¿Cómo explicar la reducción de las desigualdades observadas durante el último siglo, especialmente en Europa? Además de la destrucción del patrimonio privado a consecuencia de las dos guerras mundiales, conviene sobre todo destacar el papel positivo que han desempeñado los notables cambios en los sistemas legales, sociales y fiscales introducidos en muchos países europeos durante el siglo xx.
Uno de los factores más determinantes fue el surgimiento del Estado social entre 1910-1920 y 1980-1990, gracias al desarrollo de la inversión en educación, salud, pensiones de jubilación e invalidez y seguros sociales (desempleo, familia, vivienda, etc.). A principios de la década de 1910, el gasto público total en Europa occidental apenas equivalía al 10 por ciento de la renta nacional, y gran parte del mismo correspondía a gastos soberanos relacionados con la policía, el ejército y la expansión colonial. El gasto público total alcanzó entre el 40 y el 50 por ciento de la renta nacional en los años 1980-1990 (antes de estabilizarse en ese nivel), destinado mayormente a educación, salud, pensiones y transferencias sociales.
Esta evolución ha llevado a una cierta igualdad en el acceso a bienes fundamentales como la educación, la salud y la seguridad económica y social en Europa durante el siglo XX, o al menos a una mayor igualdad que en cualquier sociedad anterior. El estancamiento del Estado social desde los años 1980-1990 en adelante, a pesar de que las necesidades han seguido creciendo, en particular como resultado de una mayor esperanza de vida y del alargamiento de la escolarización, demuestra, sin embargo, que nunca se puede dar nada por sentado. En el sector de la salud, acabamos de constatar amargamente la insuficiencia de los medios hospitalarios y de los recursos humanos disponibles para hacer frente a la crisis sanitaria de la COVID-19. Uno de los principales desafíos de la crisis epidémica de 2020 es precisamente saber si el progreso del Estado social retomará su curso en los países ricos y si se acelerará finalmente en los países más pobres.
Tomemos el caso de la inversión en educación. A principios del siglo XX, el gasto público en educación, considerando todos los niveles, equivalía a menos del 0,5 por ciento de la renta nacional en Europa occidental (y era ligeramente mayor que este porcentaje en Estados Unidos, que entonces estaba por delante de Europa). En la práctica, esto conducía a sistemas educativos muy elitistas y restrictivos: la inmensa mayoría de la población tenía que conformarse con escuelas primarias superpobladas y mal financiadas, y sólo una pequeña minoría tenía acceso a la educación secundaria y superior. La inversión en educación se multiplicó por más de diez en el siglo XX, alcanzando entre el 5 y el 6 por ciento de la renta nacional en los años 1980-1990, lo que puso en marcha una enorme expansión educativa. La evidencia disponible sugiere que esta evolución ha sido un factor poderoso para lograr tanto una mayor igualdad como una mayor prosperidad económica durante el último siglo.
Por el contrario, todo indica que el estancamiento de la inversión en educación observado en las últimas décadas, a pesar del fuerte aumento de la proporción del grupo de edad que accede a la educación superior, ha contribuido tanto al aumento de la desigualdad como a la desaceleración del crecimiento de la renta per cápita. A esto se suma la persistencia de desigualdades sociales extremadamente elevadas en lo que respecta al acceso a la educación. Éste es sin lugar a dudas el caso de Estados Unidos, donde la probabilidad de acceso a la educación superior (en gran parte privada y de pago) depende fundamentalmente de la renta familiar. Pero también es el caso de un país como Francia, donde la inversión pública en educación (todos los niveles incluidos) está distribuida de manera muy desigual dentro de cada grupo de edad, particularmente a la vista de las enormes desigualdades entre los recursos asignados a los itinerarios de estudios selectivos y los no selectivos.(...)
