“El odio crece cuando es recíproco”, escribió Baruch Spinoza, una de las grandes víctimas que tuvo la intolerancia. La “grieta” que se produjo en distintas sociedades del continente americano, parece corroborar la afirmación del filósofo que padeció una horrible maldición en el siglo 17. Y ese fenómeno, que está marcando tan fuertemente estas décadas, se potencia por tembladerales políticos como el que está sacudiendo el país epicentro del sismo que agrietó varias sociedades latinoamericanas: Venezuela.
En general, la región supo reaccionar frente a las conspiraciones golpistas. Las hubo de todo tipo y con diferentes resultados pero Latinoamérica demostró estar en otra era, muy lejana al tiempo en que los golpes de Estado eran la regla y las continuidades democráticas, la excepción.
No obstante, esa reacciones rápidas frente a casos de golpe, o de enchastres institucionales, no son parejas cuando se trata de la Venezuela chavista. Contrastando con ensordecedores silencios en el vecindario, una editorial de The New York Times afirmó que “las amenazas que sufren los venezolanos hoy, no son el resultado de conspiraciones extranjeras o nacionales, sino del desastroso liderazgo de Maduro”.
En rigor, una obviedad. Sin embargo, muchos de los que, por ejemplo, denuncian golpe de Estado en Brasil, o bien aceptan la eterna victimización de Maduro achacando sus fracasos a la “guerra económica” y su deriva autoritaria a las conspiraciones golpistas urdidas por Washington y la oligarquía local, o bien guardan un silencio cada vez más sonoro y vergonzoso.
La región actuó bien al aislar de inmediato al empresario golpista Pedro Carmona, cuando usurpó efímeramente la presidencia mientras un puñado de oficiales apresaba a Hugo Chávez en el 2002. Estaba claro que se había dado un típico golpe de Estado, a la antigua, o sea con el derrocamiento de un mandatario mediante el uso de la fuerza militar.
También fue adecuada la reacción asumida frente al brusco desplazamiento de Manuel Zelaya en Honduras. Aunque los poderes legislativo y judicial justificaron la medida, en términos generales, la región aisló al gobierno encabezado por Roberto Micheletti. Y Honduras recién volvió a las distintas entidades regionales tras la elección que sacó a Micheletti y convirtió en presidente al conservador Porfirio Lobo.
Hizo bien el Mercosur al aislar al Paraguay, tras el juicio político “expréss” que depuso a Fernando Lugo. El proceso legislativo fue demasiado vertiginoso como para dar una clara legitimidad al reemplazo de Lugo por el vicepresidente Federico Franco.
Incluso, está bien que los países vecinos no recibieran con los brazos abiertos el encumbramiento de Michel Temer en Brasil. Si bien no hubo golpe de Estado, el proceso que suspendió a Dilma Rousseff fue legal, pero también injusto. Al fin de cuentas, la acusación que justifica el impeachment no es la verdadera causa, sino la excusa para sacar a un gobierno que se quedó sin músculo político ni liderazgo.
Lo que no se entiende, son los silencios y las reacciones pasmosas frente a Nicolás Maduro.
Lo que está ocurriendo en Venezuela no difiere, en el fondo, de lo ocurrido en Perú, en 1992. La diferencia está sólo en la forma y en las actitudes de los respectivos pueblos.
Sin respaldo constitucional, Alberto Fujimori disolvió el Congreso y dispuso la intervención del Poder Judicial. Lo más grave es que las encuestas mostraron que más del ochenta por ciento de la población apoyó aquel golpe de Estado.
En la Venezuela de hoy las encuestas, así como la recolección de firmas para el revocatorio y la última elección legislativa, muestran lo contrario. Una importante mayoría de la población está en contra de Maduro.
Lo demás es casi lo mismo que el “autogolpe” que generó el “fujimorato”: el presidente no intervino la Justicia, pero el chavismo la controla totalmente. El presidente no clausuró el Congreso, pero lo encapsuló en una existencia virtual, haciendo que no se cumplan ninguna de las resoluciones emanadas de ese poder legislativo con mayoría calificada de la oposición.
En síntesis, Maduro está violando la Constitución Bolivariana en lo referido a la Asamblea Nacional, al no aplicar leyes promulgadas legítimamente, como la de amnistía a los presos políticos, y recortando ilegalmente las atribuciones que tenía ese cuerpo legislativo cuando fueron elegidos en las urnas sus actuales miembros.
Con el Poder Judicial y la Justicia Electoral totalmente cooptados por el chavismo, y con el Poder Legislativo condenado a la existencia virtual, Maduro está haciendo lo que hizo Fujimori en el 92, pero sin el apoyo popular con que contó en aquella tropelía el autócrata peruano.
Si al “fujimorato” se lo aisló hasta obligarlo a reabrir el Congreso y cesar la intervención del Poder Judicial ¿por qué se le permite a Nicolás Maduro gobernar contra la Constitución de Chávez?
Anulando la independencia de poderes y apartándose de la carta magna bolivariana, el presidente ha incurrido en el golpe de Estado. Lo que ha empezado a hacer ahora es otro golpe contra la voluntad popular: la jugada de impedir la realización del referéndum revocatorio, a pesar de que la oposición ha cumplido, en tiempo y forma, con la recolección de firmas.
Henrique Capriles apostó por seguir la letra constitucional y las reglas institucionales. Llegada la mitad del mandato, si se reúne cierta cantidad de firmas, puede realizarse un referéndum para revocar, o no, el mandato presidencial. En tiempo récord, se recogieron diez veces más de las firmas necesarias. Pero el poder chavista empezó a empantanar el proceso.
Si no logra frustrarlo totalmente, puede lograr que la votación se haga después del 10 de enero, con lo cual, de perder Maduro, deberá dejar la presidencia pero no cae el gobierno ni se convoca a elecciones anticipadas, como ocurriría si el referéndum se hace antes de esa fecha; sino que asume la presidencia hasta el final del mandato en curso la persona que el actual presidente designe a dedo. O sea que, después del 10 de enero, de revocarse el mandato de Maduro podría quedar en la presidencia su esposa o, lo más seguro, su camarada Diosdado Cabello.
Al colapso total de la economía y a los padecimientos de la sociedad, no lo describen sólo los medios opositores y las cadenas norteamericanas. Lo describe, por ejemplo, alguien tan lúcido y creíble como Edmundo Jarquin, diplomático de la revolución sandinista que luego lideró una corriente socialdemócrata.
La contracara de la apatía regional, no es el belicismo delirante de Alvaro Uribe clamando por una invasión a Venezuela. La contracara es Luis Almagro. El titular de la OEA y canciller durante el gobierno de Mujica, es quien más claramente denuncia la ilegalidad en la que incursionó Maduro.
El resto calla, aunque algunos gobiernos están empezando a balbucear condenas a esa “ineptocracia” que sólo produce colapso económico, poses y discursos.
por Claudio Fantini
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