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OPINIóN | 04-02-2019 12:44

La moderación se pone de moda

El ex ministro Roberto Lavagna se presenta como un candidato con las herramientas a mano para resolver la crisis.

Cuando el clima político se vuelve irrespirable, quienes sueñan con un país menos conflictivo, sin grietas molestas, piensan en lo bueno que sería que fuera presidente de la República un personaje tan tranquilo, para no decir tranquilizante, como Roberto Lavagna. Por tratarse de uno de los suyos, los dirigentes peronistas han tomado nota del fenómeno que ven gestándose en la mente colectiva.

Asimismo, algunos radicales que se sienten incómodos por el papel que sus correligionarios están desempeñando en la coalición gobernante, recuerdan que lo apoyaron en las elecciones de 2007 en que llegó tercero, detrás de Cristina de Kirchner y Elisa Carrió, con un muy respetable 16,91% de los votos. Y se cree que muchos independientes pueden encontrarlo atractivo.

Es que Lavagna rezuma moderación. No le gustan ni las definiciones tajantes ni las disquisiciones ideológicas. Con la eventual excepción de los trotskistas y kirchneristas más fogosos, a nadie se le ocurriría calificarlo de neoliberal o acusarlo de querer hacer de la Argentina un coto de caza para capitalistas salvajes, pero tampoco es un estatista ortodoxo. A su modo, encarna las aspiraciones y los valores de un sector importante de la clase media nacional cuyo futuro será sombrío a menos que el país logre superar la crisis crónica que la aflige desde hace muchas décadas.

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La reputación envidiable que ha hecho de Lavagna un precandidato presidencial casi permanente se originó en su gestión, que de acuerdo común fue exitosa, como ministro de Economía en los gobiernos de Eduardo Duhalde y, hasta que lo echó por no compartir los prejuicios patrimonialistas del jefe, de Néstor Kirchner, que ya avanzaba con la cartelización de la obra pública que para él sería tan lucrativa.

Los admiradores sindicales de Lavagna, hombres como el gastronómico incombustible Luis Barrionuevo, dan a entender que sería capaz de reeditar aquella gestión a pesar de que las circunstancias actuales sean radicalmente distintas, ya que le había tocado ocupar el Ministerio de Economía en una etapa en que el célebre pero, por desgracia, meramente coyuntural viento de cola soplaba con gran fuerza. Sabrá que es una cosa estar a cargo de las finanzas nacionales cuando todos los países de América latina se veían beneficiados por el boom de commodities que fue desatado por China, pero otra muy distinta cumplir la misma función cuando dicho período ya ha pasado y no hay señal alguna de que esté por volver. Por lo demás, aunque el gobierno macrista está llevando a cabo un ajuste feroz, sería poco probable que legara a un sucesor una economía tan superavitaria como la heredada por los Kirchner.

Pues bien, puede que lo de Lavagna presidente no sea más que el sueño de una noche de verano, pero también es factible que, para desazón de Sergio Massa y otros peronistas deseosos de aprovechar el deslucimiento de la imagen de Mauricio Macri y la antipatía que tantos sienten por Cristina, su candidatura siga cobrando forma para que, en octubre, lleve los colores de la oposición no kirchnerista. En tal caso, el desenlace de la contienda distaría de ser traumático para el país en su conjunto, aunque podría serlo para muchos políticos oficialistas.

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De todos modos, el que una parte sustancial del peronismo se sintiera representada por un hombre de las características de Lavagna sería de por sí un dato muy positivo, aunque su eventual derrota acarrearía el riesgo de que los compañeros decidieran que en la próxima oportunidad les iría mejor con un candidato menos insulso. Sea como fuere, su mera presencia entre los presidenciables peronistas significa que hay motivos para creer que en adelante, el grueso de la clase política podría respaldar reformas ingratas destinadas a adaptar la arcaica economía argentina a los tiempos que corren, ya que, a diferencia de muchos compañeros, Lavagna brinda la impresión de ser reacio a dejarse seducir por el facilismo. Si bien se opone a algunas medidas económicas determinadas del gobierno de Macri por considerarlas demasiadas costosas en términos políticos y sociales, otras le parecen correctas. No es de aquellos que piden un giro de “180 grados”.