Por un socialismo participativo: compartir el poder y la propiedad
No basta con la igualdad educativa y el Estado social: para lograr la igualdad real, la totalidad de las relaciones de poder y dominación tienen que ser repensadas. Esto requiere, en concreto, un mejor reparto del poder en las empresas. Una vez más, debemos partir de lo que funcionó bien en el siglo XX. En muchos países europeos, en particular en Alemania y en Suecia, el movimiento sindical y los partidos socialdemócratas lograron, a mediados del siglo XX, imponer un nuevo reparto de poder a los accionistas, a través de los llamados sistemas de «cogestión»: los representantes electos de los empleados tienen hasta la mitad de los puestos en los consejos de administración de las grandes empresas, incluso en ausencia de toda participación en el capital. No se trata de idealizar este sistema (en caso de empate, son siempre los accionistas los que tienen el voto decisivo), sino simplemente de constatar que se trata de una evolución considerable de la lógica accionarial clásica. En la práctica, esto significa que si, además, los empleados tienen una participación minoritaria del 10 o el 20 por ciento en el capital, o si es una corporación local la que tiene dicha participación, entonces la mayoría puede cambiar de campo, incluso frente a un accionista ultramayoritario. La evidencia es que un sistema de este tipo, que causó un gran revuelo entre los accionistas de los países concernidos cuando se introdujo y que ha exigido intensas luchas sociales, políticas y jurídicas, no ha obstaculizado en modo alguno el desarrollo económico, sino todo lo contrario. Todo indica que esta mayor igualdad de derechos ha facilitado una mayor participación de los empleados en la estrategia de las empresas a largo plazo.
Lamentablemente, la resistencia de los accionistas ha impedido hasta ahora una mayor utilización de estas normas. En Francia, el Reino Unido y Estados Unidos, los accionistas siguen teniendo casi todo el poder en las empresas. Es interesante constatar que los socialistas franceses, al igual que los laboristas británicos, optaron hasta la década de 1980 por un enfoque centrado en las nacionalizaciones, considerando a menudo demasiado tímida la estrategia de los socialdemócratas suecos y alemanes de reparto del poder y de derecho de voto de los empleados. La agenda nacionalizadora desapareció tras el colapso del comunismo soviético, y tanto los socialistas franceses como los laboristas británicos abandonaron prácticamente cualquier perspectiva transformadora del régimen de propiedad durante las décadas de 1990 y de 2000. El debate en torno a la cogestión nórdica y alemana se ha reanudado en la última década, y ya es hora de generalizar estas normas a los demás países.
No sólo eso, sino que es posible extender y amplificar esa tendencia hacia un mejor reparto del poder. Por ejemplo, además del hecho de que los representantes de los empleados deben tener el 50 por ciento de los votos en todas las empresas (incluidas las más pequeñas), es concebible que, dentro del 50 por ciento de los derechos de voto que corresponden a los accionistas, la parte de los derechos de voto que posee un accionista individual no pueda superar un determinado umbral en las empresas suficientemente grandes. De esta manera, un único accionista que también es empleado de su empresa seguiría teniendo la mayoría de los votos en una empresa muy pequeña, pero tendría que recurrir cada vez más a la deliberación colectiva a medida que la empresa crece en tamaño.
Sin embargo, por importante que sea, esa transformación del sistema legal no será suficiente. Para asegurar un verdadero reparto del poder debe movilizarse también el sistema tributario y de herencias, de manera que se promueva una mayor distribución de la propiedad. Como hemos visto anteriormente, el 50 por ciento más pobre de la población no posee casi nada, y su participación en la riqueza total apenas ha mejorado desde el siglo XIX. La idea según la cual bastaría con el aumento general de la riqueza para distribuir la propiedad no tiene mucha base: si así fuera, lo habríamos visto hace mucho tiempo. Por eso apoyo la idea de una solución más voluntarista, que tome la forma de una herencia mínima para todos, que podría ser por ejemplo del orden de 120.000 euros (alrededor del 60 por ciento de la herencia media en Francia actualmente), recibida a la edad de veinticinco años. Una herencia de este tipo para todo el mundo supondría un gasto anual de alrededor del 5 por ciento de la renta nacional, que podría financiarse de manera conjunta con un impuesto progresivo anual sobre la propiedad (sobre los bienes inmuebles, financieros y profesionales, netos de deudas) y con un impuesto progresivo sobre sucesiones.
