Para Cristina Kirchner, todo es muy sencillo. Si es cuestión de elegir entre su libertad y la democracia, las que saldrán perdiendo son las instituciones que son propias del sistema político que la mayoría de los habitantes del país está resuelta a conservar. De ahí la rebelión de sus adictos contra el Presidente que ella misma depositó en la Casa Rosada. Asustada por los resultados de las PASO, Cristina quiere que haya un gobierno ultrakirchnerista que se dedique plenamente a luchar contra los muchos que esperan verla entre rejas, aun cuando hacerlo requiriera la instalación de un régimen similar a los de Venezuela y Nicaragua.
Con algo así en mente, apuesta a que la renuncia coordinada de los funcionarios camporistas que presuntamente funcionan porque le responden sin chistar, comenzando con el ministro del Interior, “Wado” de Pedro, le enseñe al Presidente que no podrá desairarla y que por lo tanto tendría que reemplazar a los suyos por personajes más serviles, pero parecería que Alberto Fernández ya está harto del bullying de su madrina. Para la sorpresa generalizada, hasta el cierre de esta edición se negaba a acatar sus órdenes.
Así le insufló aire al incipiente albertismo militante que, además de contar con el apoyo de miembros del gobierno que son reacios a comulgar con el kirchnerismo más fanatizado, se ve respaldado por sectores de la CGT que, si bien ya no es lo que era, aún conserva cuotas sustanciales de poder. De todos modos, parecería que el blanco principal de la ofensiva no es Alberto sino Martín Guzmán que, para indignación de la señora, no pudo regalarle un boom económico preelectoral.
Desde la noche del domingo, muchos están especulando sobre cómo reaccionará Cristina frente al desastre sufrido por la coalición panperonista que había armado un par de años antes. Dada la situación en que se encuentra, la furia que tomó posesión de ella puede entenderse: teme que el poder que tantos le atribuyen esté por evaporarse, una desgracia que para ella amenazaría con tener consecuencias fatídicas. ¿Qué podría hacer para salvarse? ¿Cubrir el país de papel moneda en un intento desesperado por persuadir a la gente de que la Argentina supuestamente feliz del pasado reciente está de regreso? ¿O, como en efecto hizo, ordenar una purga del gabinete para echar no sólo a Guzmán sino también a presuntos tibios de fidelidad dudosa como Santiago Cafiero, Sabina Frederic, Matías Kulfas, Nicolás Trotta y vaya a saber a cuántos otros integrantes del equipo de Alberto por suponer que fue su culpa que el electorado le bajó el pulgar?
Cristina entiende que tendrá que hacer algo drástico para ahorrarse un disgusto aún mayor en noviembre, pero sucede que virtualmente cualquier cambio podría resultarle contraproducente, sobre todo si contribuye a sembrar la impresión de que el núcleo duro del kirchnerismo es presa del pánico. Por lo demás, le será necesario mantener bajo vigilancia a Sergio Massa y otros aliados circunstanciales que a buen seguro no querrán continuar formando parte de un elenco cuyo breve momento de protagonismo podría estar por terminar. Como todos saben, si bien los peronistas están dispuestos a acompañar a un dirigente desafortunado hasta la puerta del cementerio, no se les ocurriría entrar.
Luego del hiato que le supuso el triunfo de Mauricio Macri en 2015, Cristina recuperó el lugar central en la política nacional al que se había acostumbrado merced a la convicción difundida de que era la dueña de por lo menos un tercio de los votos. ¿Aún lo es? De difundirse entre los peronistas la sospecha de que “el piso” actual del voto de Cristina es de aproximadamente el veinte por ciento, digamos, los muchos que no la quieren para nada no vacilarán en abandonarla a su suerte, lo que para ella sería una calamidad sin atenuantes porque la privaría de lo único que le sirve para mantener a raya a la Justicia.
Para la mayoría de los dirigentes, lo que está en juego toda vez que la gente va al cuarto oscuro es su ubicación en la gran clase política nacional y su acceso a los privilegios que acarrea; a nadie le gusta perder, pero para casi todos se trata de un contratiempo soportable. Para Cristina, es cuestión de su propia libertad y la de sus hijos, razón por la que no le es dado optar por alejarse del ruido mundanal para asumir el rol muy respetable de estadista jubilada, como harán contemporáneas como Angela Merkel que, créase o no, es un poco más joven.
