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CULTURA | 06-12-2021 17:36

Cine: Lo que el Festival de Mar del Plata nos dejó

Un análisis de lo que se vio en la edición 36. Films destacados y búsquedas estéticas más recurrentes. La influencia de las plataformas.

Hubo Festival Internacional de Cine en Mar del Plata. El número 36. Pudo no haber habido; de hecho, el propio presidente del INCAA, Luis Puenzo, habló de realizarlo en el Gaumont (ese cine que está en Rivadavia 1635, Capital Federal, y no en Mar del Plata) y virtual. El Festival existió porque lo hizo, bueno, el Festival: su presidente Fernando Juan Lima, su directora artística Cecilia Barrionuevo, sus programadores -entre ellos los históricos Marcelo Alderete y Pablo Conde- y su productora general Cecilia Diez. El autor de esta nota no es amigo de citar nombres, pero aquí es justicia: lo hicieron en tiempo récord, batallando con toda clase de problemas, en un momento político dificilísimo. Y lo hicieron bien.

Graciela Borges

Seguramente el lector no demasiado entusiasta del gasto estatal se pregunte si vale la pena hacer un festival de cine en medio de los estragos de una pandemia o en medio de una crisis económica y social tan profunda o quizás se pregunte directamente si vale la pena hacer un festival de cine. La respuesta es “sí”, o hay una respuesta para cada alternativa que también es afirmativa. En el primer caso, sí porque la pandemia profundizó el aislamiento y la estandarización de todo arte representativo cuya capa externa es una serie de objetos audiovisuales adormecedores. En el segundo caso, sí, porque es necesaria en plena crisis una cierta perspectiva. Y en el tercer caso, sí, porque no podemos vivir solo de satisfacer nuestras necesidades básicas. Existen quienes (hoy, aquí) piensan que alcanza con sobrevivir para sentirnos vivos. Eso vale para cualquier otro mamífero, no para un ser humano.

“Hit the Road” de Panah Panahi

Pero ampliemos la respuesta en los casos uno y dos. Aislados de toda experiencia comunitaria, encerrados entre las mismas calles, alimentados por los poquísimos espectáculos que no ofenden a nadie; nueve décimas partes del iceberg del mundo quedan sumergidas en la ignorancia. Otra vez, el autor no es proclive a subrayar la dimensión “didáctica” del cine (al revés: la repudia cuando una película señala con el dedito lo que el espectador debe pensar), pero si alguna importancia tiene ver cine de otra clase, alejado de lo estándar, que intenta al menos escandalizar aunque falle, que observa fragmentos del mundo que quedan fuera del radar, es en un Festival donde se destaca esa importancia. Ver, por ejemplo, la retrospectiva de la cineasta de la ex RDA Helke Misselwitz, un descubrimiento de observación y belleza de lo real, solo puede ser posible en una muestra como esta (por lo demás, busquen “Adiós, invierno”, genialidad que describe un mundo sin subrayar nada). Un Festival como el de Mar del Plata (o el BAFICI, su complemento porteño en más de un sentido) es un poderoso picahielos. Es alentador, entonces, que las salas llenas tuvieran a muchísimos estudiantes de cine en ellas.

Las películas

En la programación hubo de todo. Por ejemplo, la Palma de Oro de Cannes “Titane”, de Julia Ducournau. Una película que busca “molestar”, sobre una asesina serial convertida en hijo de un bombero loco, mientras cursa un embarazo producto de tener sexo con un auto. Es una película que dice algo de quienes hacen cine para pertenecer a ese mundo en disolución (justamente los festivales, la academia, la crítica): el desconcierto. Existen escenas, momentos, no películas. Como las canciones que las estrellas pop de hoy liberan sueltas y ya no como parte de un álbum. “Titane” es malísima, pero es lo de menos: permite entender que algo se rompió definitivamente.

