente peor afectados. En cambio, el homólogo británico de Ardern, Boris Johnson, que era reacio a poner al Reino Unido en cuarentena, sigue siendo blanco de diatribas por parte de quienes se abstienen de ensañarse con el gobierno sueco que ha asumido una actitud mucho más contundente en contra del encierro obligatorio;  se entiende, a su juicio Boris es “de derecha” y los suecos son congénitamente progres.

   En los tiempos del coronavirus rampante, no es nada fácil ser un político responsable de la vida y bienestar de poblaciones enteras. Lo suyo es palo si boga y palo si no boga. Si se aferra a una cuarentena rigurosa será acusado de sacrificar la economía y muchas cosas más, si trata de flexibilizarla correrá el riesgo de que sus adversarios lo traten como un asesino serial. Todo le  sería más sencillo si pudiera prever el curso que tome la pandemia en los meses venideros, pero sucede que nadie tiene a mano el “diario del lunes” que le diría si los logros que asegura haber conseguido gracias a su firmeza serán permanentes, o si, como advierten los agoreros, los barrerá por completo una segunda o tercera ola.  

    Mientras tanto, en todos los países se suman día tras día los oficialmente contagiados a sabiendas de que habrá muchos, tal vez muchísimos, más, y se cuentan, con un grado superior de exactitud, el número de muertos, sin distinguir los debidos exclusivamente al virus de los que sufrían de otras enfermedades graves. Es por tal motivo que varían tanto los resultados de quienes procuran estimar la tasa de mortalidad.  Así y todo, parecería que Covid-19 sí es mucho más peligroso que su pariente, la gripe común, pero que la mayoría abrumadora de los afectados logrará sobrevivir, lo que hace todavía más difícil la tarea de los responsables de preparar a los países para el mundo de mañana.

   A menos que estén en lo cierto aquellos que aventuran que, luego de haber dejado un rastro de destrucción y muerte, el coronavirus mutará en cepas relativamente innocuas, tendremos que acostumbrarnos al distanciamiento social: nada de besos, abrazos, apretones de manos, conciertos de rock masivos y reuniones familiares como las de antes. Podríamos aprender a intercambiar saludos como hacen los japoneses, bajando la cabeza vigorosa o levemente conforme al presunto lugar en la jerarquía social del interlocutor de turno, lo que no sería tan malo pero, por desgracia, el distanciamiento incidirá en mucho más que la vida social.

   Son muchos los oficios que dependen del contacto físico y que, excepción hecha de los de ciertos profesionales, ya están entre los peor remunerados. Aunque se habla mucho de la importancia creciente que en adelante tendrá el trabajo a distancia, los cambios eventuales en tal sentido sólo ayudarán a miembros de la clase media.

  Para aquellos biempensantes que esperan que el coronavirus nos haga más igualitarios, la probabilidad de que sirva para ampliar todavía más la brecha entre quienes están en condiciones de sacar provecho de los avances tecnológicos y los demás ha de ser motivo de preocupación.  Puede que, lejos de moderarse las tendencias en dicho sentido que se daba antes de la llegada de Covid-19, se hagan aún más fuertes al optar los países más ricos por apostar todo a una “nueva revolución industrial” protagonizada por la alta tecnología que es inmune a los ataques víricos porque prescindiría cada vez más de la mano de obra humana.  

   Además de separar a los relativamente acomodados de quienes viven en barrios ruinosos, la pandemia está teniendo un efecto parecido en el orden internacional.  Son muchos los dirigentes políticos que dicen creer que la gran crisis mundial que acaba de comenzar debería verse seguida por una era de cooperación, pero tales manifestaciones de solidaridad universal se han visto acompañadas por medidas para asegurar que su propio país, provincia o localidad consiga los recursos, en especial los médicos, que en todas partes escasean.

  Hasta ahora, con la excepción de China, las regiones que más han sufrido la embestida del coronavirus han sido los más ricos del planeta: Europa y Estados Unidos.  Sin embargo, hay indicios alarmantes de que Covid-19 ha comenzado a proliferar en el Oriente Medio, Pakistán, el África subsahariana y América latina, donde faltan los medios necesarios para afrontarlo o, lo que es aún más alarmante, para amortiguar los efectos de la depresión económica que se nos viene encima. Aun cuando los gobiernos de los países prósperos realmente quisieran ayudarlos, tendrían que dar prioridad a las necesidades inmediatas de los muchos millones de compatriotas que han visto desaparecer sus ingresos, no a los problemas de sociedades subdesarrolladas y crónicamente disfuncionales. 

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En esta Nota

James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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