Con estoicismo, ya que a diferencia de ciertos otros políticos nunca ha brindado la impresión de querer atornillarse al sillón rivadaviano, Mauricio Macri dice estar “listo para continuar” ocupándolo si la gente cree que “este camino del cambio” vale la pena. Puede que haya aludido así a su eventual reelección sólo porque teme verse transformado prematuramente en un pato rengo, pero lo más probable es que se sienta capaz de cumplir una auténtica hazaña política al triunfar en octubre del año que viene a pesar de haber caído el país en una recesión brutal que se prolongará por muchos meses más. Aun cuando sólo sea cuestión de una ilusión, el que Macri figure entre los favoritos para ganar, con balotaje o sin uno, es de por sí un dato muy significante.
Bien que mal, Macri no es un líder carismático del tipo que puede hacer de una debacle una epopeya. Nadie lo ha acusado de ser un orador fogoso capaz de entusiasmar a multitudes como hacía Raúl Alfonsín en sus días de máximo esplendor. Quienes lo conocen personalmente, dicen que es un hombre amable, caballeresco y leal, pero los demás lo encuentran un tanto frío, como si siempre prefiriera estar en otro lugar.
Es por tales motivos por los que quienes procuran vaticinar cómo evolucionará la política nacional en los meses que nos separan de las próximas elecciones suelen atribuir el protagonismo de Macri a las deficiencias de sus presuntos rivales. Hablan de la fragmentación del polifacético movimiento peronista, lo poco confiables que son algunos aspirantes a liderarlo, las extravagancias de Cristina y sus aliados, la corrupción en escala industrial que era la marca de fábrica del gobierno anterior, el peligro de que si ella regresa a la Casa Rosada la Argentina sufra una catástrofe equiparable con la que ha convertido a Venezuela en un país de famélicos regido por bandas delictivas.
Dicho de otro modo, en buena parte del país está formándose el consenso –dubitativo, pero muy difundido–, de que en vista de las alternativas Macri es el mal menor, que, por antipático que sea, “el rumbo” que ha tomado es, en términos generales, el único que podría llevar el país a un destino mejor.
Para los más exigentes, pensar así es propio de mediocres, pero acaso convendría repetir la frase de Voltaire según la cual “lo perfecto es enemigo de lo bueno”. Una y otra vez la Argentina se ha dejado tentar por políticos que se mofaban de las “ortodoxias” que tantos beneficios habían producido en otras latitudes, dando a entender que un país tan privilegiado podría darse el lujo de emprender caminos no aptos para pusilánimes. Parecería que el grueso de la clase media, incluyendo a muchos que se vieron depauperados en décadas recientes pero que así y todo se aferran a los valores “burgueses” que los progres propenden a despreciar, ha llegado a la conclusión de que lo que el país precisa no es “más imaginación”, como piden los aburridos por la moderación reivindicada por Cambiemos, sino más sobriedad, realismo y sentido común.
Algunos macristas insisten en que lo que el país está experimentando es una “revolución cultural”, pero tal vez sería más apropiado calificar de “contrarrevolución” lo que está ocurriendo por debajo de la superficie. Son cada vez más los conscientes de que la larguísima crisis argentina empezó en la primera mitad del siglo pasado cuando demasiados integrantes de la clase dirigente se dejaron seducir por distintas variantes del facilismo voluntarista.
Tal actitud se vio estimulada por la convicción patriótica de que, por ser un país rico –durante muchos años esta idea tan debilitante sirvió como una seña de identidad–, la Argentina no tendría que preocuparse por temas miserables como la productividad y el ahorro, ya que lo único que realmente importaba era el reparto de lo ya existente. El resultado fue que, año tras año, la sociedad se fagocitaba a sí misma hasta quedar casi vacía.
En la actualidad, el precario “modelo” socioeconómico vigente depende del Fondo Monetario Internacional. Si por alguna razón Christine Lagarde y sus técnicos, que por fortuna cuentan con el respaldo fuerte de Donald Trump, decidieran que sería inútil seguir apoyándolo, se caería en pedazos, con consecuencias sin duda terribles para la mayoría de los habitantes del país.
Puede argüirse, como hacen los críticos de la gestión de Macri, que ante la corrida cambiaria de abril, cuando el peso se achicó de golpe y, por enésima vez, la inflación emprendió vuelo hacia la estratósfera, el Gobierno pudo haber reaccionado de otra manera, pero a esta altura las opciones que según ellos aún existían son de interés meramente académico. Nos guste o no nos guste, hasta que por fin las finanzas nacionales estén en orden, el Gobierno no podrá correr el riesgo que le supondría desoír los consejos –mejor dicho, órdenes–, de los encargados de velar por la salud del sistema financiero mundial.