Esta herencia universal financiada a través de un impuesto sobre la propiedad y un impuesto sobre sucesiones constituiría una parte relativamente pequeña del gasto público total. Para hacernos una idea, pueden considerarse efectivamente, en el marco de una reflexión sobre el sistema fiscal ideal, unos ingresos públicos totales del orden del 50 por ciento de la renta nacional (nivel cercano al actual, si bien estos ingresos se distribuirían de manera más equitativa, lo que permitiría posibles aumentos futuros), compuestos por: un sistema progresivo de impuestos sobre la propiedad y sobre las sucesiones (que aportarían alrededor del 5 por ciento de la renta nacional y financiarían la herencia universal) y, por otra parte, un sistema formado por un impuesto progresivo sobre la renta, por las cotizaciones sociales y por un impuesto sobre el carbono (...), que aportarían en total el equivalente al 45 por ciento de la renta nacional aproximadamente y que financiarían todos los demás gastos públicos, en particular el gasto social (educación, salud, pensiones, transferencias sociales, renta básica, etc.) y las políticas relacionadas con el medio ambiente (infraestructuras de transporte, transición energética, renovación térmica, etc.).
Varios puntos merecen ser aclarados aquí. En primer lugar, no se puede aplicar ninguna política medioambiental válida si no forma parte de un proyecto socialista global basado en la reducción de las desigualdades, la circulación permanente del poder y de la propiedad y la redefinición de los indicadores económicos. Insisto en este último punto: no tiene sentido la distribución del poder si mantenemos los mismos objetivos económicos. Es necesario cambiar el marco, tanto individual como localmente (en particular con la introducción de una tarjeta individual de emisiones de carbono) o a escala nacional. El producto interior bruto debe ser sustituido por la noción de renta nacional (lo que implica deducir todo el consumo de capital, incluyendo el capital natural), el foco de atención debe estar en cómo se distribuye y no en los promedios, y estos indicadores de renta (indispensables para construir una norma colectiva de justicia) deben complementarse con indicadores ambientales adecuados (en particular en lo que respecta a las emisiones de carbono).
En segundo lugar, insisto en el hecho de que la herencia universal (también podemos hablar de “dotación de capital universal”) representa sólo una pequeña parte del gasto público total. La sociedad justa tal y como la presento aquí se basa sobre todo en el acceso universal a un conjunto de bienes fundamentales (educación, salud, pensiones, vivienda, medio ambiente, etc.) que permiten a las personas participar plenamente en la vida social y económica, y no puede reducirse a una dotación de capital monetario. Una vez que se garantiza el acceso a esos otros bienes fundamentales —incluido, por supuesto, el acceso a un sistema de renta básica—, la herencia universal representa un importante componente adicional de una sociedad justa. El hecho de poseer 100.000 o 200.000 euros en activos cambia mucho comparado con no tener nada en absoluto (o sólo deudas). Si no se tiene nada, uno está obligado a aceptarlo todo: cualquier salario, cualesquiera condiciones de trabajo, o casi, porque todo el mundo tiene que pagar su alquiler y hacer frente a las necesidades de su familia. En cuanto se tiene un pequeño patrimonio, se tiene acceso a más opciones: uno puede permitirse rechazar ciertas propuestas antes de aceptar la correcta, puede plantearse la creación de un negocio o puede comprarse una casa y no necesitar ya afrontar un alquiler todos los meses. Al redistribuir la propiedad, es posible redefinir el conjunto de relaciones de poder y de dominio social. En tercer lugar, conviene señalar que los tipos impositivos y las cantidades que se indican aquí son sólo a título ilustrativo. Algunos considerarán excesivos los tipos impositivos del orden del 80-90 por ciento que propongo aplicar a las rentas, herencias y patrimonios más elevados. Éste es un debate complejo, que obviamente merece una gran deliberación. Sólo quiero recordar que esos tipos se aplicaron en muchos países a lo largo del siglo XX (en particular en Estados Unidos entre 1930 y 1980), y todas las evidencias históricas de que dispongo me llevan a la conclusión de que el balance de esta experiencia es excelente. En concreto, esta política no lastró en modo alguno la innovación, sino todo lo contrario: el crecimiento de la renta nacional per cápita de Estados Unidos entre 1990 y 2020 (después de que la progresividad fiscal se redujera a la mitad bajo el mandato de Reagan en la década de 1980) fue dos veces menor que en las décadas precedentes. La prosperidad de Estados Unidos en el siglo XX (en general, la prosperidad económica en la historia) se debe a los avances educativos, en ningún modo a la progresión de la desigualdad. A partir de los elementos históricos de que dispongo, la sociedad ideal me parece una sociedad en la que todos poseerían unos pocos cientos de miles de euros, en la que un pequeño número de personas poseería tal vez algunos millones, pero en la que las mayores fortunas (de varias decenas o cientos de millones, y, a fortiori, de varios miles de millones) sólo serían temporales, ya que el sistema fiscal las reconduciría rápidamente a niveles más racionales y socialmente útiles. (...)
