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OPINIóN | 05-05-2020 11:42

¿Por qué necesitamos menos ciencia y más filosofía?

Desde Harari hasta Ricky Gervais, la preocupación por enfrentar la muerte propia y ajena es un cuestión que el saber científico no resuelve. Cómo el coronavirus activa las grandes preguntas.

En su último artículo para The Guardian, días pasados, uno de los pensadores más reconocidos del momento, el israelí Yuval Noah Harari, se preguntaba desde el título si el coronavirus cambiaría nuestras actitudes hacia la muerte. Él mismo, en sus libros más famosos (“Homo deus” y “Sapiens. De animales a dioses”) postula un mundo futuro en el que la muerte será un evento eternamente aplazable, en virtud de las posibilidades de la ciencia.

Justamente, el artículo citado comienza con la afirmación de que el hombre moderno cree que de algún modo logrará sortear esa transición y alcanzar la inmortalidad, merced a sus conocimientos científicos. Esta idea, explica Harari, es la que parte aguas respecto de un mundo anterior a la era moderna. Antes, la muerte era una presencia constante para el hombre, un momento inevitable, una escena en la cual el ser humano deponía su soberbia y se sometía a la potencia de una fuerza superior, llámase destino, naturaleza o Dios.

Ante el avance de una peste, por ejemplo, en la antigüedad; las comunidades lloraban y se lamentaban, pero aceptaban con resignación los designios de ese poder que los superaba.

Hoy sucede todo lo contrario. Frente a cualquier desastre natural, tendemos a buscar la falla humana y a tratar de prevenir que suceda de nuevo. Por eso, explica el historiador, en estos días los templos de las principales religiones están cerrados pero ya se planean enormes inversiones futuras en las áreas de salud y ciencia de todos los gobiernos. Porque nuestros nuevos dioses son hombres y mujeres con guardapolvo blanco. Y la consciencia de fragilidad que pone de una manera tan descarnada ante nuestros ojos la pandemia, solo hará que reforcemos el único mecanismo de defensa que reconocemos en la actualidad: la medicina, la biología, la tecnología.

Seguramente, los departamentos de filosofía de las universidades, ironiza Harari, no verán incrementados sus presupuestos. A los gobiernos no les interesa la filosofía. Pero a los individuos de carne y hueso debería preocuparnos la reflexión por el sentido de la vida, por encontrar una manera de lidiar con la muerte, los duelos y las pérdidas que nos alcanzan a todos.

En este camino, la mayoría estamos solos y muy mal equipados.

Obras. La muerte se oculta, se tapa, se rodea de eufemismos. Pero no podemos esquivarla para siempre. Justamente, en esta necesidad de volver sobre uno de los grandes misterios de la vida puede entenderse el éxito de muchas obras literarias sobre el tema. Desde “El año del pensamiento mágico” de Joan Didion hasta “La muerte del padre” de Karl Ove Knausgård o “De vidas ajenas” de Emmanuel Carrère.

Una búsqueda idéntica encontramos en “After Life” (“Después de la vida”), la serie escrita, actuada y dirigida por el salvaje humorista inglés, Ricky Gervais, que acaba de estrenar su segunda temporada en Netflix.

El planteo es sencillo y a prueba de spoilers, porque en la historia no sucede mucho más de lo que se presenta en el primer capítulo: la dificultad del protagonista para asimilar la muerte de su joven esposa, víctima del cáncer. El hombre, un Gervais auténtico duplicado en la ficción, con ironía salvaje, cuestiona a todos los que lo rodean sobre el sentido de sus existencias. ¿Por qué vivir si vamos a perder a los que queremos y a desaparecer también nosotros? En la resolución de este enigma la serie tiene momentos desopilantes, que descomprimen la angustia que transmite este esposo en duelo. Y en la segunda temporada, aparece una ternura conmovedora que convive con la crudeza de nuestra finitud y la broma enorme de creer que tenemos algún poder sobre nuestras vidas.

En su planteo realista y sin atajos, la serie también propone un camino de consuelo. Y ese camino está hecho de solidaridad, cuidado de los demás y protección de los más débiles.

“Si tuviera el don de la profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; si no tengo amor, nada soy”, dice el Evangelio.

Frente a la conmoción que plantean sucesos como la pandemia, la ciencia puede darnos tranquilidad, pero habrá que hacerse de más recursos para encontrar otro tipo de paz. La filosofía, el arte o la religión parecen estar mejor dotados para ayudarnos a entender nuestros límites o soportar el peso de las grandes preguntas.

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Adriana Lorusso

Adriana Lorusso

Editora de Cultura y columnista de Radio Perfil.

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