Tuesday 19 de March, 2024

OPINIóN | 18-12-2016 00:00

Italia se prepara para despedirse

James Neilson analiza la crisis financiera y demográfia que padece la península itálica. El triunfo del No en el referéndum y el alejamiento de Mateo Renzi.

Ya se fue Matteo Renzi, el más reciente de una serie de políticos ambiciosos que aspiraban reavivar Italia sólo para caer víctima de la rabia que siente la mayoría de sus compatriotas por lo que está sucediendo en su país. Lo mismo que su desafortunado homólogo británico David Cameron, Renzi cometió el error de intentar consolidar su poder llamando a un referéndum que esperaba ganar pero que, como suele suceder, brindó a los hartos del statu quo una oportunidad para movilizarse, lo que hicieron con éxito fulminante, ya que el sesenta por ciento votó en contra de las reformas políticas que tenía en mente.

Aunque su sucesor, Paolo Gentiloni, jura entender muy bien el significado del mensaje sonoro que el electorado acababa de enviar a su ex jefe, sería un auténtico milagro que lograra poner fin a la larguísima crisis italiana. La economía no crece desde hace quince años y, tal y como están las cosas, parece muy poco probable que mucho cambie en los próximos quince o veinte. Por el contrario, el endeudamiento excesivo, el peligro que, según los financistas, es inminente, de que el sistema bancario se despedace, privando a millones de ahorristas de ingresos precarios de su dinero y el abismo que separa a la ciudadanía rasa de una clase gobernante despreciada, parecen presagiar crisis todavía más graves que la protagonizada por Renzi. ¿Y entonces? Entonces sobrevendría la noche.

La triste verdad es que la Italia que conocemos está muriendo. Se trata de un caso, uno más, de suicidio colectivo. Nadie es directamente responsable de la epidemia de esterilidad que está provocando estragos en un país antes célebre por las familias numerosas y la cantidad notable de bambini que pululaban por las calles, lo que quiere decir que, de un modo u otro, casi todos lo son al elegir, o tolerar, un estilo de vida que a la larga no es viable.

A pesar del aporte de los inmigrantes, en Italia la tasa de fecundidad ha sido bajísima desde hace muchos años, de menos de 1,4 bebé por mujer, bien lejos de los 2,1 necesarios para que la población se mantenga estable. De reducirse la tasa un poquito más, cada ocho abuelos italianos tendrían cuatro hijos, dos nietos y un biznieto. Así, pues, en un lapso muy breve, apenas un par de generaciones, los italianos, luego de haber dado tanto a la civilización occidental, habrán seguido a los etruscos en el viaje hacia la noche. Según los demógrafos, Italia ya ha superado el punto de no retorno después del cual es imposible revertir una tendencia negativa. ¿Se equivocan? Por desgracia, no hay muchos motivos para creerlo.

No es ningún consuelo, pero los italianos distan de ser los únicos que han optado por despedirse de este mundo tan cruel y decepcionante. La semana pasada, el diario madrileño El País se alarmó al enterarse de que España perdía población “al ritmo de 72 personas al día”. Algo similar ocurre en Grecia y, desde luego, Alemania, de ahí la decisión de Angela Merkel de dejar entrar a millones de africanos y asiáticos para que aportaran nueva sangre que, bien que mal, nunca será teutona, además del Japón, donde, a diferencia de los europeos, tanto los jóvenes como los ancianos prefieren convivir con robots entrañables a rodearse de inmigrantes de origen tercermundista.

Sea como fuere, no cabe duda de que las sociedades más ricas, más seguras y más democráticas de toda la historia de nuestra especie tienen los días contados. Como en los años que precedieron al colapso de la mitad occidental del Imperio Romano, los adultos que monopolizan el poder en lo que es legítimo calificar del mundo civilizado han perdido interés en el futuro de sus pueblos respectivos ya que, al fin y al cabo, ellos mismos no estarán para participar de la eventual debacle que les aguarda. Puede que algunos países, comenzando con los anglosajones, consigan prolongar su vida un poco más con la ayuda de inmigrantes talentosos procedentes de Italia, España, Grecia, China y América latina que entienden que les iría mejor lejos de su tierra natal, pero a menos que recuperen la fecundidad exuberante de otros tiempos, ellos también se verán borrados de la faz de la Tierra.

