En la noche del 23 de marzo de 1976, el ministro de Defensa José Deheza se reunió con los tres comandantes de las Fuerzas Armadas dispuesto a ofrecer todo: cambio de rumbo, de gabinete… todo menos la renuncia de Isabel. “Ya es tarde”, fue la respuesta de los comandantes. Pocas horas después usurparían el poder.
La reunión no hace más que reflejar la continua delegación de poder político del gobierno constitucional, con el consenso de la UCR, a las Fuerzas Armadas, como sucedió desde la muerte de Perón hasta llegar la madrugada del golpe de Estado.
Esta transferencia de poder a la corporación castrense se instrumentó con leyes represivas votadas por el Congreso, y otras decisiones del Poder Ejecutivo, que permitieron las violaciones de derechos humanos, con la imposición del estado de sitio, la prohibición del derecho a huelga, la censura a la prensa y los miles de presos políticos, detenidos sin orden judicial, durante el gobierno peronista 1973-1976, sin mencionar a las acciones paraestatales de la Triple A.
Si bien Perón, en previsión del desastre que dejaría tras su muerte, meditó una fórmula con Ricardo Balbín (UCR) para blindar al país de un mayor fortalecimiento institucional, el propio justicialismo le negó esa posibilidad y se aferró a la candidatura de Isabel, para heredar el poder.
A partir de entonces, desde 1974, la clase política no buscó acordar un pacto institucional amplio y abierto, que resguardara la democracia. Al contrario, fue cediendo, con leyes y decretos, la presión militar y la voracidad represiva que propiciaba el sector “profesionalista” del Ejército que ya conducía el general Videla. La idea de “aniquilamiento a la subversión” que ya vislumbraban los militares fue consentida, en los hechos, por los dos partidos políticos mayoritarios que vio venir el golpe de Estado e hicieron muy pocos esfuerzos para impedirlo.
*Periodista y escritor. Autor de “Los 70. Una historia violenta”.
por Marcelo Larraquy
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