La Argentina se asemeja a aquellos problemas matemáticos que a primera vista parecen sencillos pero tardan siglos en encontrar una solución. Todos saben que el país cuenta con una cantidad notable de ventajas: recursos materiales abundantes, entre ellos Vaca Muerta, un campo muy productivo, una población que en principio es comparable con las de las zonas más desarrolladas del mundo desarrollado, etcétera. Así y todo, desde hace casi un siglo, nadie ha logrado aprovecharlos debidamente.
Puesto que tales datos son de dominio público, mientras estén en el llano los aspirantes a gobernarla se sienten obligados a dar a entender que les sería relativamente fácil poner fin a la ya larguísima crisis; nada de sudor y lágrimas. Fue esta la actitud asumida por Mauricio Macri en 2015. Pero una vez en el poder, los presidentes, luego de intentar impulsar algunas reformas estructurales que casi todos creen necesarias, suelen resignarse a administrar la decadencia con la esperanza de que nada realmente grave suceda antes de que hayan dejado la Casa Rosada.
Por sus propios motivos, Macri ha decidido romper con la tradición así supuesta; seguirá ajustando en medio de la campaña electoral que ya está en marcha. Como no pudo ser de otra manera, los precandidatos opositores están procurando aprovechar la oportunidad al insinuar que ellos sí serían capaces de solucionar el gran enigma argentino sin tomar medidas antipáticas pero, con la excepción de los kirchneristas y sus compañeros de viaje de la izquierda, que están en otra cosa, tratan de hacer pensar que comprenden que al próximo gobierno, sea uno de Cambiemos, del peronismo más o menos lúcido o una coalición ecléctica, le aguardaría una tarea muy pero muy difícil.
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La cautela que manifiestan los opositores más sensatos puede entenderse. Saben que la Argentina no está en condiciones de generar el dinero suficiente como para mantener por mucho tiempo más un nivel de vida que, de acuerdo común, ya es insólitamente espartano. También saben que es muy escasa la posibilidad de que “el mundo” le aporte lo que precisaría para que el Estado continúe subsidiando a una proporción creciente de sus habitantes. Por buenas razones sociales y políticas, el gobierno actual, como los anteriores, se ha acostumbrado a apaciguar a los descontentos entregándoles dinero o “planes” de un tipo u otro, pero las arcas están casi vacías.
Sin la plata del Fondo Monetario Internacional, la economía se desplomaría de un día para otro. A cambio de la ayuda que proporciona, el FMI quiere que el gobierno haga cuanto resulte necesario para que el país pueda valerse por sí mismo, lo que no es sino otra forma de decir “vivir de lo nuestro”, sin depender de la buena voluntad ajena o las ilusiones de inversores esperanzados. Como es natural, el papel del FMI en el interminable drama nacional es polémico y los hay que insisten en que el Gobierno no debió haberlo permitido, pero puesto que la alternativa sería el enésimo default, los peronistas “racionales” no están criticando la presencia de los “inspectores” del organismo con la misma ferocidad que en otros tiempos.
El más beneficiado por la gravedad de la situación es Macri. Si bien muchos creen que es en parte el responsable del parón económico que siguió a una corrida cambiaria imprevista, en buena medida por no haber denunciado enseguida la herencia que recibió de manos de los kirchneristas pero también por haber ayudado, por omisión o por comisión, a hacer de Cristina la líder de la oposición, de tal modo sembrando pánico en las filas de los inversores en potencia, muchos temen que la eventual derrota del presidente actual sería tomada por evidencia de que la Argentina prefiere variantes del populismo fantasioso a la dura pero, por desgracia, indiscutible realidad.
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Si no fuera por la convicción de que, a pesar de sus muchas deficiencias, Macri se ha dado cuenta de que reincidir en el facilismo tradicional tendría consecuencias catastróficas para el país, nadie soñaría con apostar un centavo a que lograra continuar en el poder más allá del 9 de diciembre.
El que muchos se hayan resignado a que Macri garantice cierta seriedad plantea un dilema a los deseosos de desensillarlo. Como opositores, se sienten constreñidos a ser más optimistas que los oficialistas, más dispuestos a sugerir que un buen gobierno podría privilegiar el crecimiento para que el país saliera pronto del pozo en que ha caído, pero sabrán que un sector significante está harto de oír promesas huecas en tal sentido y cree que ha llegado la hora para que el país tenga un gobierno menos frívolo, menos proclive a pasar por alto las dificultades.