A los italianos no les gusta para nada la situación en la que su país se ha metido, pero con escasas excepciones creen que les corresponde a otros – los sindicatos o empresarios locales, los burócratas bruselenses, los alemanes, los chinos–, hacer los sacrificios precisos para que la recuperación sea algo más que una vaga esperanza. Comparten tales sentimientos paralizantes millones de norteamericanos, europeos, chinos y, huelga decirlo, latinoamericanos. Todos, en especial los comprometidos con lo que durante años funcionó aceptablemente bien, son conservadores; se aferran a lo que ya tienen sin dejarse conmover por los argumentos de quienes les dicen que les convendría procurar enfrentar con realismo los riesgos, tanto internos como externos, que siguen surgiendo.

Aunque parece inevitable que muchos países mueran por voluntad propia en el transcurso del siglo actual, hasta hace muy poco casi todos los occidentales contemplaban con ecuanimidad la perspectiva sombría que se abría frente a sus ojos. ¿Por qué – se preguntaban– preocuparse por temas tan recónditos como la evolución demográfica? Sólo es cuestión de números, se decían, de futurología barata y, de todos modos, los ecólogos y climatólogos nos informan que ya hay demasiados seres humanos en el planeta.

Así y todo, si bien un tanto tardíamente, ha comenzado a difundirse la conciencia de que acaso valdría la pena pensar en el futuro nada lejano de quienes hoy en día son niños o adolescentes. Si llegan a cumplir 65 años, ¿cómo será el mundo en que se encuentren? Mucho tendría que cambiar muy pronto para que no se asemejara más a un inmenso campo de refugiados asolado por enfermedades, hambrunas, violencia extrema y cultos religiosos despiadados que al porvenir, pacífico, próspero e igualitario en que creían los optimistas.

Es factible que, de manera muy confusa, una revolución o, mejor dicho, contrarrevolución cultural ya esté en marcha, pero a juzgar por sus manifestaciones iniciales no parece del todo promisoria. La resistencia a cambios que muchos creerían reaccionarios será tenaz. Es como si el mundo desarrollado se hubiera precipitado en una versión de lo que los economistas llaman “la trampa del ingreso medio” en que la Argentina está debatiéndose desde hace más de sesenta años, empobreciéndose cada vez más al repetirse el mismo ciclo de endeudamiento excesivo seguido por un estallido. Es lo que siempre ocurre cuando los resueltos a defender las “conquistas” que se las arreglaron para conseguir cuando las circunstancias eran distintas resultan ser más fuertes que los dispuestos a ensayar reformas.

Al darse cuenta los norteamericanos y británicos de que muchos jóvenes tendrían que conformarse con un nivel de vida material muy inferior al disfrutado por sus padres y abuelos, se despejó el camino por el que avanzarían los profetas del Brexit y Donald Trump. En otros países, el malestar creciente ocasionado por la sensación de que el orden socioeconómico que algunos imaginaron sería eterno no da para más y amenaza con producir sorpresas aún más ingratas. Los hay que, con cierto regocijo, prevén que en 2017 nos visite una flotilla de “cisnes negros” muy feos, que Italia y Grecia salgan de la Eurozona –lo que tendría consecuencias imprevisibles para una economía mundial ya tambaleante–, Francia se entregue a las huestes vengativas de Marine Le Pen, que en Alemania Merkel pierda su lugar como la mujer más poderosa de Europa y, lo que sería peor aún, miles de guerreros santos sanguinarios regresen de Siria e Irak para reanudar la lucha contra los infieles en las tierras que los vieron nacer.

Aun cuando tales vaticinios no se concreten en los meses próximos, los líderes de los países occidentales más fuertes, Estados Unidos, Alemania, el Reino Unido, Francia e Italia, no podrán sino entender que una época que en retrospectiva parecerá dorada está acercándose a su fin y que, a menos que tengamos muchísima suerte, otra muy distinta, y para ellos mucho más peligrosa, está por tomar su lugar.

De todos los desafíos que enfrentan, el planteado por la demografía es el más difícil. Lo es porque nadie parece saber muy bien las razones por las que en los países avanzados, además de Rusia y sus vecinos, Irán y China, la gente ha llegado a la conclusión de que no les convendría reproducirse como hacían sus antepasados. Se han barajado motivos económicos, ya que criar un chico dista de ser barato; sociales, porque a muchos les parece agradable perpetuar la adolescencia; religiosos y culturales, pero ninguno parece realmente convincente. Es indiscutible que, en los países de tradiciones cristianas por lo menos, el desplome de la tasa de natalidad haya coincidido con la pérdida de fe en los viejos dogmas teológicos, pero habrá algo más en juego que el desprestigio del clero.

Sea como fuere, lo único cierto es que, sin una revolución sociocultural y económica profunda que requeriría el abandono de mucho de lo que tomamos por progreso o modernidad, Europa se hundirá y que, poco después, Estados Unidos la acompañará al cementerio en que yacen tantas civilizaciones anteriores.

por James Neilson

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