La opción inmediata frente al país es terriblemente clara. El piloto del gran avión nacional ha tenido que elegir entre intentar un aterrizaje de emergencia en una zona densamente poblada o continuar volando hasta que el aparato caiga en el océano al agotarse el combustible, un desastre que, a menos que actúe con rapidez, podría suceder muy pronto.
Para el presidente Javier Milei y muchos otros, no cabe duda de que la primera alternativa es por lejos la mejor. Dan por descontado que, si logran lo que se han propuesto, los pasajeros, magullados y asustados, sobrevivirán al choque pero que si fracasan, casi todos se ahogarán. Dicen que el 90 por ciento de la población estaría por debajo de la línea de pobreza. A juzgar por el resultado de las elecciones recientes y una serie de encuestas de opinión, el grueso de la población comparte su lectura de la realidad. Por ahora cuando menos, está dispuesto a arriesgarse.
Así y todo, aunque la mayoría sabe que sería suicida resignarse al futuro nada bueno previsto por los partidarios de más de lo mismo, hasta nuevo aviso los políticos profesionales tendrán la palabra final; sin elecciones a la vista, no se sienten constreñidos a prestar demasiada atención a las preferencias de la gente. Si bien algunos, tal vez muchos, tratarán de adaptarse al cambio de clima que se ha producido, no les está resultando del todo fácil abandonar su apego a conceptos que durante décadas les parecían irrefutables. Aun cuando sepan que el país está en bancarrota, les cuesta reconocer lo que significa.
Mientras que el futuro Prometido por el presidente es forzosamente neblinoso, ya que tanto aquí como en el resto del mundo habrá más sorpresas, como la pandemia del Covid-19 o las guerras que recién estallaron en Europa y el Oriente Medio que virtualmente nadie supo prever, no puede decirse lo mismo del futuro que supondría una decisión colectiva de continuar por la ruta trazada por quienes se aferran mentalmente al statu quo.
Milei advierte que, de triunfar los resueltos a impedir el desmantelamiento del modelo corporativo existente, habrá hiperinflación, un colapso económico catastrófico, la depauperación de millones de familias más y hambrunas. En tal caso, a buen seguro habría disturbios masivos que costarían muchas vidas. Del caos resultante, emergería un país que tendría más en común con la martirizada y en parte despoblada Venezuela de Nicolás Maduro y los estados fallidos de África que con la Argentina actual.
¿Exageran quienes piensan así? No hay muchos motivos para creerlo. Tal y como aún está conformada, la economía nacional está programada para autodestruirse. Es por tal razón que la mayoría entiende que los cambios propuestos por el megadecreto de Milei, basado en el plan desbrozador de Federico Sturzenegger, sí son necesarios y urgentes. Con todo, aunque muchos coinciden en que no hay alternativa a una reducción abrupta del papel del Estado, barriendo con los ñoquis de La Cámpora y militantes de otras organizaciones políticas, y que sería muy beneficioso eliminar una cantidad fenomenal de reglas burocráticas que sólo sirven para provocar problemas engorrosos además, desde luego, de estimular la corrupción, sea hormiga o en escala industrial, abundan los que cuestionan los medios elegidos por el nuevo Gobierno para alcanzar dicho fin.
Si bien una proporción importante de las reglas que aspiran a suprimir los libertarios son productos de los DNU de regímenes militares, además de los emitidos en profusión por gobiernos legítimos, muchos insisten en que sería mejor y, por supuesto, más democrático que el Congreso se encargara de la tarea de borrarlas o modificarlas. En teoría, quienes hablan de tal manera estarán en lo cierto, pero sucede que tendrían que transcurrir años, tal vez décadas, antes de que los legisladores y sus equipos jurídicos culminaran la obra que les esperaría. ¿Está la Argentina en condiciones de permitirse tal lujo? Con un tsunami hiperinflacionario acercándose a una velocidad alarmante, no hay tiempo para debates prolongados.
Lo que el gobierno libertario tiene en mente no es ningún misterio. Espera que la inflación que está latente en el sistema económico gracias en buena medida a la irresponsabilidad electoralista de Sergio Massa, se consuma rápidamente en una conflagración que dure poco -a lo sumo algunos meses-, para que, con la moneda por fin estabilizada, el sector privado reaccione con vigor produciendo más, vendiendo más y creando nuevos puestos de trabajo. Si bien los voceros oficiales insisten en que tendrá que pasar mucho tiempo antes de que la recuperación soñada se haga sentir, no pueden sino rezar para que la parte mala sea superada más pronto de lo que se animan a pronosticar. Por motivos comprensibles, se resistirán a aludir a “brotes verdes” incluso si algunos comienzan a aparecer, pero entenderán que si en los centros mundiales muchos creen que, por fin, la Argentina está experimentando una autentica revolución cultural pro-capitalista, no tardarían en llegar inversiones productivas.