Federalismo social: hacia otra organización de la globalización
Digámoslo claramente una vez más: es perfectamente posible avanzar de manera gradual hacia un socialismo participativo cambiando el sistema jurídico, fiscal y social de un país determinado, sin esperar a la unanimidad del planeta. Así es como la construcción del Estado social y la reducción de las desigualdades tuvo lugar durante el siglo XX. La igualdad educativa y el Estado social pueden relanzarse país por país. Alemania o Suecia no esperaron la autorización de la Unión Europea o las Naciones Unidas para establecer la cogestión. Otros países podrían hacer lo mismo ahora. La recaudación del impuesto sobre la fortuna en Francia crecía rápidamente antes de su eliminación en 2017, lo que demuestra hasta qué punto el argumento del exilio fiscal generalizado era un mito y confirma que es posible reintroducir sin demora un impuesto de este tipo puesto al día. Dicho esto, es evidente que se puede ir más lejos y más rápido si adoptamos una perspectiva internacionalista y tratamos de reconstruir el sistema internacional a partir de mejores fundamentos. Para que el internacionalismo tenga otra oportunidad es necesario dar la espalda a la ideología del libre comercio absoluto que ha guiado la globalización en las últimas décadas, y establecer un sistema económico alternativo, un modelo de desarrollo basado en principios explícitos y verificables de justicia económica, fiscal y ambiental. Lo importante es que el nuevo modelo sea internacionalista en sus objetivos últimos pero soberano en sus modalidades prácticas, en el sentido de que cada país, cada comunidad política, debe ser capaz de establecer las condiciones para el desarrollo del comercio con el resto del mundo, sin esperar el acuerdo unánime de sus socios. La dificultad estriba en que este soberanismo de vocación universal no siempre será fácil de distinguir del soberanismo nacionalista actualmente en auge. (...)
Por un socialismo feminista, mestizo y universalista
(...) Entre las muchas limitaciones de las numerosas experiencias socialistas y socialdemócratas del siglo pasado, es necesario su brayar la insuficiente consideración de las cuestiones relacionadas con el patriarcado y el poscolonialismo. Estas cuestiones no pueden ser pensadas de forma aislada unas de otras. Deben tratarse en el marco de un proyecto socialista global basado en la igualdad real de los derechos sociales, económicos y políticos.
Todas las sociedades humanas hasta el día de hoy han sido sociedades patriarcales de una manera u otra. La dominación masculina ha desempeñado un papel central y explícito en todas las ideologías desigualitarias que se han ido sucediendo hasta principios del siglo XX, ya sean ideologías territoriales, propietaristas o colonialistas (…). Para acelerar el cambio y romper realmente con el patriarcado, deben establecerse medidas vinculantes, verificables y sancionadas jurídicamente, tanto para los cargos de responsabilidad en las empresas, administraciones y universidades como en los Parlamentos políticos. Estudios recientes han demostrado que una mejor representación de la mujer podría ir acompañada de una mejora de la representación de las categorías sociales desfavorecidas, que en la actualidad están prácticamente ausentes en los Parlamentos. En otras palabras, la paridad de género debe avanzar en conjunto con la paridad social. (...)
Concluyamos insistiendo en el hecho de que el socialismo participativo que defiendo no vendrá de arriba: es inútil esperar que una nueva vanguardia proletaria venga a imponer sus soluciones. Los mecanismos mencionados aquí tienen la intención de abrir el debate, nunca de cerrarlo. El verdadero cambio sólo puede venir de la reapropiación por parte de los ciudadanos de las cuestiones e indicadores socioeconómicos que nos permitan organizar la deliberación colectiva.
-Thomas Pikkety es economista. Director de investigación en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, profesor en la Paris School of Economics y codirector de la World Inequality Database. Su libro más famoso es “El capital en el siglo XXI”. Este artículo es un fragmento de su último libro publicado en español, “¡Viva el socialismo! Crónicas 2016-2020” (Paidós).
por Thomas Pikkety
Comentarios