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OPINIóN | 10-07-2019 13:34

Demasiados libros

En el mundo editorial de hoy, los independientes hacen las apuestas fuertes y los grandes grupos se empeñan en el bestseller seguro.

La existencia y proliferación de pequeñas y medianas editoriales durante los últimos años se debe a variadas causas: por un lado, a diferencia de la industria periodística, televisiva o cinematográfíca, la producción de libros es viable en pequeña escala (a menudo se trata de empresas familiares que concentran su labor en un espacio de su propia casa); por otro, la voracidad de los grandes grupos concentrados exige una alta rentabilidad y rápida rotación que deja disponibles títulos y autores que suelen vender por debajo de los 3000 ejemplares; así, cuanto mayor es la cota requerida, más espacio existe para la labor de los emprendimientos pequeños.

Sin embargo, el “techo” de lo publicable suele ser de comprobación desoladora. Si se supone que, a más capital, mayor capacidad de inversión de riesgo, en el campo editorial esa lógica se invierte: la que arriesga en nuevos valores suele ser la editorial pequeña, y si en algún caso tiene éxito y encuentra un autor de más de 5000 ejemplares, rápidamente lo contrata Planeta o Penguin Random House, las que, de esta manera, trabajan con riesgo mínimo.

Si combinamos el abaratamiento de la producción en pequeña escala con el encarecimiento del costo de mantenimiento y depósito, podremos advertir las causas de un fenómeno característico de las últimas décadas: los “demasiados libros”, según el conocido título del mexicano Gabriel Zaid. La cantidad de títulos editados desafía cualquier inventario y escapa a las posibilidades de seguimiento aún del lector más consecuente; la otra cara del fenómeno es la brusca caída de las tiradas: un libro que “hace stock” es un fracaso.

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A las librerías se las ha llamado “albergues transitorios de novedades”, en los que se exhiben libros con fecha de vencimiento, como si fueran lácteos. No es tan difícil hoy encontrar un editor para un libro (sobre todo si uno está dispuesto a pagar, al menos en parte, la edición); lo verdaderamente difícil es encontrar quienes lo lean. En cualquier caso, parece evidente que las pequeñas y medianas editoriales resultan, en los días que corren, las verdaderas garantes de lo que ha dado en llamarse la “bibliodiversidad”.

Otro rasgo propio de las mutaciones del campo editorial es el cambio en el perfil de los editores. Losada y Sudamericana, por mencionar sellos de largo prestigio y trayectoria, eran empresas familiares, con fuertes marcas de liderazgo patriarcal –que se advierten, por ejemplo, en Gonzalo Losada y Antonio López Llausás–, y que se empeñaron en conservar esos rasgos aun cuando ya contaban con una vasta red comercial y una capacidad de gestión especializada y diversificada. Lejos de cualquier exposición mediática, el editor cobraba fuerza en su invisibilidad, ya que era el eje de una trama de relaciones, el mediador entre la alta cultura y el vil dinero.

De hecho, la solidez de la relación entre los escritores y un sello no estaba dada por un contrato, sino por formas que podríamos llamar precapitalistas, pero no por eso menos resistentes, como la fidelidad o la lealtad; en el momento en que se acentuaba el valor de la palabra y de la amistad, se denegaba el vínculo económico. No se trataba entonces del patrón ni de su empresa, sino de un amigo y de la “casa” editorial.

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En los tiempos que corren, para caracterizar la fisonomía de los editores de los grandes grupos (profesionales que bien pueden trabajar en uno o en otro) a menudo se ha utilizado la figura del “editor activo”. No hay que suponer, por contraste, que los editores tradicionales eran sujetos pasivos que esperaban en su escritorio el manuscrito salvador; por el contrario, solían ser mediadores eficaces, hombres que sabían combinar con astucia un proyecto cultural con un negocio redituable.

En el nuevo contexto de su formulación, “activo” califica al editor que imagina un libro vendible y sale a buscarlo; no solo se trata de desarrollar habilidades para “cazar” al bestseller, ahora hay que fabricarlo, sopesar el interés público por algún tema que ocupa un lugar contencioso en los medios y producir libros en esa dirección.

Así, los nuevos gerentes de los consorcios editoriales, de elevados honorarios y gastos de representación, meten presión para lograr esos libros, para comercializarlos rápidamente y para lanzar campañas de promoción que empujen el título hacia el público lector. Estos nuevos gerentes, verdaderos “parvenus” en el campo editorial, suelen exhibir trayectorias de formación muy diferentes a las de los editores tradicionales: provienen con frecuencia de las ciencias de la comunicación, del periodismo, de los medios en general.

Que un editor exitoso de este nuevo perfil sea hoy Secretario (antes Ministro) de Cultura de la Nación nos habla de nuevos modos de validar las credenciales de la cultura frente al poder político.

*Doctor en Letras, autor de “Los autores no escriben libros” (Ampersand).

por José Luis de Diego*

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