Titane

Así es también “Mad God”, el evento del festival. Película mitológica realizada durante treinta años por el animador y experto (se llevó un Oscar por “Jurassic Park”) en efectos especiales Phill Tippett. Es una enorme pesadilla de imágenes con un cierto andamio narrativo detrás, que también está hecho de momentos, a veces inconexos. Pero aquí, en la habilidad técnica y la obsesiva artesanía, surge la convicción de que el cine aún cuenta algo y está allí por alguna razón, incluso para ilustrar el desconcierto personal y buscar en los espectadores alguien que lo discuta o lo acepte.

Mad God-Phill Tippett

Quizás eso es lo que más se nota en la mayoría de las películas que aparecieron en el Festival (aunque no en todas): la necesidad de la libertad expresiva, de hacer algo no en la tradición narrativa-formal del cine “mainstream”, sino en sus resquicios; incluso si el gran problema consiste en que gran parte del público, por la concentración causada por un mismo modelo, hoy no se comunica tan inmediatamente con poéticas diferentes. La recién estrenada comercialmente “El perro que no calla”, de Ana Katz, es una especie de ejemplo. Una comedia dramática, en blanco y negro, sobre la diletancia de un joven de más de treinta años, entre trabajos poco importantes y amores, sobre un perro y sobre un problema respiratorio global (su aplicabilidad al Covid es accidental: la realización del filme es anterior a la pandemia). Hay, otra vez, una idea de diletancia que se asemeja un poco a la libertad, pero también de absoluto desconcierto sobre un mundo que no puede comprenderse del todo.

El perro que no calla-Ana Katz

También esta fue una edición que demostró que el cine no es todo el cine. Hubo una fuerte participación de las plataformas SVOD (Subscription Video on Demand) en la programación, especialmente de Mubi (especialista en el cine de festivales, de autor y retrospectivas) que permitió que varios filmes del último Cannes estuvieran en la selección. O, infaltable ya, Netflix, gracias al cual la película de cierre fue “Madres paralelas”, la última creación de Pedro Almodóvar. Y esto requiere un párrafo aparte.

Almodóvar presentó en Venecia esta película que venía con premios puestos antes de que alguien la viera. Hay una “política” entre los festivales que permitía adivinar esto, desde que la Mostra la pusiera en apertura. “Madres...” funciona bien como resumen: es una “película de Almodóvar”, es decir un melodrama con alma femenina, muy alambicado formalmente, con (auto)citas a lo que alguna vez fue un universo personal y hoy es un catálogo de clichés (eso sí, propios). Satisface a la Academia porque no propone novedades, a los críticos “autorales” porque sigue el manual de procedimientos, a los cultores de la gran actuación, a los amantes del plano secuencia y del salto de tono, a los que creen (aún) que es “vanguardia”, a los buscadores de géneros líquidos y correcciones políticas inclusivas varias, y a los que buscan una película que los haga llorar y nada más. Un enorme esfuerzo fílmico que, básicamente, terminará engalanando una plataforma, donde la verá la mayoría del púlico. Paradójico si se recuerda el entredicho entre Almodóvar (entonces presidente del jurado) y Netflix en Cannes 2017. Un festival como Mar del Plata, hecho a brazo partido contra mil molinos de viento, también sirve para que queden claras estas contradicciones: los desconciertos de un audiovisual que todavía quiere que existan pantallas más grandes que la vida.

Los premios

La competencia oficial consagró dos películas:

-El premio Astor Piazzolla al Mejor Largometraje fue para la iraní “Hit the Road”, de Panah Panahi (hijo del perseguido realizador, Jafar Panahi), una opera prima lograda sobre una familia en viaje.

“What do we see when we look at the sky?”

-El premio Astor Piazolla especial del jurado fue para “What do We See When We Look at the Sky?” (“¿Qué es lo que vemos cuando miramos el cielo?”), del georgiano Aleksandre Koberidze, una combinación de romance, relato fantástico y tratamiento realista quizás largo pero original.



 

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Leonardo D'Espósito

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