Lo entienden no sólo los peronistas “racionales” que vacilan entre aprovechar una oportunidad acaso irrepetible para deshacerse de Macri y ayudarlo para que quien lo reemplace no herede una situación infernal que sería todavía peor que la de fines de 2001, sino también los orgullosamente irracionales a quienes les encantan los fracasos colectivos que, en este caso como en otros, atribuirían al “neoliberalismo”, el “imperialismo”, la “oligarquía” y vaya a saber qué más. Así pues, en las elecciones que poco a poco se acercan, a los votantes les tocará elegir entre una versión peronista de la gestión macrista que sería más o menos la misma, y una nueva fiesta nac&pop que a lo sumo duraría un par de meses.
Sería por lo tanto comprensible que buena parte de la ciudadanía optara por permitir que Macri siguiera al mando; entendería que, pase lo que pasare, no habrá nada claramente mejor para el país que continuar con el ajuste que se puso en marcha al darse cuenta el ingeniero de que el “gradualismo” se había agotado.
Dadas las circunstancias internacionales, es paradójico que haya motivos para pensar que, luego de muchas décadas de excentricidad autodestructiva, la Argentina finalmente ha llegado a la conclusión de que, por desgracia, el centrismo moderado representado por Macri y sus colaboradores podría ser mejor que las alternativas más emocionantes ofrecidas por populistas. Mientras que en Estados Unidos, Brasil, Italia y los países de Europa central, están surgiendo líderes demagógicos resueltos a dinamitar el consenso progresista que se consolidó después de la defunción de la Unión Soviética, aquí abundan los convencidos de que no serviría para nada continuar fantaseando en torno a esquemas supuestamente novedosos.
Quieren que la Argentina sea “un país normal” conforme a las pautas que imperaban en el resto del mundo antes de la llegada atropellada del Brexit, Trump, el italiano Matteo Salvini y el brasileño Jair Messias Bolsonaro. En comparación con el trío mencionado, Macri sí es un presidente “normal”.
¿Podría tener éxito el programa de reformas que contra viento y marea está impulsando, en cuanto le sea posible, ya que el suyo es un gobierno minoritario que está obligado a negociar todas las leyes que cree imprescindibles con políticos deseosos de hacer gala de su capacidad para torcerle el brazo? Muchos, aleccionados por una historia colmada de desastres, dan por descontado que todo terminará mal, pero es por lo menos factible que, siempre y cuando tanto Macri como sus sucesores inmediatos se adhieran al “rumbo” que se ha fijado, para sorpresa de los pesimistas la Argentina vuelva a ser un país próspero.
Si bien la abundancia de recursos naturales la ha perjudicado mucho al entrar el mundo en una época en que una buena idea puede valer muchísimo más en términos económicos que miles de pozos petroleros o kilómetros cuadrados de tierra fértil, de ahí las riquezas asombrosas acumuladas por empresas como Apple, Amazon, Google, Facebook, YouTube y otras, disponer de las reservas gigantescas de gas y petróleo de Vaca Muerta, muchos depósitos minerales aún no explotados, y un sector agropecuario que es notable por su dinamismo, haría menos difícil la salida de la miseria generalizada en la que el país está hundiéndose.
Así y todo, aunque tales ventajas facilitarían una transición, en última instancia el futuro del país dependerá de su capital humano. Mientras que las bellas almas sienten solidaridad para con los pobres sin proponerse cambiarlos, otros, que tal vez sean menos bondadosos, lamentan más la pérdida de talento causada por la pauperización de más de diez millones de personas que no aportan nada a la economía o la cultura, salvo en el sentido antropológico de la palabra. Para estos, el problema principal es la falta de ambición de aquellos jóvenes que no sólo ni estudian ni trabajan sino que no manifiestan interés en hacerlo. Si comparamos la resignación que los caracteriza, y la negativa a criticarlos de los reacios a “culpar a la víctima” por sus penurias, con el fervor por la educación de decenas de millones de chinos igualmente pobres que se sacrifican para que sus hijos consigan dejar atrás la miseria ancestral, entenderemos mejor las razones por las cuales en lo que va de la década actual el producto per cápita de China se ha duplicado, mientras que el de la Argentina apenas se ha incrementado.
Comentarios