La región está en estado de shock. El triunfo de Jair Bolsonaro no es un episodio más en la evolución institucional brasileña, sino el fin traumático de un ciclo en la democracia del gigante sudamericano. Atrás quedó aquel sueño de inserción internacional madura, potente y democrática que auspició José Sarney, abrazado al entonces presidente Alfonsín, cuando pusieron en marcha el proyecto Mercosur: hoy el vapuleado bloque es letra muerta, al menos en las promesas de campaña del bolsonarismo. Es cierto que la comunidad europea y el área de países norteamericanos también descreen hoy de las alianzas en bloque, y que la xenofobia no está ausente de esta tendencia, pero el chovinismo del futuro presidente de Brasil tiene motivaciones propias, más allá de seguir las modas globales.
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También acaba de quedar atrás, con la espeluznante elección brasileña, la tradición de líderes de alta calidad intelectual que venía coronando Brasil desde la asunción de Fernando Henrique Cardoso, aquel sociólogo que todo universitario latinoamericano tuvo que estudiar alguna vez en su carrera. Y no era sólo él: la diplomacia brasileña era –y aún es, al menos hasta que Bolsonaro meta mano- un modelo para sus vecinos, una vara muy alta que hacía del Palacio de Itamaraty el orgullo del Cono Sur. Incluso Lula, con una formación escolar más rústica que la del europeizado Cardoso, representaba la síntesis cultural virtuosa del sindicalismo doctrinario y de los movimientos de la izquierda latinoamericana. El PT llegó al poder con el brillo del más poderoso progresismo regional, al punto que los propios empresarios dejaron de lado sus resquemores y apostaron a ese capitalismo civilizado que les prometía Lula.
Pero todo aquel glamour que la dirigencia brasileña proyectaba hacia los devaluados pasillos de la política argentina, que miraba con envidia el primermundismo económico e institucional brasileño, se desbarrancó por la pendiente de la corrupción a gran escala, la degradación republicana y la desaceleración del motor capitalista amazónico. Y pocas sociedades son tan peligrosas como las que se sienten empobrecidas de la noche a la mañana.
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La elección de Bolsonaro es un gran grito de rabia y hartazgo, que se expresa en las urnas, sí, pero no todo “Basta” alimenta las reglas democráticas. Más bien, todo lo contrario: el juego democrático supone una negociación basada en la continuidad a futuro de ciertos códigos de convivencia social, no su erradicación explosiva. Increíblemente, aquel faro de modernismo que fue Brasil desde hace muchos años para la región está mutando rápidamente en una avalancha de embrutecimiento posmoderno, cebado en las fake news del goce digital pseudociudadano. Militares xenófobos, fanáticos religiosos, maltratadores de mujeres y homosexuales, se asoman como la élite de recambio de la república vecina. Algo está cambiando. Menos la euforia bursátil, que acompañó cada nuevo gobierno empoderado, y que ahora se entusiasma con la módica oferta curricular de un par de amigos de Bolsonaro que hicieron estudios de posgrado en la escuela económica de Chicago. Al menos la riqueza está a salvo, piensan aliviados. Felices los que creen en democracias con candidatos presos y/o acuchillados.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS.
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