En la época actual, las relaciones entre padres e hijos se encuentran transitando un camino sinuoso, que expone a los padres a desbarrancamientos abismales de su posición de Autoridad. Y es que, la asimetría que caracterizaba a estas relaciones de años atrás, ha sido reemplazada por una simetría absoluta que, según los relatos tan desolados como resignados de los padres, ha sido la única manera que encontraron para que el niño cumpla relativamente con lo que ellos les dicen, habilitando a regañadientes una relación basada en la “negociación”.
A modo de introducirlos en el tema, podría decirles que, una de las definiciones del verbo “negociar”, es tratar por la vía diplomática, de potencia a potencia, un asunto, como un tratado de alianza, de comercio, etc. (RAE). Podría decirles también que lo de tratar con “diplomacia”, no es el punto que me interesa hacer entrar en cuestión, por el contrario, ojalá una madre, padre u otro adulto, pudiese poner siempre una pauta o un límite de la manera más cordial y respetuosa posible. Pero lo que si resulta preocupante es ver la entidad, el poder o como quieran llamarlo, que se le otorga a ese pequeño negociador, que abandona su estatuto de niño para convertirse en “potencia”, ubicándose en una paridad absoluta frente al adulto, quien, desentendiéndose de encarnar una figura de autoridad, pasa a representar el papel de un partener dispuesto a la negociación.
La negociación es entonces una salida en cierto modo reivindicatoria que, hoy en día, encuentra un padre para no asumir un lugar de sometimiento ante este niño potente, ya que, como dice Hegel, en la Dialéctica del amo y el esclavo, siempre que exista un amo es porque que hay alguien que asume el lugar de esclavo, es decir, para que el niño pueda ejercer una posición dominante es necesario un adulto que sea permeable someterse a él. Si esto sucede, se evidencia que ha habido una dificultad de los padres en ubicarse en su rol dentro del núcleo familiar, cediendo su lugar a un incipiente sujeto que trata de manera fallida, funcionar como un niño sólo, que hace lo que quiere.
Las respuestas de incumplimiento de los chicos ante los límites, son muy diversas y singulares, como siempre digo, cada caso es único e irrepetible. Sin embargo, hay elementos que se repiten insistentemente. Uno de ellos, es la dificultad de los padres para mantener la firmeza en las decisiones tomadas con respecto a lo que se le impone al niño. Y muchas veces, esta dificultad, no parte desde el padre que establece el límite sino del otro integrante de la pareja parental que entra en discordancia respecto a esto. Para darles un ejemplo concreto: Un padre pone determinada pauta y el otro ante el niño manifiesta no compartirla, se desencadena un malestar entre ellos y, lejos de ser un acto ordenador para el niño, pasa a ser una disputa de poder entre las figuras paternas.
Cuando uno de los padres pone un límite y el otro no lo respeta, el niño pasa a ser testigo de una destitución de la autoridad. Las justificaciones a este acto suelen ser diversas, pero, la mayoría de las veces, alegan que consideran que son demasiado rígidos y anulan el límite sin previo acuerdo ni consentimiento del otro. Difícilmente, el niño pueda cumplir con un límite, si partimos de la base de que, el otro padre, como autoridad, no lo respeta. Por lo que les recomiendo que, si este escenario se les plantea, las desavenencias sean dirimidas en un ámbito donde el niño no esté presente, a fin de que no quede como espectador de una situación que le genera una inasimilable confusión.
Muchas veces los padres creen que induciendo temor el niño llegará a obedecerlos y promulgan pautas y penitencias cada vez más severas, algunas imposibles de cumplir por ellos mismos. El padre de Juan dice: “no le importa nada la penitencia que le ponga, le da lo mismo” y así va aumentando la severidad de la pena, la que establecerá una relación directamente proporcional a indiferencia del niño.
Antes de que reine la cuarentena, las exigencias de la vida cotidiana, provocaban en los padres un sentimiento de culpa tal por el poco tiempo presencial que podían ofrecerles a los hijos que, desde el imaginario de cada padre, se intentaba compensar siendo más permisivos a la hora de decir un rotundo "no". Y estas ingobernables concesiones otorgadas, en las convivencias que estamos transitando 24/7, se han transformado en enemigos extremadamente combativos a la hora de mantener espacios con los chicos para disfrutar en tranquilidad y armonía.
Mi versión al respecto es que, un “No” bien aplicado, en el momento adecuado, es garantía de disfrutar los pocos o muchos momentos compartidos, porque una cosa es estar frente a un niño caprichoso, que “hace berrinches”, que establece relaciones basadas en negociaciones, que se intenta vincular tiranamente conducido por el “yo quiero” y, otra, muy distinta, es estar frente a un niño que puede relacionarse con sus padres como figuras de autoridad amada, que le dicen las cosas desde un lugar de saber, de haber vivido más, de tener más experiencias y, desde allí, regular sus excesos, sus no-limite.
Y, en este punto, es importante remarcar algo que a veces se olvida: que un límite a un niño tiene que ver con el amor, con el concepto de autoridad amada, de Rudolf Steiner, que lo instaura prodigando un cuidado amoroso hacia él.
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