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MUNDO | 30-07-2018 14:04

Israel y la grieta judía

La hipocresía y la preocupación razonable en la reacción del mundo por la ley que habla del “Estado Nación del Pueblo Judío”.

En las democracias de Occidente y en los regímenes del Oriente Medio, el paso que dio Israel fue cuestionado. La creación de una ley que habla del “Estado de la nación del pueblo judío” levantó una ola de críticas en las democracias occidentales, mientras los países musulmanes disparaban pronunciamientos que hablaban del “apartheid” impuesto por los israelíes.

La reacción en Occidente tiene un costado entendible y otro curioso. El lado curioso es que siempre se ha referido a Israel como el “Estado judío”. En el periodismo y la intelectualidad, el sinónimo usado en artículos y textos, para no repetir en cada estrofa la palabra Israel, era y es “Estado judío”. Sin embargo, cuando ese concepto tan utilizado y tan familiar apareció en el texto de una ley, produjo un grave estupor.

Lo curioso de esta reacción no sólo tiene que ver con la caracterización que siempre se dio a Israel como Estado judío; también con que todo Oriente Medio está plagado de Estados con leyes que dan supremacía a una raza y una religión. Esa realidad tan evidente resalta la hipocresía del estupor en la reacción de los vecinos de Israel.

El supremacismo étnico está presente en toda la región. En Siria, no todos los habitantes son árabes. También hay, por ejemplo, kurdos y armenios, que no son de raza árabe. Sin embargo, el país se llama República Árabe de Siria. También Egipto se proclama desde su nombre como una “República Árabe”. Y desde el propio nombre del país, Jordania plantea la supremacía de un linaje: Reino Hachemita. Mientras que, desde su denominación, Arabia Saudita se reconoce como propiedad de una familia: los Saud.

En todos los casos, la ley coloca la religión islámica por encima de las demás creencias. En Irán no todos los habitantes son musulmanes, pero se trata de una teocracia denominada República Islámica, mientras que las leyes dan ventaja a los chiitas incluso por sobre las otras vertientes coránicas. Del mismo modo que en el reino saudita la vertiente wahabita del sunismo tiene supremacía absoluta en desmedro de las otras ramas del sunismo y del Islam.

Ningún país en el Oriente Medio tiene autoridad moral para cuestionar el paso que dio Israel; precisamente porque ese paso está en la dirección de los modelos étnicos y religiosos que allí predominan. También suena hipócrita Erdogán acusando a Israel de “hiteleriano”, mientras margina minorías étnicas como los kurdos y niega el genocidio de los armenios que inició el sultán Abdul Hamid y continuó el “gran visir” Talal Pashá y el régimen de los “Jóvenes Turcos”.

Tampoco se puede comparar con el siniestro “apartheid”, como hicieron muchos vecinos, a la ley que se votó por margen mínimo en la Kneset. Aunque, de haberse aprobado una de sus clausulas, la comparación habría resultado correcta.

Esa cláusula habilitaba la creación de ciudades exclusivamente habitadas por judíos. Una idea aberrante que, sin dudas, resulta equiparable al sistema de segregación racial que impuso durante décadas en Sudáfrica la minoría blanca “afrikaner”. Pero esa iniciativa fue neutralizada, aunque no del todo conjurada, en la votación parlamentaria.

Ahora bien, que valga preguntarse porque se escandaliza ante una ley que subraya el carácter judío de Israel, el mundo que siempre se refirió a Israel como “Estado Judío” ¿implica que esa ley es en absoluto preocupante? Que los vecinos de Israel no tengan autoridad moral para plantear las acusaciones que plantearon, dado que todos ellos están fundados sobre la supremacía de una etnia y una religión ¿justifica la ley votada en la Kneset? No. No la justifica.

Tal como fue votada la Ley no altera sustancialmente nada. Si la hubiera aprobada la mayoría que supieron tener alianzas gubernamentales de centroizquierda, como las que integraron el Partido Laborista y el Meretz, no se habría movido el amperímetro de la preocupación mundial. Si el primer ministro hubiera sido el general Rabin o Shimon Peres o Golda Meir o Ehud Olmert o la última versión de Ariel Sharon, nada amenazante acecharía detrás de la ley que fue aprobada en la Kneset. Pero no hay moderados en el gobierno que encabeza el Likud y contiene partidos ultranacionalistas y partidos religiosos. La sola idea de crear ciudades en las que no pueda residir ningún no judío exhibe las tendencias extremistas que laten dentro del gobierno que preside Benjamin Netanyahu.

Tanto la referencia a la lengua hebrea como a los asentamientos, parecen evidenciar que la Ley es un primer paso a la formulación, como base de un acuerdo para que nazca un estado Palestino independiente, de la propuesta impulsada por Avigdor Lieberman y su partido ultranacionalista Israel Beitenu: intercambiar los territorios cisjordanos donde hay asentamientos de colonos judíos, por el territorio conocido como Uadi Ara, en el Distrito de Haifa, que está poblado casi totalmente por árabes-israelíes y que Jordania ocupó en la guerra de 1948, canjeándolo después por territorios situados al sur de Hebrón.

La idea es razonable. En algún momento, el intercambio de territorios permitirá arribar a un acuerdo por el cual, por fin, se establezca el Estado palestino independiente. Pero el plan de Lieberman tiene un lado oscuro (y muy oscuro). Esa peligrosa contraindicación es que los árabes que habitan Uadi Ara serían obligados a perder la nacionalidad israelí para pertenecer al Estado palestino que surgirá de ese acuerdo.

El paso que se dio, impulsado por la exigua mayoría derechista que aprobó la caracterización de Israel como “Estado nación del pueblo judío”, es negativo porque lo aleja del modelo secular y diverso de las democracias occidentales, para acercarlo a los modelos étnico-religiosos de los países vecinos. La Ley aprobada también lo aleja de la Declaración de Independencia de 1948, en la que quedaba establecido de manera clara y contundente que todos los ciudadanos de Israel tienen los mismos derechos, libertades y garantías sin importar su raza ni religión.

Detrás de esta reforma inquietante, están los temores que provocan la proyección demográfica y la persistencia del rechazo a la existencia del país, que aún es mayoritaria entre los países árabes. Pero el extremismo y la intransigencia de Netanyahu y Lieberman, generan justificadas preocupaciones sobre las consecuencias del concepto que acaban de imponer en la jurisprudencia.

Además, cualquier desplazamiento que Israel haga en dirección contraria a los valores de democracia, pluralidad, libertades, garantías y diversidad étnica y religiosa, no enriquece al país. Le resta virtudes con las que nació y logró imponer su tan resistida existencia.

por Claudio Fantini

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