Mucho dependerá de lo que ocurra con las bombas de tiempo que han dejado los kirchneristas. Entre ellas está la supuesta por la disputa legal desatada por la forma agresiva en que Axel Kiciloff y su jefa Cristina Kirchner se apropiaron de YPF; en enero, el Estado argentino debería entregar la friolera de 16 mil millones de dólares a “los buitres” que ganaron el pleito. Puesto que el país ni siquiera tiene dinero suficiente como para pagar a las empresas extranjeras que imprimen los billetes que circulan aquí, de los que el más valioso, el de 2.000 pesos, equivale a aproximadamente dos dólares, será imposible satisfacer al Fondo Burford que por lo tanto tendrá derecho a pedir el embargo de bienes del Estado en cualquier parte del planeta, reeditando así el drama de la Fragata Libertad que en el 2012, cuando Cristina ocupaba la Casa Rosada, fue retenida por varios meses en un puerto ghanés.
Aunque parecería que en términos generales el empresariado local comparte el optimismo a largo plazo del oficialismo y confía en que de un modo u otro sea posible escabullirse de la maraña de obstáculos que ha dejado el kirchnerismo, muchos están preocupados por lo que podría suceder antes de que la fuerte recuperación vaticinada pueda ser una realidad. Algunos, comenzando con los siempre muy influyentes farmacéuticos, temen ser incapaces de competir si pierden los privilegios a los que se han acostumbrado merced a su relación con funcionarios del gobierno de turno, otros prevén que el malestar social ocasionado por el ajuste que está en marcha sea tan intenso que ponga un fin prematuro a la gestión de Milei.
El escepticismo que sienten tales personajes, además de los “lobos de Wall Street”, puede comprenderse. La Argentina tiene una larga historia de esfuerzos liberalizadores que, después de algunos éxitos iniciales, chocaron contra la realidad social y la resistencia de poderosos lobbies empresariales, de suerte que terminaron fortaleciendo a los partidarios ultraconservadores del corporativismo estatista, como en efecto ocurrió con el interregno macrista. Si bien en la actualidad la situación es distinta, ya que es dolorosamente evidente que el esquema populista mantenido por el peronismo kirchnerista se ha agotado por completo y que a sus defensores sólo les queda fantasear con las ventajas políticas que les supondría llevarlo a su fase superior chavista, ello no quiere decir que sea inconcebible que lo peor de “la casta” logre reimponerse. En este mundo turbulento, nada está escrito.
En las semanas próximas, el país, a través de la clase gobernante, decidirá si está dispuesto a intentar dejar atrás muchos años de frustraciones subiendo por el camino escarpado señalado por el presidente Milei, o seguir andando cuesta abajo encabezado por los kirchneristas y sus aliados variopintos de las sectas de la izquierda totalitaria, los piqueteros que se las han ingeniado para hacer de la pobreza ajena una fuente rica de dinero y figuración y, cuándo no, la oligarquía sindical que acaba de salir del coma en que cayó al iniciarse la gestión asombrosamente inepta de Alberto Fernández, Cristina y Sergio Massa y que duró hasta la irrupción de Milei.
Los kirchneristas y sus compañeros de ruta ya están hablando como si fuera indiscutible que el ajuste que el país está sufriendo se debe exclusivamente a los prejuicios ideológicos de Milei, Mauricio Macri y otros enemigos del pueblo. Demás está decir que si, después de un “estallido social”, regresaran al poder, se verían obligados a profundizarlo, emulando de tal modo a sus amigos de la dictadura cubana que acaban de aplicar medidas muy similares, pero en tal caso lo atribuirían a la herencia dejada por el libertario. Cuando no hay plata ni forma de conseguirla, una sociedad, lo mismo que una familia, se ve sin más alternativa que la de vivir de acuerdo con lo verdaderamente disponible. Negarse a hacerlo por principio, como insinúan aquellos políticos que fingen creer que en última instancia todo depende de la voluntad, buena o mala, de los gobernantes, y que por lo tanto hay que “luchar” contra los ajustes, es propio de cínicos que están decididos a sacar provecho de desastres que ellos mismos han contribuido a provocar.
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