Lo mismo que en tantas otras partes del mundo, aquí la remodelación drástica del paisaje político que está en marcha forzada obliga a quienes se creen dirigentes natos a adaptarse a circunstancias imprevistas. Para los que se enorgullecen de su firme compromiso con ciertos principios rectores, hacerlo es muy difícil, pero para otros asumir posturas que días antes habían criticado con vehemencia impresionante no plantea problema alguno. En esta categoría se encuentran Alberto Fernández y, desde luego, Sergio Massa. Luego de haberse divertido durante años atacando con saña rabiosa a Cristina, los dos decidieron abrazarla. La quieren porque, a pesar de lo que hizo cuando gobernaba el país, sigue contando con millones de votos.
Para Alberto, la reconciliación con la ex presidenta podría ser un muy buen negocio. La Casa Rosada bien vale el equivalente laico de una misa. ¿Y para Sergio? A diferencia de quien lo antecedió como jefe del gabinete de Cristina, el tigrense es dueño de un caudal significante de votos propios. Puede que haya mermado bastante a causa de su transformación de flagelo de la ex presidenta en paladín de su causa, pero aún es posible que sirva para que alcance lo que más quiere en la fase actual de su agitada carrera política; desensillar a Mauricio Macri. Es que Massa, el hombre que hizo más que nadie para frenar el proyecto Cristina eterna, se ha convertido en un especialista en el arte de hacer tropezar al inquilino de turno de la Casa Rosada. Espera repetir la faena en octubre o noviembre.
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Como no pudo ser de otra manera, los interesados en el melodrama argentino han mirado con cierta fascinación las maniobras del hombre que, hasta el último minuto, vaciló entre coleccionar votos para la macrista María Eugenia Vidal y sumarse a las huestes de la archirrival de la gobernadora, Cristina, una señora cuyo destino personal está en manos de los bonaerenses. Se preguntan si el éxito relativo de Massa y el Frente Renovador que armó se debió a su presunta voluntad de atacar con furia a los K o si puede atribuirse a la imagen que supo forjar.
Así pues, los hay que creen que se ha suicidado –en términos políticos, se entiende–, puesto que en adelante nadie confiará en su palabra, mientras que otros suponen que no sólo sobrevivirá a la ruptura con aliados como la diputada Graciela Camaño sino que también prosperará al colaborar con Alberto para asegurar que un eventual gobierno neokirchnerista no se desviara de lo que queda de la ancha avenida del centro, resistiéndose a la tentación de buscar salvación en los caminos laterales que tanto atraen a los chavistas locales que fantasean con una revolución vengativa. Por cierto, ninguno de los dos querrían inmolarse en el altar nacional y popular.
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Sea como fuere, el que Alberto y Sergio, además de una multitud de personajes menores, se hayan mofado de sí mismos al repudiar de manera flagrante todo cuanto habían dicho en el pasado reciente, no puede sino desprestigiar la política a ojos de la ciudadanía. Si bien es normal que figuras públicas cambien de opinión, no lo es que lo hagan con tanta desfachatez. ¿Se contradeciría nuevamente la dupla si por algún motivo le conviniera? Claro que sí, lo que, desde su propio punto de vista, podría considerarse una ventaja, ya que a ambos les será dado decir una cosa al electorado bobo y otra radicalmente distinta en privado al “círculo rojo” y sus amigos en el exterior. Según algunos, ya han comenzado a hacerlo.
Mientras dure la campaña electoral, Alberto y Sergio continuarán rindiendo homenaje a Cristina, asegurándonos que no es la misma persona que vimos tantas veces en la pantalla rodeada de adulones. El día después, harán borrón y cuenta nueva. Si gana la fórmula Fernández-Fernández, podrían traicionarla al, privarla de los fueros que tanto le han beneficiado para que dejara de jorobarlos, pero lo más probable es que se limiten a pedirle reconocer que “el modelo” improvisado que a su modo reivindica, no funcionaría en el mundo actual y que por lo tanto sería mejor que se conformara con recibir nada más que una amnistía para sí misma y sus hijos a cambio de la ayuda valiosísima que les habrá proporcionado. Si mantener a raya la Justicia es lo único que realmente quiere Cristina, la forma en que sus socios coyunturales manejen la economía en una situación extrema sería lo de menos. Al fin y al cabo, en los años noventa los Kirchner eran menemistas fervorosos.
