“El 16 de junio de 1955, la Armada Argentina, con apoyo de sectores de la Fuerza Aérea, encabezó un ataque que tenía como objetivo principal asesinar al presidente Juan Domingo Perón y a los miembros de su gabinete para consumar así un golpe de Estado”, explica un texto conmemorativo de la página Argentina.gob.ar, acerca del día, hace exactamente 70 años, en que el horror se abatió sobre la Plaza de Mayo y sus alrededores y 100 bombas arrojadas desde cielo masacraron a los civiles que, inadvertidos, se encontraban en la zona.
La cifra definitiva de muertos que dejó el bombardeo es incierta. Se calcula un número entre 300 y 400. El rastro de los proyectiles disparados desde los aviones siguen marcados en muchos de los edificios del lugar y son el único rastro que activó el recuerdo en años posteriores. Una de las escenas más violentas de la historia política argentina quedó inexplicablemente silenciada y pasó casi inadvertida para las generaciones venideras.
Para convocar esa memoria omitida, el escritor Julián López reunió a un grupo de escritores nacidos en tiempos muy posteriores al hecho y los invitó a escribir un texto sobre ese día. El resultado es “El bombardeo. Plaza de Mayo, junio de 1955” (Alfaguara) una antología de cuentos (o ensayos o memorias) que acaba de llegar a las librerías, escritos por Carla Maliandi, Sebastián Martínez Daniell, Ricardo Romero, Mercedes Araujo, Humberto Bas, Mariano Dubin, Alejandro Covello, Albertina Carri, Luis Sagasti, Juan Carrá, Esther Cross, María Pía López y Juan José Becerra. Ningún texto del volumen se parece a otro. Algunos imaginaron la impresión de las víctimas, otros buscaron el testimonio de los mayores. “Cuando se acercaba la misma fecha todos los años, ¿nadie tenía esa premonición extraña, invertida, que dejan los traumas”, se pregunta en su relato Esther Cross. “Que la masacre haya sido a la luz del día (…) no impide el éxito espectacular de esa maniobra sociomental del black out”, insiste Juan José Becerra, en su narración/ensayo, sobre el silencio acerca de la fecha. Esa ignorancia de las generaciones posteriores es la impresión más recurrente en los textos de todos. El misterio es haber estado tan ajenos a un capítulo de la historia cruelmente excepcional.
Sobre la antología, su intención y la idea que lo gestó, NOTICIAS consultó a López. Estas fueron las preguntas y sus respuestas.
NOTICIAS: Seguramente la mayoria de los autores convocados no existía en 1955. ¿Cómo cree que resonaba en ellos el bombardeo?
Julián López: Los bombardeos del 16 de junio del 55, y sobre todo lo que vino después, el derrocamiento de Perón, la proscripción y, fundamentalmente, la impunidad, son marcas culturales que se proyectaron en el tiempo y forjaron maneras del ocultamiento, de aceptación ciega, normas, modelos políticos que excluyeron sin más a las mayorías. Los argentinos vivimos sobre ese paradigma de ocultamiento. La idea fue poner voces a eso. La repitencia, la insistencia de lo que vuelve y va a volver, una y otra vez.
NOTICIAS: ¿Por qué un libro de relatos alrededor del tema?
López: Por la enorme potencia que pulsa lo escondido y genera nuevas realidades. Me parecía importante, en este momento político, que muestra escandalosamente algunas dinámicas similares, juntar a un puñado de escritoras y escritores a visitar ese pasado con la herramienta inigualable de la ficción.
NOTICIAS: ¿Qué representa en su opinión ese día en la memoria política de los argentinos?
López: Para mí ese día representa la manifestación más brutal del oprobio a la vida democrática argentina y es la marca que explica la masacre de la dictadura del '76. Es un evento que desde la vuelta de la democracia en el '83, la vida social, política y cultural argentina no pudo y no quiso alojar.
NOTICIAS: ¿Qué relato hubiera escrito usted?
López: El relato de la complicidad civil, de las instituciones que siempre quedan por fuera de las investigaciones, los empresarios, los medios de comunicación y un gran número de periodistas. Y la Justicia que garantizan la impunidad, la humillación, el intento de borramiento de las mayorías.
Adelanto
Un relato de Carla Maliandi, dramaturga, docente y escritora, autora de las novelas “La habitación alemana” y “La estirpe”, abre el volumen. Aquí, lo reproducimos.
