Harto de seguir la campaña por TikTok, Instagram y Twitter (en ese orden de relevancia propagandística), se me ocurrió leer un libro, que esperaba con paciencia su turno en la biblioteca. El título parece pensado especialmente para ponerle nombre al aparente clima de apatía electoral que decretaron las encuestadoras argentinas en la antesala de las PASO: “¿Por qué tomarse la molestia de hacer elecciones?”, se llama. Su autor, Adam Przeworski, es un prestigioso politólogo de la Universidad de Nueva York, de origen polaco, que dicta conferencias por todo el mundo, con especial presencia y foco académico en América latina, donde da clases en castellano. Sus observaciones acerca del sistema electivo democrático en todo el mundo ayudan, en el caso argentino, a pensar mejor una campaña electoral impensada que, a falta de un debate claro y concreto, manoteó a la desesperada la idea de seducir al llamado “voto joven”.
Escribe Przeworski, resumiendo estadísticas globales: “Los resultados de las encuestas muestran que la gente -en especial los jóvenes- considera que en la actualidad es menos ‘esencial’ que antes vivir en un país gobernado de manera democrática, lo cual apoya la idea de que la democracia está en crisis”, señala el politólogo. Como la grieta polarizante, esta insatisfacción que recorre las democracias del planeta también tiene su impacto en la Argentina. La inequidad desbordante y el oscurantismo pandémico le echan nafta al fuego. Pero, lejos de sostener un postura cínica o apocalíptica, Przeworski invita a escuchar mejor, casi a auscultar con estetoscopio, el mensaje de malestar cívico reinante.
La primera salvedad antes de analizar el hastío electoral es recordar que el voto popular masivo como mecanismo para designar y remover gobiernos es muy reciente, una novedad de apenas dos siglos en milenios de historia universal, y en la Argentina, su continuidad ininterrumpida tiene unas pocas décadas de ensayo. Es decir que, más que hablar de crisis terminales, corresponde más bien pensar en calambres de crecimiento, generados por la propia tensión entre un fenómeno expansivo -la voluntad popular expresada como sumatoria de individualidades ciberempoderadas- y un sistema restrictivo de castas -políticas y económicas- de poder.
Pedirle más a la democracia no es rechazarla, sino poner a prueba su potencial evolutivo. Ese podría haber sido el enfoque adulto y maduro de la política ante el esquivo voto joven, naturalmente desmemoriado respecto del horror de sistemas alternativos peores que la democracia, que ya tuvieron su oportunidad en el pasado. No se trataba de sobornar emocionalmente a los sub-25, porque ese es precisamente el viejo truco politiquero que los hace desconfiar de sus presuntos representantes.
Sin embargo, la cola de paja dirigente y su miedo a perder privilegios pudo más. Así explotó una campaña generalizada de circo sin pan: porro recreativo, un Presidente más guitarrista que estadista, pergaminos partidarios de garche garantido, argumentaciones basadas en senos y glúteos irreprochables, pasitos modernos y peloteos rápidos… Todo eso que, según los viejos, es lo que moviliza a los más jóvenes a ir a votar.
Solo faltó el futuro. Justo ese insumo que le es intrínseco a la juventud, el tesoro que le otorga una autoridad tan caprichosa como necesaria para que cualquier sociedad se abra paso hacia lo nuevo y, en lo posible, mejor.
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