Decía H. L. Mencken que “nadie se ha ido a la quiebra por subestimar la inteligencia del público estadounidense”. Como sabía muy bien el recordado periodista norteamericano de la primera mitad del siglo pasado que, según Jorge Luis Borges, era tan admirable como irrepetible, lo mismo sucede en política no sólo en su propio país sino en todos los demás, de ahí la apuesta de los peronistas a que franjas del electorado se dejarán comprar por un poquitín de platita, además de bicicletas y electrodomésticos estratégicamente repartidos, lo que, esperan, les permitirá anotarse un triunfo sonoro en las urnas.
Convencidos de que perdieron las PASO por razones económicas atribuibles en buena medida a la mezquindad de Martín Guzmán, y que, como asevera el ex ministro de salud bonaerense y candidato a diputado nacional Daniel Gollan, más dinero en los bolsillos de los votantes hubiera servido para hacer meramente anecdóticas las barbaridades cometidas por Alberto Fernández, Cristina Kirchner, Axel Kicillof y sus respectivos amigos, se proponen regalarle a la gente una fiesta que dure hasta la noche del 14 de noviembre.
Los kirchneristas insisten en que los resultados de las PASO reflejaron nada más que el estado lamentable de la economía nacional porque les sería insoportablemente doloroso atribuirlos a su propia incapacidad para entender la sociedad que creían dominar. Aislados en su propia burbuja, se niegan a considerar la posibilidad de que la Argentina esté experimentando una especie de revolución cultural al darse cuenta una proporción creciente de sus habitantes que el empobrecimiento generalizado es consecuencia de décadas de facilismo populista del que el kirchnerismo es una manifestación caricaturesca. Hartos de ser víctimas de un fraude consentido, repudian con indignación la oferta oficial; saben que más de lo mismo haría de la Argentina un auténtico infierno.
Pronto sabremos si están en lo cierto los economicistas, encabezados por Cristina, su hijo Máximo y los militantes de La Cámpora que creen que en el fondo todo es una cuestión de dinero, o aquellos que confían en que la sociedad, golpeada por una serie al parecer interminable de desastres, ha decidido rebelarse contra una elite populista cínica, narcisista y penosamente mediocre cuyos integrantes están más preocupados por sus propios intereses que por el destino del país.
De tener razón los primeros, al llenar los bolsillos de la gente con billetes y prohibir a los comerciantes aumentar los precios, el oficialismo kirchnerista podría amortiguar o incluso revertir el bajón de las PASO para restaurar lo que, hasta el 12 de septiembre, era la versión local de la normalidad política. Si la tienen los persuadidos de que se trata de algo mucho más profundo que una manifestación pasajera de enojo por la evolución de la economía y la insolencia de ciertos personajes gubernamentales, al panperonismo le aguardaría una derrota tan contundente que pondría en duda su capacidad para sobrevivir a los más de dos años en el poder que están previstos por la Constitución vigente.
La aquiescencia de Alberto que, según parece, ha pasado a la clandestinidad porque los encargados de la campaña lo creen un piantavotos excesivamente locuaz, Cristina ha decidido que, aunque sólo sea por motivos electoralistas, lo que necesita el país es un gobierno que sea políticamente muy conservador pero económicamente populista. Además de exhortar a Guzmán a moderar por un rato el ajuste subrepticio que las circunstancias le han obligado a intentar aplicar, espera dejar impresionada a la ciudadanía por la gestión casi castrense que ha emprendido el tucumano ultraconservador Juan Manzur que inició su obra ordenando a los miembros del gabinete comenzar su trabajo a las 7:30 en punto y que, demás está decirlo, no tiene interés alguno en los pintorescos modismos lingüísticos con los que el gobierno en su encarnación anterior trataba seducir a una franja estrecha de intelectuales feministas y abortistas porque, como señaló el patriarca de la dinastía K, “la izquierda te da fueros”.
Aunque Cristina trata de hacer pensar que fue ella la que lo nombró para la función que le ha tocado, Manzur es un albertista de la primera hora que, para colmo, tiene sus propias aspiraciones presidenciales. No cabe duda de que le encantaría figurar como el salvador del peronismo, pero confía en que si fracasa podrá regresar para continuar gobernando Tucumán, aunque es de suponer que Osvaldo Jaldo, el hombre que ha tomado su lugar mientras cumpla tareas en la Capital Federal, procurará impedirlo.