Lo mismo que otros líderes “carismáticos”, políticos que por razones difícilmente explicables consiguen la adhesión emotiva de muchísimas personas, Cristina es en buena medida un producto de la imaginación colectiva. Durante más de diez años, ha reinado sobre medio país. Ha sido -¿sigue siendo? – insólitamente poderosa porque tantos llegaron a creer que sí lo es y que por lo tanto sería mejor no preocuparse por asuntos engorrosos como lo que hicieron ella y su marido, ambos empleados públicos vitalicios, para, entre muchas otras cosas, convertirse en hoteleros multimillonarios. Habrá sido el aura de poder sobrenatural que la rodeaba lo que le permitió tener hechizados no sólo a Alberto sino también a muchos otros que, con cinismo oportunista, optaron por acompañarla, pero es bien posible que, advertidos por lo que sucedió el domingo, los menos obsecuentes decidan que todo fue una ilusión, que Cristina es sólo la cacica de una facción minoritaria de despistados antidemocráticos.
De ser así, el kirchnerismo no tardará en desinflarse; por ser tan escasos los logros concretos de los gobiernos en que la señora ha desempeñado un papel preponderante, su influencia siempre se ha debido casi por completo a “un relato” fantasioso que con toda seguridad motivará extrañeza entre historiadores futuros que, es de suponer, lo tratarán como un síntoma más de la decadencia de una sociedad que se resistió a desarrollarse como hacían otras de raíces culturales parecidas y perdió décadas buscando soluciones milagrosas.
Ahora bien: lo más sorprendente de los resultados de las PASO del domingo pasado fue que tomaron a casi todos por sorpresa. Debidamente impresionados por la capacidad de los peronistas para sacar provecho de los desastres que, directa o indirectamente, ellos mismos suelen provocar, suponían que también en esta oportunidad lograrían minimizar las pérdidas ocasionadas por el manejo pésimo de la pandemia, la hipocresía miserable de los vacunatorios VIP y las fiestas de Olivos, el colapso económico, los estragos provocados por el crimen callejero y los esfuerzos patéticos del presiden - te por congraciarse con una jefa política acorralada por la Justicia que está más interesada en su propio destino que en aquel del país.
De regir aquí la lógica política que impera en otras latitudes, uno diría que el oficialismo hizo una buena elección; a pesar de todo lo negativo que ha ocurrido a partir de diciembre de 2019, consiguió conservar el apoyo del treinta por ciento de los que votaron. Según las normas nacionales, basadas como están en la noción de que quienes viven en el conurbano y las provincias más atrasadas son genéticamente leales al peronismo sin que les importe la forma que asuma o la ideología que predica, sufrió una derrota catastrófica cuyas repercusiones podrían ser explosivas.
¿Les irá igualmente mal a los peronistas que apoyan al gobierno de los Fernández en las elecciones legislativas genuinas? Muchos creen que les espera una paliza aún más brutal que la que acaban de recibir porque, aventuran, se ha puesto en marcha un movimiento de repudio que no podrá sino cobrar más intensidad en las semanas que nos separan del 14 de noviembre. Por lo demás, tanto aquí como en el resto del mundo, es fuerte la propensión de una franja del electorado a votar por los presuntos gana - dores y de tal modo compartir un triunfo previsto.
Con todo, puede que se hayan equivocado quienes vaticinan una avalancha llamativamente mayor de votos opositores, ya que el peronismo siempre ha sido un hueso muy duro de roer. Y no es del todo inconcebible que algunos, tal vez muchos, opten por respal dar al oficialismo albertista por suponer que lidera la oposición a Cristina, lo que, paradójicamente, la ayudaría a permanecer en libertad por un rato más.
De más está decir que mucho dependerá de lo que hagan los dirigentes de Juntos por el Cambio que hasta ahora han hecho gala de su moderación. Por ser la Argentina un país tan presidencialista, no les convendría dejar en la lona al gobierno, ya que a Alberto y Cristina les quedan más de dos años en el poder, pero siempre y cuando Juntos repitiera lo de las PASO en noviembre, a sus líderes más vehementes les sería muy fuerte la tentación de hacerles la vida imposible, lo que podría perjudicarlos en 2023 - si es que se mantiene el rígido calendario electoral previsto -, porque tendrían que convencer a la ciudadanía de que están en condiciones de gobernar, con una combinación de realismo, osadía y magnanimidad, un país que corre peligro de precipitarse en un abismo de pobreza. Una alternativa consistiría en brindarle una mano a Alberto, como acaban de hacer ciertos sindicalistas, e incluso afirmarse dispuestos a ocupar cargos en un gobierno “de unidad nacional” para marginar a los camporistas, algo que, claro está, haría tan extraordinariamente confuso el panorama político que en las elecciones venideras pocos sabrían por lo que estarían votando.
Comentarios