De vez en cuando el senador Miguel Ángel Pichetto formula declaraciones que son todavía más realistas, y por lo tanto más duras, que las de los voceros oficialistas, pero el peronismo “racional” sigue mostrándose renuente a comprometerse con un programa socioeconómico que lo ubicaría bien “la derecha”, según la geometría ideológica tradicional, del macrismo. Con todo, parecería que la conciencia de que la Argentina no puede darse el lujo de continuar aferrándose a ilusiones propias del mítico país “condenado al éxito”, se ha difundido hasta tal punto que incluso algunos peronistas, integrantes de un movimiento que a través de los años ha sabido adaptarse a las circunstancias imperantes sin perder el tiempo lamentándose, como hacen los radicales, el abandono de principios éticos supuestamente sagrados, están procurando adoptar posturas que, si uno triunfara en la contienda electoral, les permitirían tomar medidas que las circunstancias muy ingratas les exigirían.
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Ahora bien, no cabe duda de que la eventual derrota de Macri en octubre o noviembre tendría un impacto muy negativo en el resto del mundo. La confianza, que ya es tenue, en la capacidad del país para honrar sus obligaciones, caería por debajo del piso, lo que a buen seguro desataría una corrida cambiaria aún más desenfrenada que la del año pasado. De estar en lo correcto los críticos de la gestión del Gobierno, tal reacción carecería de lógica, pero, mal que les pese a los peronistas, la reputación internacional de su movimiento es tan mala que sería virtualmente inevitable. A menos que imaginen que una dosis fuerte de populismo ultranacionalista, con marchas callejeras multitudinarias y arengas desafiantes, les serviría para minimizar el daño, les convendría prepararse para enfrentar semanas, tal vez meses, de temblores financieros hasta que, sería de esperar, consiguieran convencer al mundo de que distan de ser tan irresponsables como muchos creerían.
Otra alternativa, una a la que se alude esporádicamente, consistiría en hacer campaña a favor de un gobierno de unidad nacional que, desde luego, tendría que incluir a los macristas, que se comprometería con un programa de reformas estructurales no tan distinto del que los dirigentes más realistas de Cambiemos quisieran aplicar pero que, por los archiconocidos motivos políticos, no han podido hacer avanzar.
Si no fuera por el hecho de que las presuntas alternativas más facilistas brindarían resultados llamativamente peores, sería legítimo pensar en las hipotéticas ventajas de ensayar estrategias más populares que privilegiaran el consumo, la cohesión social y, desde luego, el crecimiento, dejando para otro momento asuntos engorrosos como las leyes laborales, la necesidad de aumentar la productividad de millares de empresas que para sobrevivir requieren ser protegidas contra la competencia extranjera, estabilizar el valor de la moneda nacional -que no es el dólar sino el peso- y, claro está, frenar por fin la inflación, algo que, como Macri habrá aprendido, no se puede lograr en un par de meses privando a la gente de dinero.
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En vista de las dimensiones del desastre socioeconómico que la clase política nacional, con la ayuda entusiasta de empresarios, sindicalistas, intelectuales y otros, se las ha arreglado para engendrar, es un tanto sorprendente que personajes que uno supone cuerdos como Pichetto, Juan Manuel Urtubey, Roberto Lavagna y Sergio Massa sueñen con mudarse a la Casa Rosada. Puede que a Cristina le encantara la idea de hacer del país una hoguera, de tal manera frustrando a quienes quisiera verla entre rejas y vengándose de los reacios a creer en su “relato”, pero, con la excepción de Lavagna por una cuestión de edad, para los que preferirían desempeñar un rol estelar en el renacimiento de una nación que aún no ha perdido por completo la esperanza de figurar entre las primeras del mundo, sería con toda seguridad mejor dejar que Macri hiciera más del “trabajo sucio” para que su sucesor heredara un país más viable que la existente.
A juzgar por lo que dicen los peronistas relativamente moderados, no se oponen tanto al “rumbo” que ha emprendido Cambiemos, cuanto a los errores técnicos y políticos que le atribuyen y que, por estar en campaña, propenden a exagerar. Aunque hay señales de que está consolidándose poco a poco un consenso acerca de la gravedad de la crisis que está devorando el país y de lo que sus gobernantes tendrían que hacer para que se recuperara, el ruido y furia de la competencia política es tan fuerte que, por ahora, las diferencias parecen ser mucho más importantes que las coincidencias.
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