Algo similar ha sucedido en la provincia de Buenos Aires, donde Axel Kiciloff, luego de rendir examen ante Cristina en su reducto en el lejano sur, ha tenido que dejar el manejo político del distrito inmenso y heterogéneo que intenta gobernar en manos de Martin Insaurralde, un cacique con poder territorial en Lomas de Zamora que, al igual que otros prohombres de la liga de intendentes del conurbano deprimido, se supone capaz de conectarse anímicamente con la gente para que en noviembre vote como corresponde. Nadie ignora que Axel es un enemigo jurado de los llamados barones -los llama “varones”- de las zonas superpobladas en que se concentra buena parte de la miseria del país. Por su parte, los intendentes lo creen un intruso porteño pretencioso que aún no entiende cómo administrar la pobreza que, para ellos, es un insumo político muy valioso que hay que aprovechar.
A Guzmán, que tiene la costumbre ortodoxa, es decir, reaccionaria, de tomar en serio los números, la voluntad oficial de gastar antes de mediados de noviembre todo cuanto quede en el bolsillo estatal plantea un desafío formidable. ¿Cómo hacerlo sin echar más nafta al incendio inflacionario que día tras día devora los ingresos de quienes no están en condiciones de dolarizarse? Guzmán no quiere ver incluido su nombre en la ya larguísima lista de ministros de Economía que ayudaron a provocar estallidos como el rodrigazo de 1975 o el más destructivo aún que siguió a la muerte de la convertibilidad en enero de 2002, pero no le será nada fácil escapar de la trampa que Cristina le ha tendido. Si el ministro se resiste a obedecerle a ella y a Máximo, será acusado de colaborar con la oposición; si se esfuerza por complacerlos, el país podría enfrentar un nuevo tsunami hiperinflacionario. Y para que su vida se haga todavía más difícil, hay señales de que el FMI esté por asumir una postura más rígida hacia países congénitamente infractores como la Argentina al reducirse la influencia de su interlocutora preferida, la búlgara Kristalina Georgieva, que se acusa de dejarse manipular por la dictadura china.
A Guzmán le preocupa el mediano plazo. Aunque entienda que es más que probable que su gestión termine el 15 de noviembre, sabe que nada es gratuito en este mundo y que el gobierno, boicoteado por los mercados y sin reservas adecuadas en el Banco Central, tendrá que pagar los costos, que serán abultados, del festín breve que está por celebrarse. Ni siquiera el mago Joseph Stiglitz podría decirle cómo cuadrar este círculo vicioso.
Para los estrategas opositores, el espectáculo esperpéntico que está brindando el oficialismo motiva más alarma que satisfacción. No pueden sino temer que los kirchneristas más fanatizados decidan que, puesto que no les sirve la democracia para aferrarse al poder, no tendrán más alternativa que la de sustituirla por un modelo autoritario, como han hecho regímenes de ideología afín en países como Venezuela y Nicaragua que cuentan con el respaldo diplomático de los kirchneristas.
Aunque en la Argentina la democracia sigue siendo mucho más robusta que en la mayoría de los países de la región, existe el riesgo de que los resueltos a ir por todo lleguen a la conclusión de que es un estorbo y traten de subsanar lo que a su juicio son sus defectos, de los cuales uno es que el electorado, engañado por oligarcas, los periodistas de los medios hegemónicos y otros malhechores, puede equivocarse y votar en contra de los auténticos representantes de la voluntad popular.
¿Le convendría a Juntos por el Cambio triunfar por un margen realmente aplastante en noviembre? Puede que no, ya que aun cuando, para sorpresa de muchos, en tal caso los peronistas se resignaran tranquilamente a su condición minoritaria, el gobierno resultante se sentiría tan desmoralizado que le sería casi imposible administrar con un mínimo de eficiencia un país que a veces brinda la impresión de estar resuelto a suicidarse. Y si no se resignara a aceptar el papel de gobierno de transición -una transición insólitamente larga-, sino que, por el contrario, optara por radicalizarse como a buen seguro querría Cristina, la Argentina no tardaría en caer en bancarrota, lo que tendría consecuencias terribles para todos con la eventual excepción de ciertos integrantes de la elite política. La oposición, pues, se ve frente a una situación sumamente ingrata; después de las elecciones parlamentarias, el poder institucional legitimado por la Constitución podría haberse distanciado tanto de la voluntad mayoritaria que correría riesgo la gobernabilidad, pero por lo del republicanismo de que se enorgullece tendrá que respetar el sistema presidencialista imperante aun cuando signifique dejar el país en manos de una minoría tan desorientada como desprestigiada.
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