La imagen es osada pero vale la pena convocarla: la vergüenza de los abusados sexualmente podría compararse con la que sintieron los prisioneros nazis al conocerse las condiciones en que vivían en los campos de concentración. Quien alude a esta imagen en relación a este tema es la filósofa Esther Díaz en su reciente libro autobiográfico “Filósofa punk. Una Memoria” (Ariel). Y específicamente, piensa en el testimonio de Primo Levi, el más importante de los escritores cuando se habla del Holocausto judío a manos de nazis. En “Si esto es un hombre”, su libro de memorias sobre Auschwitz, se refiere a la vergüenza que sintieron los prisioneros del campo abandonados allí por lo alemanes en su huída hacia el oeste, cuando en el fin de la guerra entraron los soldados rusos y vieron las penosas condiciones en que se encontraban. La paradoja de esta vergüenza, al igual que en el abuso, es que la sienten las víctimas inocentes y no los perpetradores. Es uno más de los sentimientos terribles que instiga el abusador, cualquiera sea el tipo y gravedad de los daños causados.
Un bochorno de esta naturaleza es el que hace tan difícil dar testimonio de lo padecido por quienes sufrieron algún tipo de violencia sexual, aún en un contexto social como el actual, receptivo y alentador de las confesiones más oscuras.
Para algunos famosos las historias que vivieron siguen teniendo una gran carga de vergüenza, tanta que prefieren referirse a lo que soportaron en forma vaga y sin demasiadas precisiones; una actitud que en definitiva termina abochornándolos aún más y afectando a muchos que no tienen nada que ver con la historia.
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El sábado pasado, en PH, el programa de conduce Andy Kusnetsoff en Telefe, la actriz Florencia Peña contó que un compañero mayor, en uno de sus primeros trabajos (y antes de que se practicara una operación para reducirse el busto) en plan gracioso, tocaba sus pechos con total desparpajo y sin siquiera tomar consciencia de lo incorrecto del gesto.
“Eran otros tiempos”, justificó la actriz, que se negó rotundamente a dar el nombre del actor, a pesar de la insistencia del conductor.
Meses atrás sucedió algo parecido con la periodista Romina Manguel, en el ciclo “Animales sueltos” del que participa. Allí dio cuenta de las agresivas insinuaciones de un ¿funcionario? ¿compañero de trabajo?, que la hicieron pasar, alguna vez, un muy mal momento. A nadie le quedó claro de quién se trataba ni cuándo habían ocurrido los hechos. La intriga desató una tómbola de nombres que terminó afectando a muchos inocentes y en especial, a propia Manguel.
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La cuestión es simple: dar nombre y apellido del autor de un atropello significa someterse al juego de las desmentidas, las descalificaciones y las preguntas incómodas. Entonces, es lógico que una mujer abusada prefiera ahorrarse el penoso trance de dar explicaciones bochornosas y revivir un momento que es mejor olvidar.
Pero las historias a medias abren la puerta de un circo de especulaciones, cuando no de una caza de brujas mediática, que terminan provocando más dolor y vergüenza. Y si el agresor es de temer, estas semi confesiones tampoco le sirven a sus potenciales víctimas futuras.
Dar testimonio es importante. Pero a veces, cuando no hay seguridad de que sea oportuno hablar, tal vez sea más aconsejable el silencio.
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por Adriana Lorusso
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