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A diferencia de Miguel Ángel Pichetto, que decidió acompañar a Macri por motivos que podrían calificarse de ideológicos, ya que cree que la Argentina corre peligro de degenerar en un feudo autoritario regenteado por rufianes, Massa y Fernández volvieron al redil kirchnerista por razones que son descarnadamente pragmáticas. Saben que para escalar hasta la cima de la montaña política, o para no desbarrancarse, necesitan votos y Cristina los tiene en abundancia.
Ambos serán conscientes de que en otras épocas tanta flexibilidad, por llamarlo así, les hubiera resultado muy costosa, pero esperan que en una tan confusa como la que les ha tocado, la mayoría reaccione frente a sus piruetas con aplausos o, por lo menos, con indiferencia. La escasa incidencia de la corrupción en la popularidad de Cristina los habrá persuadido que a la clientela electoral kirchnerista no le interesan los aburridos temas éticos. En cuanto a sus congéneres de la clase política, pocos están en condiciones para sentirse ofendidos por sus proezas acrobáticas. Para más señas, aquí no hay partidos fuertes con doctrinas claras que exigen a sus afiliados un mínimo de coherencia y son capaces de castigar a quienes se alejan de la línea aprobada, sólo individuos flotantes que, de un día para otro, pueden cambiar de bando sin que nadie se sienta demasiado sorprendido.
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De resultas de la desintegración del peronismo, el credo que ha dominado el escenario político nacional desde hace casi tres cuartos de siglo, ha aumentado mucho el número de trashumantes que están buscando un nuevo lugar en que alimentarse. Les es fácil encontrar nichos en las alianzas, coaliciones y frentes que están surgiendo porque ha sido tan poderosa la influencia del movimiento confeccionado por el general Juan Domingo Perón que han adquirido algunos rasgos peronistas hasta quienes lo han combatido durante décadas por creerlo el máximo responsable de hacer que la Argentina sea el único país de ingresos altos que se empobreció en un período en que docenas de otros se enriquecieron.
Es por lo tanto comprensible que, desde el punto de vista de observadores de otras latitudes, virtualmente todos los políticos del país, incluyendo a Macri y muchos integrantes de sus equipos gubernamentales, tienen características que en su opinión son propias de los adherentes a la agrupación populista más duradera del planeta. Por cierto, no extraña que, de las alianzas principales que acaban de conformarse, todas, con la hipotética excepción del Frente de Izquierda, cuenten con patas que son declaradamente peronistas. Ya no se trata de un fenómeno político sino de uno cultural.
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Para el ingeniero Macri, cuyo ascenso a la presidencia se vio impulsado en buena medida por la sensación difundida de que el país seguiría autofagocitándose a menos que lograra liberarse de los tentáculos viscosos del movimiento hegemónico, no habrá sido nada fácil la incorporación de Pichetto y, con toda probabilidad, otros compañeros de ideas y actitudes parecidas. Sin embargo, al darse cuenta de que sería poco realista de su parte seguir insistiendo en el purismo Pro de la etapa inicial de su gestión que tanto molestaba a sus socios radicales, Macri comprendió que tendría que ampliar mucho la base de sustentación de su gobierno y que la única manera de hacerlo sería abrir las puertas a aquellos peronistas que, detalle más, detalle menos, pese a su aversión a los ajustes, comparten su forma de pensar. Tal y como están las cosas, quienes coinciden en que el respeto por la Constitución, la libertad de expresión y otras cosas buenas, además de entender que es peor que inútil soñar con liberarnos de la pobreza multitudinaria aplastando el único sistema que ha conseguido hacerlo, no tienen más alternativa que la de sumar fuerzas puesto que, caso contrario, el futuro del país sería tan trágico como es el presente venezolano.
Pichetto dice confiar en que muchos otros peronistas desencantados por la evolución de las distintas facciones del movimiento de sus amores terminen aproximándose a “Juntos para el Cambio”, es decir, Cambiemos bis. Aunque el senador jura y rejura que a partir de hace poco más de una semana es un soldado leal de un jefe indiscutido, Macri, al que nunca se le ocurriría perjudicar, para que los compañeros se encolumnen detrás del gobierno tendría que convencerlos de que en verdad su propia voz es decisiva. Mal que le pese a Pichetto, decirles que el país importa más que los cargos y que un buen desempeño kirchnerista en las PASO del 11 de agosto, y ni hablar de la primera vuelta del 27 de octubre, tendría consecuencias económicas muy negativas aun cuando el oficialismo finalmente se imponga en la segunda del 24 de noviembre, no le serviría para que se concretara la migración masiva que quisiera impulsar.
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