Se calentó. Esa es la postura de moda que amenaza con capturar el humor de la campaña electoral 2019. Ya lo puso en práctica el Presidente, con gritos de impotencia reciclados en arenga patriótica. Ahora se engolosina Marcelo Tinelli, aspirante indeciso como buen opositor de hoy, despotricando en Twitter contra la conspiración oficialista que -según él y muchos hinchas cuervos- está castigando injustamente a San Lorenzo. Pero más allá de los intereses de Tinelli (y de Angelici y el macrismo boquense) en el negocio del fútbol, la ira del conductor estrella se viene desgranando en su “timeline” con la sistematicidad de un relato planificado.
Basta con repasar sus tuits para detectar un posicionamiento opositor que reparte retuits solidarios hacia un lado y fastidio hacia el otro. El otro es Macri, con quien nunca llegó a congeniar, desde que en 2015 el conductor estrella quedó del lado de la oferta electoral sciolista K. El reciente almuerzo con Lavagna terminó de plantear una dinámica de mojadas de oreja mutuas con el Gobierno, que probablemente se extienda hasta el fin del calendario electoral. Después, dios dirá.
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Fino termómetro del clima conversacional del país, Tinelli captó en tiempo real que la onda del invierno sería la mala onda. En lo que concierne al grueso de la ciudadanía, quedan claros los motivos del enojo y la impaciencia, en un contexto de glaciación económica pocas veces visto. Desde esa perspectiva, resulta lógico pensar que todo candidato virtual o real intente entrar en sintonía con el descontento popular imperante, aunque en otras campañas -la del 2015, por ejemplo- la estrategia de muchos fue anticíclica: se trataba de llevarle esperanza, tranquilidad y ánimo conciliatorio al votante, luego de tantos años de grieta desgastante y distractiva.
¿Por qué están enojados los dirigentes argentinos, sean empresarios o políticos, tanto opositores como oficialistas? Asoman dos motivos complementarios. Uno es la sensación escalofriante que, a la luz del lodazal judicial y de inteligencia que interfiere la democracia, se han roto casi todos los códigos tradicionales en el establishment de negocios y de poder electoral y administrativo que maneja el país. Nadie se siente seguro, todo parece una amenaza, y eso enoja, casi como una reacción instintiva de la era cavernaria. El desconcierto preelectoral y la volatilidad financiera formaron un volcán en estado de latencia que los tiene a todos hipersensibles.
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Hay un segundo motivo, todavía más patético para la imagen de la clase dirigente local. El enojo auténtico tiene, además, un componente agregado de calentura impostada, para la tribuna. Más precisamente, para protegerse de la tribuna. Es la gran mayoría argentina la que podría estar cada vez más enojada con sus aparentes representantes y líderes, en una escalada de intolerancia que ya se manifestó en el 2001. Desde entonces, “que se vayan todos” es una alternativa más que esta sociedad baraja como herramienta legítima, en caso de zozobra y vacío de poder.
Entonces, por las dudas, si alguien es dirigente con alguna responsabilidad en esta nueva crisis de orientación nacional, acaso le conviene hacerse el enojado para pasar desapercibido en caso de linchamiento. En la Francia revolucionaria, cuando el festival de billetes que empapelaron la economía terminó como terminan siempre estas fiestas monetarias en la historia, las autoridades calmaron un poco la ira popular sumándose fantasiosamente a la sed de venganza colectiva: quemaron en una fogata pública los instrumentos de impresión de aquellos devaluados papeles pintados.
Los inversores de fondos de mediano y largo plazo que por estos días reciben en Wall Street a enviados del sector financiero argentino para saber si van a apostar o no a los activos de aquel mercado emergente sudamericano con 700 puntos de riesgos país (alto pero no tanto, o sea una flotación incierta), no quieren saber si Macri reelige, escenario que no los entusiasma particularmente a la luz de los resultados del primer mandato. Tampoco preguntan si va a ganar Cristina, porque no lo ven muy probable. Lo que más les intriga es cómo una dirigencia nacional (¿burguesía?) se permite el lujo de perder un año entero de definiciones de Estado mínimamente consensuadas, en medio de una crisis económica fenomenal, que ellos creen que no se corresponde con el nivel educativo de la población mayoritaria ni con la cantidad y calidad de recursos naturales estratégicos de que dispone el país. Mientras el capitalismo global se transforma vertiginosamente, alterando las viejas reglas del comercio y el poder mundial en una dirección aún desconocida, la conducción colegiada de la Argentina hace la plancha mostrando una desidia, un egoísmo y una falta de progreso conceptual digna de un país que se resigna a perder todos los campeonatos futuros.
Como se ve, enojarse a veces no es tanto un sentimiento genuino sino un manotazo táctico desesperado de los comandantes de un globo a la deriva que necesita soltar lastre lo más pronto posible, para no estrellarse. Y ellos juegan al sálvese quien pueda.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS.
por Silvio Santamarina*
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