Guárdame, duro armazón
“Guárdame, duro armazón tallado [por la muerte en el polvo de Adán. Pliégame a la obediencia, incrústame otra vez en lo visible [con esas nervaduras de terror que delatan mi número incompleto, [mi especie miserable”. Olga Orozco
De pronto, el pasado. Cae una bomba sobre la Plaza de Mayo. Acaba de desprenderse de un avión de las Fuerzas Armadas que lleva la inscripción Cristo Vence. Hasta hace un momento el cielo estuvo tan nublado que no llegaban a verse las copas de las palmeras ni de los jacarandás.
Hasta hace un momento era un mediodía cualquiera de junio, hacía frío, hombres y mujeres atravesaban la plaza, bajaban al subte, cruzaban la avenida. Acaba de desprenderse una bomba. La primera de más de cien que caerán ese día en la ciudad. Al ir acercándose a la plaza alguien dentro del avión habrá dicho ahora, otro habrá empujado una palanca o abierto una compuerta.
Un transeúnte levanta la cabeza, otro se tapa los oídos con las manos. Nunca vieron un avión volar tan bajo, nunca imaginaron una escena así en pleno centro. Parece una película o un sueño. En un micro escolar estacionado junto a la catedral unos chicos festejan. Están esperando desde la mañana que lleguen los aviones. Anunciaron un desfile aéreo con piruetas voladoras y flores que caerán desde el cielo.
Pero no hay flores, solo ese ruido, un zumbido aturdidor que atraviesa el tiempo.
La primera vez que escuché hablar del bombardeo a la Plaza de Mayo fue en un colectivo. Tendría unos ocho años. Iba con mi abuelo. No sé si le señalé las marcas de bala en las paredes del Ministerio de Economía, o me las mostró él. Hasta ese momento para mí la Plaza de Mayo era el lugar de los granaderos, de las láminas de Billiken, de las excursiones con el colegio al Cabildo y del maíz que se vendía en tubos de nylon para darles de comer a las palomas. Faltaba una década para que me acercara con timidez a la rondas de los jueves, a las vigilias del 24 de marzo. Cuando conté la historia del bombardeo en el colegio nadie parecía saber nada. La maestra dijo algo así como que eso había pasado hacía mucho tiempo, que ni siquiera ella había nacido. Revisó los dibujos del Cabildo en nuestros cuadernos. Era importante que la cantidad de aperturas en forma de arco coincidiera con la de 1810, distinta a la actual. En algún momento también nos enseñó a pintarnos la cara con corcho quemado para el acto del 25 de Mayo.
Caen bombas en la Plaza de Mayo. Ráfagas de metralla se ensañan con los cuerpos que se arrastran entre escombros, que buscan refugio en el subterráneo. Unas horas más tarde caen también sobre el edificio de la CGT, el Ministerio de Obras Públicas, el Departamento Central de Policía, y la residencia presidencial. Ese mismo lugar en el que murió Evita hace no mucho, el mismo lugar en el que escribió: “Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio o el incendio de mi amor —no lo sé todavía— en contra de los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales…”.Los aviones huyen hacia Uruguay, la espléndida mansión presidencial queda en ruinas.
Antes de las bombas, de los edificios, de los autos, de los libros, de las escarapelas, de las iglesias, de los adoquines, de las tolderías, de los barcos, de las flechas, de los hombres, la ciudad fue un lodazal. Un gliptodonte, algo así como una mulita gigante, baja la barranca para beber en la orilla del río perfumado y turbio. Ahora, un hombre gatea entre esquirlas. Manos y rodillas en la tierra. No imagina, por supuesto, que está en el mismo lugar que habitó el gliptodonte hace más de diez mil años. Pero está justo ahí, donde el animal tranquilo va lento, mascando hierba, camino al río. No se escuchan aviones sino el gruñido de los megaterios, el silbido de los pájaros.
¿Dónde está el río ahora? Varias décadas después del bombardeo puede verse un cráter en el terreno que ocupaba la residencia presidencial. Hoy, la Biblioteca Nacional. Un edificio que se levanta sobre cuatro patas enormes de hormigón. Cuando los obreros excavan para construirla encuentran el caparazón del gliptodonte. El mismo que vivió siempre cerca del río, defendiéndose de los depredadores con su duro caparazón, yendo y viniendo por este mismo barranco ribereño, hasta que un día, ya viejo y herido, se quedó muy quieto, y fue tapado por capas y capas de tierra durante miles de años. Los arquitectos, sorprendidos y maravillados, reconocen en los planos de la biblioteca su misma forma.