Para el electorado que, bien que mal, tiene la última palabra cuando es cuestión de juzgar los presuntos méritos de quienes se imaginan capacitados para gobernar el país, los detalles técnicos que obsesionan a los economistas son lo de menos. Puesto que ni siquiera los coleccionistas de diplomas repartidos por las universidades más prestigiosas del planeta coinciden cuando se les pregunta acerca de los pros y los contras de los proyectos económicos adoptados por las diversas facciones políticas, sería poco razonable pedirles a los votantes familiarizarse con las propuestas partidarias. Tanto aquí como en otras latitudes, a la mayoría le importan muchísimo más la imagen de los candidatos y sus presuntas cualidades personales que sus eventuales pergaminos intelectuales, y parecería que en la Argentina lo que busca hoy en día es seriedad, realismo e independencia de criterio, de ahí la propensión de muchos peronistas a creer que Lavagna sería un candidato con más posibilidades que Massa, Miguel Ángel Pichetto o Juan Manuel Urtubey.

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¿Sería porque los más ambiciosos se suponen en condiciones de manipularlo después de ayudarlo a instalarse en la Casa Rosada? Desde luego que sí. Todos saben que, para gobernar, le sería necesario contar con la colaboración de miles de políticos y funcionarios y que un hipotético presidente Lavagna tendría que buscarlos en el maremágnum peronista en que abundan personajes de trayectoria dudosa que harían virtualmente cualquier cosa a fin de apropiarse de un pedazo de poder.

Mal que les pese tanto a Lavagna como a los interesados en sacar provecho de la buena imagen que ha sabido cultivar, la conciencia de que carecería de una base de sustentación ordenada plantea interrogantes que deberían inquietar a quienes entienden que a la Argentina no le convendría en absoluto permitirse otro período signado por la inestabilidad. En comparación con el peronismo, que en sus más de setenta años de existencia no ha podido salir de la primitiva etapa movimentista, Cambiemos es un dechado de coherencia, razón por la cual, a ojos incluso de quienes lo critican, se asemeja cada vez más a un partido de gobierno.

Para Macri y sus estrategas, la reaparición de Lavagna en las pantallas de radar de su centro operativo habrá motivado una mezcla de preocupación y satisfacción: preocupación, porque aun cuando no triunfara podría privarlos de muchos votos; satisfacción, porque la voluntad de muchos peronistas de respaldarlo hace pensar que la “revolución cultural” a la que aluden con cierta frecuencia es algo más que una fantasía.

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En el fondo, Macri y Lavagna pertenecen a la misma familia política, la de los pragmáticos sensatos, de hombres, aleccionados por la experiencia, que entienden que para gobernar un país tan complejo como la Argentina en que abundan problemas cuya solución, si es que hay una, requeriría el esfuerzo de generaciones, es necesario combinar sensibilidad social con realismo económico sin caer en la tentación de creerse predestinados a liderar una transformación épica.

Ninguno de los dos es un líder “carismático” del tipo que es capaz de enfervorizar a multitudes con su oratoria. Según las pautas tradicionales, Macri y Lavagna son bastante aburridos, lo que, a la luz de los resultados concretos conseguidos por gobiernos encabezados por dirigentes de dotes retóricas superiores, será motivo de alivio para muchos.

Ello no quiere decir que no haya diferencias significantes. No obstante las apariencias, Lavagna es más conservador que el presidente actual. Por el origen social de Macri, su trayectoria personal antes de metamorfosearse en un político de tiempo completo y, claro está, por portación de apellido, los apasionados por la geometría ideológica suelen ubicarlo hacia el lado derecho del mapa, mientras que, por razones parecidas, otorgan a Lavagna un lugar más cercano al lado izquierdo o, si se prefiere, progresista. Sin embargo, a juzgar por lo que Macri ya ha hecho y lo que se ha propuesto hacer, es más progresista que sus adversarios; además de aumentar el gasto social, está procurando desmantelar los arreglos corporativistas en que se basa la renqueante economía argentina que efectivamente existe.

Es por lo tanto lógico que sindicalistas que se senten más que conformes con el “modelo” que Macri quisiera desguazar, además de empresarios alarmados por su voluntad manifiesta de obligarlos a respetar las mismas reglas que los demás mortales, están alineándose detrás de Lavagna. Suponen que estaría dispuesto a defender el orden establecido. ¿Lo estaría? Tal vez. Por cierto, parece persuadido de que, bien manejado, el “modelo” peronista podría funcionar mejor que el previsto por los macristas que están procurando “modernizar” el país, lo que para ellos significaría dejar atrás el orden corporativista tradicional con el que los peronistas se sienten emotivamente comprometidos y al que, por sus propios motivos, se aferran muchos empresarios que no quieren saber nada de competir con sus homólogos de otras latitudes que, insisten, siempre cuentan con ventajas que son sumamente injustas.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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