Si bien los kirchneristas son integrantes orgullosos de la elite gobernante, siguen siendo opositores natos. Les encanta luchar contra las manifestaciones a su juicio más repugnantes del orden mundial: Estados Unidos, el capitalismo, el neoliberalismo, el FMI, el machismo, los números y así largamente por el estilo. Para muchos, Alberto Fernández ya forma parte del statu quo odioso, razón por la que Cristina Kirchner y sus soldados se han ensañado tanto con el gobierno que ellos mismos inventaron. Luego de demolerlo, lo reemplazaron por otro, de fisonomía decididamente vetusta, al incorporar a personajes como el tucumano ferozmente antiabortista Juan Manzur y aquel púgil locuaz, amigo de las salidas ingeniosas, Aníbal Fernández, con la esperanza de que los ayude a recuperar los votos que se les huyeron en las semanas que precedieron a las PASO.
A diferencia de los kirchneristas, Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta, Elisa Carrió, María Eugenia Vidal, Alfredo Cornejo, Ricardo López Murphy y compañía se comportan como oficialistas más preocupados por lo que llaman “los problemas de la gente” que por el reparto de cargos conforme a pautas que pocos entienden muy bien. Otra diferencia es que no tienen interés alguno en debilitar a Alberto. Por el contrario, quisieran que el Presidente se fortaleciera. Mientras que los kirchneristas más furibundos han hecho suyo el lema leninista de "tanto peor, mejor" porque son pirómanos vocacionales, los de Juntos preferirían que en cuanto les llegue su turno en el poder, lo que tal y como van las cosas será a más tardar en diciembre de 2023, no reciban un montón de ruinas humeantes sino un país viable.
Claro, todo está en manos del electorado que está asistiendo con fastidio e incredulidad a los actos más recientes del melodrama improvisado por Cristina. Por razones comprensibles, muchos están preguntándose qué diablos tiene que ver lo que está sucediendo en el mundillo político oficialista con la triste realidad de un país en que la mitad de la población ya está hundida en la miseria extrema y la otra mitad teme acompañarla, millones de jóvenes se han visto privados de una educación, la corrupción sigue rampante, la pandemia aún no ha terminado, la inflación podría estar por dar un nuevo salto impulsado por una maquinita fuera de control y están agotándose con rapidez las reservas del Banco Central. Puede que sea comprensible que, en medio de una crisis inmanejable, los gobernantes se entreguen a la histeria colectiva, pero hay límites a lo que la sociedad está en condiciones de tolerar sin estallar.
Al enterarse de la magnitud de la derrota que habían sufrido sus huestes, Cristina ordenó fusilar -simbólicamente, se entiende- a los que en su opinión eran los responsables del desastre. Hecha un basilisco, se negó a reconocer que ella misma estaba entre los más culpables por haber sido obra suya el gobierno congénitamente disfuncional que acababa de recibir una paliza bien merecida en las urnas. Por lo demás, desde el vamos la señora se ha esforzado por recordarnos que el presidente es su criatura. Lo trata con desprecio, criticándolo epistolarmente para que nadie olvide que ella se siente por encima del trabajo diario del gobierno del que es la jefa espiritual. Aunque el resultado de las PASO mostró que el electorado comparte su opinión negativa acerca de la gestión de Alberto, no hubo motivo alguno para suponer que recordara con nostalgia los “días felices” cuando ella misma gobernaba sin interpósita persona.
Si bien la vice logró obligar a su delegado a cambiar el gabinete, lo hizo de manera tan brutalmente despectiva que no sorprendería a nadie que, en las elecciones legislativas de noviembre, el Frente de Todos perdiera por un margen todavía más amplio que en las PASO. Es como si Cristina se hubiera propuesto ayudar a la oposición por suponer que la trataría con más ternura que sus compañeros peronistas si éstos decidieran que les convendría sacrificarla, pero en vista de la situación en que se encuentra no hay mucho lugar para tales sutilezas maquiavélicas. Otra posibilidad es que espere que los votantes, intimidados por lo que sería capaz de hacer para castigarlos si se les ocurriera rebelarse nuevamente contra su tutela, opten por apaciguarla. Sería una versión de la estrategia de Yo o el caos que siempre ha tentado a los caudillos peronistas, pero entraña el riesgo de que una proporción significante de quienes hace apenas un par de semanas apoyaron al oficialismo rehúse dejarse chantajear o coimear por el efímero boom de consumo que el gobierno quiere impulsar.