Caen bombas sobre Buenos Aires. Hombres y mujeres apuran el paso donde sea que estén para llegar a casa y ponerse a salvo. Una pareja de amantes ve pasar los aviones por la ventana de un hotel de mala muerte. Ella desnuda, el pelo suelto alrededor de los hombros, se viste apurada y busca sus zapatos en la habitación. Son unos zapatos rojos que le recuerdan a los de las bailarinas de foxtrot. Todo lo siente absurdo ahora. Él se pregunta si sus hijos ya habrán llegado de la escuela a casa. Se despiden casi sin mirarse, se desean buena suerte y prometen volver a encontrarse. Pero no vuelven a verse nunca.
Escribo estas notas en un bar, sesenta y nueve años después del bombardeo a la plaza. Escribo, tacho y vuelvo a empezar.
Ese es Perón, dice el mozo y me señala con el codo al hombre sentado en la mesa de al lado.
¿Cómo Perón?
El actor ese que hace de Perón.
Miro al falso Perón un rato. Es cierto, lo vi cientos de veces hacer de Perón en películas, en programas de la tele y en videos de YouTube. Parece una broma porque yo estoy acá con un
cuadernito intentado escribir todo esto. A decir verdad muy parecido a Perón no es, pero depende del gesto que haga puede volverse igual. Pienso de pronto que todos podemos volvernos iguales a Perón si damos con el gesto preciso. Él también me mira y habla. Dice algo del clima, que está lindo para ser esta época del año. Sí, respondo y agrego titubeando que es un día peronista. Él vuelve a sonreír y me parece que esa sonrisa enorme podría ser la de Perón pero también la de Gardel. Me pregunto si habrá en él, después de tanto tiempo representando ese papel, algo de Perón encarnado. Pienso que si vive en este barrio de aristócratas en decadencia seguramente solo sea un trabajo. Aunque yo también vivo ahora en esta parte de la ciudad. No viene al caso explicar las razones por las que tuve que mudarme a un barrio gorila.
No creía que existieran todavía barrios con tanta identidad, fui comprobándolo con los meses. Vengo a este bar porque es tranquilo, ponen música clásica con el volumen bajito y me puedo concentrar en la lectura. Pero si observo a la gente, si escucho sus conversaciones, veo como todos se conocen con todos, como parecen todos parientes, primos de primos, que estudiaron en los mismos colegios, van a la misma iglesia, veranearon siempre en la misma playa. Esta mañana son todos muy viejos y están solos.
Mirándolos bien también parecen actores. Actores que hacen de ellos mismos, cubiertos de un maquillaje que les disimula el aspecto de cadáveres. Ahora el falso Perón bosteza y me pregunta qué escribo. Nada, le digo. Bah, bueno, trato de escribir algo sobre lo que pasó con usted, General.
Él vuelve a sonreír y se pone a leer el diario. Fueron y son tiempos difíciles para la patria, dice sin mirarme. Lo sé, General, contesto yo medio en broma medio en serio y vuelvo a mi cuaderno.
El falso Perón cierra el diario y pide la cuenta. Me inquieta que esté por irse y le pregunto si puedo leerle lo que escribí. No hace falta, querida. ¿Ves a todos estos acá sentados? Anotá lo que te voy a decir, pero anotalo bien: Si nosotros hubiéramos contestado la violencia con la violencia deberíamos haberlos fusilado.
¿A estos? Vuelvo a mirar a la gente del bar y a notar lo mismo de antes, pero ahora siento una especie de piedad. Son todos viejos y frágiles y se los ve tan solos… Si yo pudiera, lo haría. Pero soy solo un actor que a veces hace de Perón, y otras veces, bueno, hago otras cosas… Chéjov, Molière, Florencio Sánchez… El mundo es demasiado grande y cómo decirlo diverso.
El falso Perón se pone su abrigo y sale. Desde la ventana lo veo cruzar la calle, alejarse y doblar la esquina. El semáforo se pone verde, un auto, una bicicleta de Rapi, otro auto. Una señora pasea un perro arrugado y feo. Un hombre vestido con harapos se zambulle en un container de basura. El cielo se nubla y lo envuelve todo.
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