En tal caso, a Cristina se le vendría la noche. Sin el poder que le ha brindado su presunto ascendente sobre millones de votantes, sería un blanco fácil no sólo de tiradores judiciales sino también de una multitud de políticos, muchos de ellos peronistas e incluso kirchneristas, que no la quieren. Tales personajes no vacilarían en hacer de ella el gran chivo expiatorio nacional, acusándola de haber provocado o, por lo menos, agravado todas las muchas lacras del país y de engañarlos haciendo pensar que tenía una caja llena de soluciones milagrosas. Algo así le sucedió a Carlos Menem luego de difundirse la noticia de que ya no era el dueño casi exclusivo del voto popular; en un lapso muy breve, tanto él como el relato ideológico que había fraguado cayeron en el olvido.
Como suele suceder toda vez que el peronismo hace una mala elección, puede oírse las voces de optimistas que creen que, por fin, la Argentina está a punto de liberarse del “populismo” que le impidió acompañar a los países que se enriquecieron en las décadas después de la Segunda Guerra Mundial. Pensadores como Juan José Sebreli y políticos como el ex presidente Macri se afirman convencidos de que los resultados de las PASO reflejen mucho más que el enojo pasajero de un sector de los pobres por la conducta cínica de Alberto, Cristina y tantos otros en medio de una pandemia terrible que sembraba muerte y miseria por todo el país.
Puede que estén en lo cierto, aunque sólo fuera porque populismo sin plata es un oxímoron, pero a los políticos les será muy difícil abandonar actitudes clientelares que, hasta ayer no más, les servían para permitirles prosperar en una sociedad que se hacía cada vez más pobre.
Así y todo, el éxito relativo de liberales declarados como López Murphy, Milei y José Luis Espert sugiere que es factible que pronto haya cierto reordenamiento del paisaje político para que “la grieta” de turno separe a los dispuestos a dejar la economía en manos del mercado de los centristas de Junto por el Cambio y el peronismo “racional” que, sin querer mantener el sector público groseramente inflado, sumamente caro y penosamente ineficaz actual, son reacios a ir tan lejos como los más entusiastas. Si ello ocurre, la política argentina se asemejaría más a la de los países europeos desarrollados que a lo que es tradicional aquí.
De más está decir que la mutación que quisieran ver quienes sueñan con un “país normal” dependería de cómo reaccione el grueso de la ciudadanía frente al derrumbe del modelo populista. Si los liberales, sean éstos libertarios o adherentes a las variantes más clásicas y menos agresivas de la corriente así designada, conquistaran La Matanza, el distrito sobredimensionado cuyos habitantes son las víctimas principales del facilismo populista, el futuro del país sería muy distinto del previsto por aquellos intelectuales que por motivos misteriosos creen que Cristina es más progresista que la gente de Juntos por el Cambio.
Mientras tanto, el país seguirá bajo el mando de quienes amenazan con convertirlo en un “estado fallido”. Es que la economía nacional ya tiene mucho más en común con la del Afganistán de los talibanes que con las del resto del mundo. Los datos numéricos que angustian a periodistas de los medios de Estados Unidos y Europa cuando informan sobre la catástrofe que se ha abatido sobre los afganos son casi idénticos a los de la Argentina kirchnerista; para alarma de los funcionarios de la ONU, el “emirato” islamista no tiene acceso a créditos internacionales, su moneda pierde valor día tras día y sus habitantes enfrentan una catástrofe humanitaria porque carecen del dinero necesario para comprar alimentos.
Por un breve momento, hubo indicios de que Alberto, harto de ser humillado por una jefa despótica, haría un esfuerzo por actuar como un presidente de verdad, pero si bien podría decir que a pesar de todo ha logrado conservar un simulacro de autonomía, ya que el nunca adecuadamente denostado Santiago Cafiero es el nuevo canciller (para los kirchneristas, la política exterior carece de importancia), el que tanto sus simpatizantes como los demás den por descontado que, una vez más, ha ganado Cristina, lo ha privado de lo que le quedaba de autoridad.
Sin la ilusión del “albertismo”, el presidente no es más que un “mequetrefe”, un “okupa”, como lo llamó la fogosa diputada ultra K, Fernanda Vallejos, aunque era injusto de su parte decir que “el tipo está atrincherado” en la Casa Rosada; permanece donde está en buena medida porque así lo ha dispuesto Cristina. Si Alberto tuviera que tomar el helicóptero, ella se haría formalmente responsable del Gobierno y por lo tanto de sus eventuales desgracias electorales, un privilegio que, de más está decirlo, no le convendría en absoluto.
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